viernes, 15 de junio de 2018

La noche que Macri se salvó de un papelón


Por Laura Di Marco

"Si el proyecto del aborto es rechazado en Diputados, ¿no será leído como un fracaso del Gobierno?", preguntó atinadamente un ministro en la reunión de gabinete del último martes. Marcos Peña recogió el guante y respondió con lo que de aquí en más será la nueva narrativa del Gobierno: "Más allá de cualquier resultado, nosotros ya ganamos al haber habilitado la discusión". 

El resultado, después de una madrugada para el infarto, fue un triunfo ajustado en favor de la legalización, con la inestimable ayuda de dos votos del PJ pampeano.

Es decir, fue un triunfo a pesar del propio Macri y de las principales espadas de Cambiemos que se habían manifestado públicamente en contra. Muy cerca de Peña, en aquella reunión, Macri transformaba una debilidad en virtud política. Se jactaba de que nadie en el oficialismo le había consultado cómo votar. Pero ¿cómo habrían de consultarle un asunto que atraviesa a la sociedad argentina, pero que él mismo se había negado a liderar?

La despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo no solo es una bandera del feminismo -y de un feminismo popular, como #NiUnaMenos-, sino de un importante sector de la clase media, base de votantes de Cambiemos. Es decir, Macri confinó a la orfandad política a una porción importante de sus propios simpatizantes cuando optó por desligarse de la principal bandera de una agenda de género que él mismo había fogoneado. ¿Alguien puede imaginar a un Alfonsín impulsando el proyecto del divorcio y, a la vez, oponiéndose a él?

La narrativa de Marcos Peña habría sido difícil de creer, si el proyecto fracasaba en Diputados. Por el contrario, más allá del núcleo duro de Cambiemos, gran parte de la sociedad habría leído, con toda lógica, que la derrota en el Congreso configuraba una derrota del propio Macri. Pero paradójicamente fue la oposición peronista y kirchnerista la que, con su voto positivo, acudió en su auxilio y, a su pesar, lo ayudó a abortar un papelón.

Más allá de estas incongruencias, haber habilitado una deliberación cajoneada por décadas -sobre todo, por la década K, que se ufana de haber generado una inédita ampliación de derechos- sigue teniendo un inmenso valor político. Macri, a diferencia de Cristina, no se mimetizó con el Estado y le dio luz verde a una iniciativa con que la que él no estaba de acuerdo. No importa si lo hizo por recomendación de Durán Barba para tapar con una cortina de humo las dificultades económicas. Lo importante es que lo hizo. La historia suele juzgar hechos, no intenciones.

El desarrollo de un debate en la escena pública es, en sí mismo, un proceso transformador. Luis Moreno Ocampo, que se crió en una familia tradicionalista, suele contar que, mientras él era fiscal del juicio a las Juntas, su madre era partidaria de Videla e, incluso, comulgaba con él. Sin embargo, cuando ese juicio televisado llegó a su fin, la señora llamó a su hijo para informarle que, después de haber visto tanto horror, había cambiado su posición y ahora estaba convencida de que el dictador debía estar preso.

En el contexto de una cultura política verticalista, colonizada por la obediencia debida del peronismo, también es innovadora la diversidad dentro de la propia coalición oficialista. Las fotos con los pañuelos verdes y celestes, de ambos bandos del Gobierno, oxigenó la escena de la política. Claro que no todo es tan glamoroso: la grieta interna -que, en algunos casos, dividió a los matrimonios del poder- dejó, por un lado, heridas que habrá que suturar y, por otro, casos curiosos como las diferencias conyugales entre Marcos Peña y su esposa, la escritora Luciana Mantero, que se declaró a favor del aborto seguro. En Peña probablemente incida la influencia familiar. Su madre, Clara Braun Cantilo, es catequista e hiperreligiosa y sus cuatro hermanos son todos muy católicos. Incluso, uno pertenece al Opus Dei. En el otro extremo, su familia política es cercana a la izquierda del Partido Obrero. El jefe de Gabinete suele enorgullecerse de estos puentes de convivencia.

Sin embargo, nada de esto parece alcanzar ante el hecho de que Macri se perdió la oportunidad histórica de imprimir su huella poniéndose al hombro un proyecto democratizador para la vida de los argentinos, a diferencia de otros presidentes de la democracia. Por el contrario, evitó intervenir en una sesión crucial, en la que su espacio votó mayoritariamente en contra de la legalización (65 versus 42). Definitivamente, en la madrugada del jueves, Cambiemos no le hizo honor a su nombre.

Un escenario que se potencia ante la dificultad que seguramente encontrará la despenalización en el Senado, dominado por los representantes del justicialismo federal, tradicionalmente más apegados al statu quo.

La discusión en torno al aborto se metió, inesperadamente, en la vida cotidiana de los argentinos y compitió, en el interés público, con un evento que parecía imbatible: el Mundial. Toda una novedad política que, al mismo tiempo, creó su propia grieta. La rigidez del fanatismo colonizó las redes sociales y volvió a dividir a las familias y a los amigos. Retornó esa violencia verbal bien argenta, maridada con escraches y aprietes a los diputados de uno y otro lado del mostrador. Parece que ciertas pasiones tocan nuestra fibra más oscura.

Pero, en el mar de esa intensidad, también aparecieron transversalidades impensadas, como el aplauso que le arrancó Fernando Iglesias -enemigo público número uno de los K- a la bancada del Frente para la Victoria. O la coincidencia en favor de la legalización de Ginés González García, exministro de Salud del kirchnerismo, y Adolfo Rubinstein, actual titular de esa cartera. En medio de una polémica atravesada por la adrenalina, la grieta se ensanchaba por un lado, pero se achicaba por el otro.

Desmarcado del espíritu mayoritario de su bancada, Iglesias ofreció uno de los argumentos más interesantes de la discusión cuando observó que, en los países avanzados, donde mayoritariamente el aborto es legal, la tasa de la interrupción voluntaria del embarazo cayó, mientras que en aquellos países donde continúa penalizado sucede todo contrario.

El forcejeo de los diputados proyectó escenas de la Argentina explícita. En plena votación, Lilita se refugiaba en una Iglesia para rezar; Monzó -destinado, a lo Cobos, para desempatar- mantenía un crucifijo sobre su escritorio; una diputada antiabortista alertaba sobre el tráfico de "cerebros e hígados de fetos"; su par correntina comparaba a las mujeres con las perritas embarazadas, y la bancada del FPV enarbolaba pañuelos verdes, cuando durante 12 años agachó la cabeza ante una jefa que se negó siquiera a abrir la discusión. Todo eso mientras Pichetto, un histórico peronista conservador, ya se había encargado de anunciar su sorpresiva reconversión al feminismo, una vez que el proyecto ingrese al Senado. Postales de un país desopilante.

La Argentina sigue dando muestras de su extravagancia política. Sin demasiada convicción, un gobierno tildado de centroderecha logró sacar del closet un tema tabú y hasta podría terminar, finalmente, con décadas de clandestinidad.

© La Nación

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