lunes, 22 de octubre de 2018

La periferia violenta de los años 70

Por Pablo Mendelevich
No hubo antes ni después tanta muerte como en los años 70. Años renombrados, aborrecidos, edulcorados, reverenciados y a la vez, o por eso mismo, todavía llenos de penumbras. Aquella certeza dominante de que triunfar era eliminar físicamente al contrario -se debía, se podía, se lo justificaba- fue la que le dio a la época un nombre instrumental, genérico: los años de plomo.

El asesinato llegó a producir acostumbramiento y el secuestro y la desaparición de personas se hicieron rutina con la monstruosa represión masiva organizada por el Estado.

Pues bien, esos años que se empeñan en volver solo por retazos ahora mismo reaparecen de manera tangencial. Son el medio ambiente de las historias de los dos mayores monstruos de ese rubro policial al que habitualmente se conoce como crimen común, aunque acá lo de común suena a sarcasmo: el asesino múltiple Carlos Robledo Puch, por un lado, y Arquímedes Puccio y su singular familia sanisidrense, por el otro. Cientos de miles de argentinos -ya se habla de millones- han convertido en éxitos de taquilla las recreaciones más o menos libres de los hechos. Los inescrutables laberintos mentales de sus protagonistas se centrifugan en las pantallas de televisión, de cine y de Netflix.

Es cierto que los apellidos Robledo Puch y Puccio -encima cacofónicos- reunieron méritos suficientes como para descollar en las crónicas negras por lo menos desde el Petiso Orejudo en adelante. Lo llamativo es que, ficcionados, los mayores casos criminales "particulares" de la época más violenta de la Argentina moderna vuelvan a fascinar a una sociedad que todavía no consiguió digerir la tragedia de la sangre derramada en el centro del escenario.

Parece como si un terapeuta invisible hubiera recomendado sacudir los tabúes desde la periferia. ¿No se puede revisar lo que fue la Triple A, qué fueron los parapoliciales, cómo empezó el terrorismo de Estado, quién incrustó a López Rega en la cima, por qué durante el gobierno "democrático" de Isabel Perón aparecían en las calles seis cadáveres por día? ¿No está admitido hablar de los métodos empleados por la guerrilla para financiarse ni de cómo y a quién ella decidía ejecutar? ¿La mayoría de los sobrevivientes se rehúsa a la más mínima autocrítica? ¿Es intocable en el debate público el tema de las responsabilidades en la consagración de la violencia política? ¿Cicatrices que nunca cierran impiden preguntarse 40 años después cómo fue que el valor de la vida se degradó hasta naturalizarse la celebración de la muerte? ¿Una colección de clichés binarios blinda el espinoso asunto de la tolerancia social (y el de los silencios de gran parte de la prensa) hacia los crímenes aberrantes de la dictadura bajo el discutible argumento de que nada se sabía? Prueben entonces empezar por remover los horrores de los bordes del escenario, habrá dicho algún espíritu psicoanalizado desde el más allá. Claro que no es algo que se hubieran planteado los realizadores. Es solo una hipótesis sobre cierta fascinación adicional que despierta en el público este subgénero, el de grandes historias policiales políticamente contaminadas de los años de plomo.

Cuenta Rodolfo Palacios en El ángel negro, la excelente biografía de Robledo Puch basada en largas conversaciones del autor con el asesino, libro inspirador de la película, que Robledo Puch padre había sido peronista de la primera hora, en sentido literal: vivó a Perón en la plaza el mismísimo 17 de octubre de 1945. Como preso (hoy el más antiguo que hay), Robledo Puch siempre veneró al general -también a Hitler- y hasta prometió sucederlo. Pero a los 20, cuando mataba sin parar por la espalda o a serenos dormidos, él era la perfecta contracara de los militantes de su edad. Solo le importaban las motos, los autos y el juego impúdico de robar lo que deseara. Delante de sus primeras víctimas (mientras el general Roberto Levingston era barrido por el general Alejandro Lanusse y empezaba la historia de la efectiva vuelta de Perón), los investigadores no dudaron en saber a quién adjudicárselas: los guerrilleros. La época mandaba.

Hay una escena del film El ángel que subraya esa atmósfera. Reprobados en un control policial, Robledo Puch (Lorenzo Ferro) y su compinche Ramón Ibarra (Chino Darín) acaban de ser llevados a una comisaría. El comisario los porfía. "Vamos, ¿de qué agrupación son?", acicatea. Robledo Puch responde con desparpajo. "No nos interesa la política, ¿acaso tenemos cara de terroristas?". No la tenía ni lo era, pero años después, durante la siguiente dictadura, ya no podría hacer valer esas carencias para evitar ser torturado.

En los bordes del setentismo se robaba y se mataba sin consignas ni revoluciones, a veces sin que se supiera por qué. Pero allí también estaban los sellos de la época. La muerte exprés, la muerte sin explicación, matar rápido, vivir al límite, el desprecio por las consecuencias de los propios actos, la cosificación del otro, la ausencia de emocionalidad. Y los ecos literales, desde los secuestros extorsivos "para financiarse" hasta la cárcel del pueblo copiada de las originales. Avaricia regada con sangre, doble moral obscena, madres de familia fingiendo entre misa y misa no ver lo que sucedía adelante de sus narices. ¿Más aires de época? Arquímedes Puccio, un peronista de derecha que había estado vinculado con el coronel Jorge Osinde y con Aníbal Gordon, instruía a los miembros de su banda casera sobre cumplimentar los "operativos" e invocaba a un supuesto Movimiento de Liberación del Pueblo para identificarse desde su clandestinidad hogareña ante las desesperadas familias de sus secuestrados.

Lo de Robledo Puch sucedió poco después de que los Montoneros inauguraron la década con el secuestro y asesinato del expresidente Pedro Eugenio Aramburu. La época cumbre de la violencia quedó abrazada por estos dos casos, uno concentrado en el amanecer, otro expandido en el crepúsculo hasta pisar los comienzos de la democracia. Solo se tocarían entre sí en el ensañamiento que descargaron en el supermercado Tanti: Robledo Puch mató ahí al sereno Juan Saettone y después los Puccio secuestraron y asesinaron a Ricardo Manoukian, hijo del dueño. Aparte de tener en común una perversidad psicopática extrema incubada en sendos hogares de la clase media acomodada de zona norte, algunas características comunes de los criminales -la cara angelical, el aspecto androide y los ojos azules del asesino múltiple, la pertenencia a la elite del rugby de Alejandro Puccio- desafiaron los esquemas lombrosianos del argentino promedio, aunque antes que nada burlaron los estrictos patrones policiales.

La ficción suma otra coincidencia que merece ser apreciada como alegórica. Tanto la madre de Robledo Puch como la de la familia Puccio están personificadas en El ángel y en la miniserie Historia de un clan por la misma actriz. Luis Ortega convocó las dos veces a Cecilia Roth (en la película El clan, de Pablo Trapero, quien hace el papel es Lili Popovich). En sus tiempos, en medio de las conmociones sociales más grandes que se recuerden, Aída Josefa Habedank, química, y Epifanía Puccio, profesora de inglés, fueron objeto de reproche público debido a su supuesta responsabilidad en los respectivos engendros y a su complicidad por acción u omisión (judicialmente no se les pudo probar nada). Hoy, delante de la pantalla lo que el espectador tal vez espera verificar en las madres es cuánto sabían ellas, cuánto se hicieron las distraídas, cuánto ayudaron a que pasase lo que pasó. Preguntas que se parecen bastante a las que están pendientes sobre toda la sociedad argentina, tanto cuando en los primeros años vastos sectores apañaban los crímenes de ERP y Montoneros como, más tarde, cuando la dictadura debutaba con consensos que hoy incomoda recordar. O cuando miedo y silencio se fundían en una misma cosa.

© La Nación

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