lunes, 29 de octubre de 2018

Los chicos de los tanques

Por Arturo Pérez-Reverte
Las imágenes me llevan atrás en el tiempo, primavera de 1974, cuando España miraba hacia Portugal retenido el aliento, con un escalofrío de admiración y esperanza. Os rapazes dos tanques, se titula el libro de fotografías: los chicos de los tanques. Fotos bellísimas, rostros de jóvenes capitanes, oficiales y soldados que ese 25 de abril, decididos y silenciosos («Quien quiera venir conmigo, vamos a Lisboa y acabemos con esto», dijo el capitán Fernando Salgueiro Maya) salieron de sus cuarteles para derrocar la dictadura y consiguieron, sin sangre, la rendición del gobierno de Marcelo Caetano. 

Ayer por la mañana compré el libro en el Chiado; y por la noche, cenando con Manuel Valente en un restaurante del Barrio Alto –Manuel, viejo amigo, fue mi primer editor en Portugal–, lo comenté con él. Qué formidable galería de imágenes, le dije, todos aquellos rostros casi de muchachos, lo que fueron y lo que hoy son. Qué lección de patriotismo, de orgullo y de coraje. Manuel estuvo de acuerdo, y me contó que precisamente fue él quien hace cuatro años editó ese libro. Después, mientras seguíamos cenando, comentamos con melancolía los resultados de aquella revolución de los claveles. Todas las esperanzas desatadas y cómo se fue diluyendo todo cuando los políticos entraron en escena, pusieron a un lado a los jóvenes que se la habían jugado y se hicieron dueños del nuevo paisaje, hasta el punto de que algunos de los capitanes de abril, como Otelo Saraiva de Carvalho, cerebro del golpe militar, terminaron en la cárcel.

Esta mañana, dando otra vuelta por mis librerías habituales de la ciudad –siguen abiertas casi todas, lo que en estos tiempos es un milagro–, he vuelto a pensar en aquellos jóvenes de abril. En sus rostros, su juventud y su hazaña. En la canción Grándola vila morena sonando en la radio esa madrugada, como señal convenida para actuar, y en los soldados y sus vehículos abandonando sus cuarteles bajo la luz incierta del amanecer. En los blindados del capitán Salgueiro Maya rodeando el cuartel donde se refugió el gobierno, en las guarniciones de todo el país sumándose una tras otra a la revolución, en la gente que al llegar el día se echó a la calle para apoyar y aplaudir a aquellos muchachos encaramados en los tanques y apostados en las esquinas. En lo guapos y serenos que en las fotos se les ve a todos. En Celeste Caeiro, la camarera que volvía a su casa con un manojo de flores sobrantes de una cena y que, al no tener un cigarrillo que darle al soldado muerto de frío que se lo pedía desde un tanque, le dio un clavel. Y ese soldado, al ponerlo en el cañón del fusil y ser imitado por sus compañeros, corriéndose el gesto por toda la ciudad, creó sin pretenderlo el símbolo de lo que se llamaría Revolución de los Claveles.

He pensado en todo eso, como digo, mientras paseaba por Lisboa. Y al observar las hordas de visitantes que en los últimos tiempos inundan esta ciudad puesta de moda por los operadores turísticos, caigo en la cuenta de que nada hay en las calles que recuerde a aquellos jóvenes soldados y cuanto hicieron posible. Aunque el nombre del 25 de Abril está muy presente en la ciudad, nada recuerda a sus verdaderos protagonistas. Que yo sepa, sólo hay una película –que me parece mediocre– de María de Medeiros, con el hermoso título Capitanes de abril, y un monumento levantado junto al cuartel de Santarem en memoria del capitán de caballería Salgueiro Maya, con una estatua de éste junto a un blindado de los que salieron de allí para empezar la jornada. Pero no tengo constancia de que en Lisboa haya nada espectacular que recuerde aquello. Ningún monumento, ningún espacio dedicado a ese día. Nada que mostrar al mundo con legítimo orgullo. Nada de nada. Y pensando en eso, y en el capitán Salgueiro Maya, que se negó a ocupar cargos políticos y murió de cáncer a los 47 años, valiente y honrado como había vivido, caigo en la cuenta de lo iguales que somos portugueses y españoles en lo de marginar héroes y darlo todo a la desidia y el olvido. Qué gran ocasión perdida, en esa Lisboa que ahora se remoza y embellece para acoger a millares de visitantes diarios, la ausencia de un Museo de la Revolución, o tan siquiera de una plaza dedicada a esos chicos que hoy son sexagenarios. Es como si aquellos muchachos incomodaran. Como si los políticos portugueses, incapaces de reconocer su deuda con ellos, necesitaran borrar el recuerdo. Imagino sus escalofríos al suponer a los turistas fotografiándose ante un monumento con un carro blindado M-47, sobre la inscripción También los tanques pueden traer la libertad.

© XLSemanal

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