domingo, 1 de julio de 2018

Pendejo mira

Por Carlos Ares (*)
Apoya la cabeza en una de sus patas y no deja de mirarme mientras se relame. Acaba de tragar de un bocado las sobras de una bola de lomo fileteada para milanesas. La modorra lo va venciendo. Los párpados se le amontonan como si bajara una pesada cortina y se dispusiera a olvidar. Da ternura verlo así, echado, manso, sereno, sin mear donde no debe, sin chumbar, sin romper las pelotas.

Está viejo ya, Pendejo. Pero conserva el pelo ocre y las mañas. Duerme ya. Resopla. Debe saborear algún huesito. Pongo, Keith Jarret, I Loves You Porgy. Algo que acompañe su fantasía. Susurro: “Te quiero, Pendejo, amigo”.

¿Será posible que siempre me coma el amague? Se hace el dormido. De pronto abre los ojos con fastidio evidente. Me hace saber con la mirada cuánto le molesta mi demostración pudorosa de cariño y el esfuerzo que conlleva bancarme así, sensible. Pero calla, el muy turro. Escribe su sentencia solo con los ojos. Me condena a ser un vulgar gil, uno más que no entiende de qué va esto de vivir. Y no hay bola de lomo, ni correa, ni paseo, ni perra que le presente, ni gesto mío que lo haga cambiar de opinión.

No me deja pasar una. Enciendo un cigarrillo y viene a husmear. Le acerco el paquete como para que huela que no es asunto suyo. En el paquete veo la foto de un moribundo, leo: “Fumar te da cáncer de pulmón”. Me mira y se va, a paso lento, balanceando la cabeza y la cola como si negara, como si dijera: “Les sacan fortunas en impuestos para perseguir el tráfico de marihuana y les venden esto, no tienen arreglo. Con todo lo que podría hacerse con esa guita, con tanta gente que espera”.

Debo admitir que a esta altura de la convivencia es mi otro yo, mi versión animal. Somos uno de dos. Según quién habla, orienta las orejas como si prestara atención. Cuando me siento a escuchar y ver las noticias en la tele, sube al sillón, se sienta a mi lado y se mantiene erguido sobre sus dos patas delanteras con la mirada fija en la pantalla.  A veces, les ladramos juntos a todos, políticos, empresarios, periodistas. En el último par de semanas les mostramos los dientes especialmente a dos o tres mercenarios “deportivos”.

Hacia el fin del otoño y principio del invierno nos recorre un escalofrío atávico. Como si temiéramos congelarnos en lo que somos y que nada, nunca, cambie. Las últimas semanas fueron particularmente complicadas. Estaba muy inquieto. Es lo que ves, le digo. Es lo que pasa, le explico. No más que lo de siempre. Seguimos en el mismo lugar. Como vos, cuando te perseguís la cola.

Hace algunas noches pensé, “ladrones”. Ladraba con ganas. Tenía el cuerpo tenso, apuntado como una lanza a la pantalla. Hablaban de “la familia” Moyano. Nada nuevo. Tranquilo, le dije. Pero me cuesta sacarlo de ahí. Cuando en una foto o en la tele aparecen algunos tipos –los Moyano, Barrionuevo, Cavalieri, De Vido, De Mendiguren, Felipe Solá, Scioli y otros– muestra los dientes y la rabia le espuma la boca. ¿Por qué solo esos habiendo tantos?, le pregunto. Me mira y calla. 

Cuando lo dejo entrar nuevamente me mira, desconcertado. Le reconozco que tiene razón, que somos humanamente pelotudos, incapaces de construir un país posible. Nadie se hace cargo de nada. La culpa es siempre de otro, todos tienen una supuesta verdad que los excusa y los justifica. Verdad que no se revisa ni se toca.

Se revuelve. Se calma. Parece que me escucha y entiende. Se queda ahí tirado, quieto, atento, con los ojos muy abiertos. De pronto, se levanta, viene y se recuesta, pesado como es, sobre mi pecho. Me lengüetea, el sobón, como si me compadeciera. Salí, Pendejo, le digo.

(*) Periodista

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