sábado, 25 de agosto de 2018

Por qué América Latina tiene que superar la crisis del ‘suraméxit’

En 2007, un año antes de la creación de la Unasur, los entonces mandatarios de Chile, 
Paraguay, Uruguay, Argentina, Brasil, Venezuela y Bolivia asistieron a la reunión 
del Mercosur. (Foto/ Mariana Méndez-Agence France-Presse)
Por Juan C. Herrera (*)

La Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) está en crisis. El momento más tenso se desató en abril, cuando no fue posible nombrar secretario general y seis de sus doce Estados miembros suspendieron temporalmente su participación: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Perú. Quedaron activos la mitad: Bolivia, Ecuador, Guayana, Surinam, Uruguay y Venezuela, que en total no representan a más del 15 por ciento de la población suramericana.

A esto se sumó el anuncio del gobierno de Iván Duque de que Colombia se retirará definitivamente del organismo en los próximos meses. La posibilidad es que otros países sigan su camino: el canciller de Chile, Roberto Ampuero, dijo que el organismo “no conduce a nada, no ayuda a la integración y no es capaz de resolver”.

La crisis de la Unasur es en realidad el último episodio de un viejo problema que es perjudicial para el avance de la región: América Latina ha sido incapaz de crear proyectos de integración robustos que sobrevivan a los cambios de mandatarios y a sus tendencias ideológicas.

En 2008, doce países suramericanos decidieron crear la Unasur con el objetivo de construir una identidad y ciudadanía suramericanas y desarrollar un espacio regional integrado por medio de la convergencia del Mercado Común del Sur (Mercosur) y la Comunidad Andina de Naciones (CAN). Ahora, con seis sillas vacías y encaminada a su desaparición, se prueba una vez más que en América Latina los compromisos políticos de largo aliento son ejercicios fallidos. La crisis de los últimos meses es una mala noticia para una región con problemas comunes y que debería resolver de forma conjunta.

En los diez años desde la creación de la Unasur, la fuerza de la denominada “marea rosada” —el giro a la izquierda en la política latinoamericana— se ha diluido y el péndulo está retornando a la derecha. Como respuesta a la Unasur, en 2011 se creó la Alianza del Pacífico (AP). Esta iniciativa se caracteriza por concentrarse en el libre comercio, y su nacimiento surge de gobiernos de derecha o centroderecha en Chile, Colombia, México y Perú. Con el cada vez mayor interés de México por el sur de la región, la crisis actual ha dejado de ser suramericana para alcanzar escala latinoamericana.

De hecho, en la cumbre más reciente de la AP, en México, se anunció un plan de acción para fortalecer los vínculos con el Mercosur e incluso se habla de “convergencia” entre ambos organismos. Si esta fusión se concreta y en verdad hay interés de otros países suramericanos de dejar la Unasur, no estaríamos ante una maniobra de presión de los gobiernos de derecha para ganar protagonismo —como han advertido algunos analistas, calificándola de estrategia de “las sillas vacías”—, sino que estamos asistiendo al desmantelamiento de una de las alianzas de integración regional más abarcadoras de los últimos años y en la que todos los países suramericanos estaban sentados en la misma mesa.

Así como Europa está presenciando la crisis del brexit, en Suramérica estamos ante un suraméxit.

Para contrarrestar esta tentación desintegradora y aislacionista, los gobiernos actuales (de izquierda y derecha) tienen una responsabilidad histórica: comprometerse finalmente a un proceso integrador a largo plazo y por encima de las bagatelas ideológicas.

México será un país clave en esta intención: ante la incertidumbre por el futuro del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y con una mayor cercanía al sur gracias a la AP, la próxima gestión del izquierdista Andrés Manuel López Obrador jugará un papel estratégico para equilibrar la influencia de los gobiernos de derecha del sur.

Cada vez que el péndulo del poder se ha movido de un lado a otro, los nuevos gobiernos han intentado reescribir o a destruir los procesos con sesgos progresistas, liberales o conservadores. Esta tendencia contraproducente ha obligado a las organizaciones e iniciativas a depender de liderazgos personalistas y no institucionales.

No es descabellado pensar que entre todos los países de América Latina, o la mayoría, podría gestarse una verdadera integración a futuro. Según mediciones de Latinobarómetro, el 77 por ciento de los latinoamericanos consultados está de acuerdo con más integración económica con otros países de la región y el 62 por ciento está a favor de la integración política.

Encaminar a la región hacia una integración más sólida y duradera es un paso necesario. Solo de forma conjunta se podrán enfrentar los grandes problemas de América Latina: la defensa de los derechos fundamentales y la democracia ante el auge de líderes y grupos populistas y autoritarios —desde Daniel Ortega en Nicaragua a Jair Bolsonaro en Brasil—, la crisis económica de Argentina y la política en Brasil, el futuro del proceso de paz en Colombia y el combate a la desigualdad, la corrupción generalizada y los brotes de xenofobia que ha empezado a ocasionar el éxodo masivo de venezolanos. Estos problemas han desbordado las fronteras nacionales y exigen una solución transnacional latinoamericana.

Adicionalmente, hay un desafío externo que se podría resolver de manera más eficiente si es a través de un frente común: el muro ideológico y físico que Estados Unidos está construyendo para repeler no solo a México, sino a toda América Latina. De hecho, el repudio del gobierno de Donald Trump a sus vecinos del sur ya es un factor determinante para que los países latinoamericanos estén interesados en acelerar la integración regional.

Si se concreta el suraméxit, será una pena: significará perder los esfuerzos y los recursos invertidos en una década. Pero, la crisis de la Unasur —ya sea que se salve o se desmantele— ofrece a Latinoamérica una buena oportunidad de reparar los errores de diseño estructural de sus proyectos de integración regional. Por ejemplo, la regla de la unanimidad para la toma de decisiones deberá modificarse, porque de otra manera no habrá posibilidad de llegar a acuerdos y lograr avances.

También se podrían adaptar mecanismos de otras regiones, como la Visión 2025 en el sudeste asiático o la Agenda 2063 en África. Estos instrumentos están basados en metas temporales y por secciones temáticas que permiten negociar en los aspectos específicos en los que las partes coinciden, y separar los temas en los que no están de acuerdo. Así, se podrían negociar paquetes regionales para comercio, agricultura, seguridad o infraestructura.

El objetivo a largo plazo para América Latina es que la integración económica no esté aislada de la vinculación política y social. Para ello, se necesita una verdadera sesión de soberanía y órganos autónomos en la esfera supranacional, como un poder judicial con amplias facultades, representación parlamentaria activa y una autoridad ejecutiva que en paralelo con otras entidades refuercen la regionalización.

Con todo, no hay que dejar de intentar buscar una integración regional profunda para que, por primera vez en nuestra historia, sea posible cohesionar un verdadero bloque común. De lo contrario, el papel de América Latina seguirá siendo periférico e irrelevante en la escena global.

(*) Docente e investigador del Área de Derecho Constitucional de la Universitat Pompeu Fabra (UPF) e investigador visitante del Instituto Max Planck de Derecho Público Comparado y Derecho Internacional Público.

© The New York Times

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