miércoles, 30 de mayo de 2018

Las visitas del fantasma


Por Jorge Fernández Díaz

El fantasma de Sabato se pasea por la vieja casa de Santos Lugares. Visita el atelier donde pintó y repintó cincuenta obras sombrías, recorre la biblioteca llena de ediciones exóticas y en algunos casos directamente pirateadas de sus novelas y ensayos, entra en el cuarto cerrado donde Matilde pasó sus últimos días y finalmente se asoma al jardín. Allí recuerda una tarde entre todas. 

Cuando su pequeño hijo Mario jugaba ruidosamente con sus amigos y de pronto vio que todos se quedaban congelados. Al darse vuelta, Mario descubrió que su padre se asomaba por la ventana del cuarto donde escribía Sobre héroes y tumbas y que, con ojos desorbitados, le preguntaba: “¿Se puede saber por qué carajo gritan?”. Mario le respondió: “Yo porque soy chico. ¿Y vos?”. Don Ernesto no dijo nada, retrocedió hasta su máquina de escribir y su soledad, y al poco tiempo mudó su oficina a un cuarto del fondo. Mario recuerda que leía a escondidas las páginas de esa novela: temía que no le gustara. Y por ese largo río gótico y existencialista se encontró con el Informe sobre ciegos, como quien se choca con la casa de Psicosis. Le fascinó tanto que muchos años después la filmaría, con un Sergio Renán inolvidable en las ropas de Fernando Vidal Olmos. “¿Por qué no hacés mejor la larga marcha de Lavalle? —quiso prevenirlo don Ernesto—. Es más prudente”. Mario contestó: “La prudencia no es una de mis virtudes”. Padre e hijo cultivaron siempre un carácter hosco, ajeno a las efusiones, una relación de tormentas fuertes y amaneceres espléndidos. Tomados por un pudor insalvable, jamás se comunicaban los sentimientos. A veces se escribían cartitas, para reconciliarse, y Matilde trabajaba de correo, haciendo incluso desaparecer alguna misiva que, según su criterio, podía avivar más el fuego en lugar de apagarlo. La única vez que Ernesto le dijo “te quiero” a su hijo fue cuando cumplió 92 años.

Es justamente ahora Mario Sabato quien más está luchando por lograr que esa legendaria finca de Santos Lugares, donde vive un nieto de Ernesto, se convierta en una casa-museo, un punto insoslayable del patrimonio cultural argentino. “Mi padre tuvo varios golpes tremendos —me cuenta—. El primero fue el comienzo de la enfermedad de Matilde. El segundo, la muerte de mi hermano Jorge (en un accidente). El tercero fue la muerte de mi madre. Después estuvo deprimido y atacado por las nieblas de la mente. El principal fantasma de Ernesto Sabato fue él mismo”.

Sin embargo, los fantasmas no descansan. Están hechos del material de los recuerdos y asaltan de vez en cuando a sus viejos amigos. Para Magdalena Ruiz Guiñazú ese fantasma sigue junto a ella, en aquellos almuerzos que hacía en su casa con Jaime de Nevares, Graciela Fernández Meijide y otros compañeros de la Conadep. Evoca la periodista un almuerzo en especial, cuando un ministro del gobierno alfonsinista se hizo presente para intentar convencer al grupo de que no se pronunciara públicamente contras las leyes del perdón. Ernesto cortó de raíz la operación y le dijo al emisario presidencial: “Nosotros bajamos al infierno para recabar esto. No vamos a mover ni una coma de lo que escribimos”. El ministro, algo contrariado, se retiró, y el grupo rodeó lentamente al escritor para abrazarlo. Como se abraza un tótem, o el coraje o una convicción.

Para Alberto Díaz, su sabio editor, el fantasma se cuela en la memoria  a través de una visita inesperada. Fue una tarde remota, cuando su secretaria le avisó en Espasa Calpe que don Ernesto lo esperaba afuera. Alberto lo hizo pasar. Sabato estaba angustiado por un aniversario del “Nunca más”: el mundo era, por supuesto, terrible. Había caminado durante horas sin rumbo fijo, y ahí estaba sentado, mirando la pared llena de retratos de grandes narradores y poetas. Para gran asombro de Alberto, Sabato dijo: “Ah, tenés al turquito Saer. Vive en París y le va muy bien. Eso me lo debe a mí”. Díaz se quedó perplejo. En primer lugar, por la sorpresa de que Sabato conociera de antes a quien luego se convertiría en el narrador más importante de la vanguardia argentina. Y en segundo término, porque el viejo maestro le hubiera dado una mano al autor de Cicatrices y El limonero real. “Fue una vez en Santa Fe, donde yo tenía una mesa redonda —le contó Sabato—. El turquito y un amigo, también cuentista, me vinieron a ver para que yo leyera sus relatos. Los leí y al día siguiente les dije: “Ustedes escriben muy bien, pero éste es un país salvaje; váyanse al extranjero”. El turquito se fue a París y mirá qué buenos resultados le dio”.

El editor no dijo nada, pero sospechó que esa anécdota era apócrifa. Sin embargo, la atesoró un tiempo hasta que vio a Juan José Saer en Francia y le preguntó directamente por ella. “No me vine por consejo de Sabato, pero es cierto que me lo dio”, le contestó Saer. Alberto se admiró del ojo catador de don Ernesto, que con una rápida lectura se había dado cuenta de que aquel joven desconocido tenía todo el futuro del mundo. “El viejo sabía, tenía olfato literario”, se admira Alberto todavía.

En los últimos tiempos Sabato —un agnóstico abierto al misterio de Dios— condescendió a comulgar. Mucho tuvo que ver con eso el ensayista, poeta y sacerdote Hugo Mujica. Ernesto creía que la realidad no cabía en la realidad, y asistía a sus oficios en la parroquia Patrocinio de San José. Lo había conocido veinte años atrás, cuando Mujica asistió a una charla donde Sabato se despachaba contra Dios y contaba cosas espeluznantes sobre los ciegos. Cuando el escritor bajó del escenario, Mujica le dijo: “Mi papá es ciego y yo soy teólogo”. Nació entonces una amistad que continuó a lo largo de dos décadas. “Una vez me vio en televisión riéndome, y me llamó al orden: un intelectual no debe reírse, me dijo, el mundo es un asunto grave”, recuerda Mujica. Coincidieron una vez en Madrid. Estaban charlando en un hotel y de pronto sonó el teléfono en la habitación. Mujica atendió y le pasó el auricular: “No sé quién es. Una mina”. Don Ernesto tomó el tubo y dijo: “No me acuerdo. No, no me acuerdo. No, la verdad es que no me acuerdo”. De repente perdió la paciencia y explotó: “¡Mire, señora, yo no tengo la culpa de que usted no sea inolvidable!”.

Un fantasma que lleva su nombre cobró la forma de una fundación que tiene maravillado a Juan Carr: “Es extraordinaria, creativa, no se parece a ninguna otra. Toman tres veces por semana a 160 chicas humildes de las villas 20, 1-11-14, Soldati y Fátima del Bajo Flores y también de Ciudad Oculta, y las trasladan en micros hasta la sede de la Universidad Tecnológica Nacional (UTN), en Lugano, donde les dan apoyo escolar, orientación vocacional, salida laboral y cariño. Con la ayuda de Bernardo Kliksberg. Tienen una relación muy directa con cada una de esas chicas, las tratan como si fueran parientes. Se meten en lugares peligrosos para rescatarlas, y tienen con ellas un seguimiento personalizado y afectuoso. Escucho que en la fundación de Sabato festejan cuando fulanita leyó finalmente La Ilíada, o cuando pudieron llevar a cinco de ellas al teatro”.

Carr conoció a Sabato hace diez años, y se quedó impactado por su sensibilidad social. Le pareció que el escritor tenía un gran dolor íntimo, producto de lo que veía en estas sociedades desiguales. Y que combatía esa herida generando heroicas empresas comunitarias. “Cuando el Ministerio de Educación empezó a distribuir libros de cuentos en las canchas, estuve hablando un poco con don Ernesto, a quien le parecía una buena idea. En un momento dado, le pregunto de qué cuadro es: Estudiantes. ¿Y si había jugado al fútbol y en qué puesto? Me respondió: Yo era defensor, jugaba de cuatro. Me decían El Hacha”. Eso derivó en que Sabato fuera a la cancha a ver a Estudiantes. Por última vez en su vida.

El autor de El túnel creó esa fundación en el peor momento de la Argentina moderna: el año 2001. Algunos de sus “miembros de honor” fueron José Saramago, Augusto Roa Bastos, Eduardo Falú, Héctor Bianchiotti y Mercedes Sosa. Sabato no quería publicidad, prefería una acción invisible. Con el proyecto Fogones, en aquellos tiempos dramáticos, daban de comer a 1200 chicos por día. Ernesto recibía pedidos de todas partes del país y escribía cartas personales rogando ayuda para los necesitados. Esas misivas por lo general estaban destinadas a funcionarios, empresarios y directores de hospitales. Su brazo ejecutor en el área social era Elvira González Fraga, quien había ganado su corazón. Elvira fue misionera rural y es socióloga. Tenían, con respecto a estos temas, la misma sensibilidad. Junto a Sabato, Elvira conoció a gente importante de todo mundo, desde Mitterrand y Jacques Cousteau, hasta Rafael Alberti y el rey de España, que le entregó el Premio Cervantes.

Fueron dichosos en casa de los Saramago. Tanto José como Pilar los recibieron en su hogar de Lanzarote durante el mes de octubre de 2002. Al portugués le fascinaban particularmente los ensayos del argentino. Los dos narradores eran serios y graves, y tenían una visión dolorida sobre el mundo. Los dos eran ex comunistas. Pilar, espejo de Elvira, le dijo en un suspiro: “Hay tanto que hacer”.

La fundación abrió sus puertas en una casa chorizo de 1890 que consiguieron en Palermo, a metros de la calle Borges, antes amigo de Ernesto y luego su archirrival. Allí Sabato hizo todo lo necesario para que Elvira pudiera operar sobre el terreno y hacer el bien. Y vaya si lo hizo. La fundación trabaja en los Andes, en la Alta Puna, a 5600 metros de altura, con un frío atroz, llevándoles agua potable a los pueblos originarios. A veces, los campesinos tenían que bajar cinco kilómetros para buscar un triste balde de agua. También comenzaron a trabajar con los adictos al paco en la Boca y armando talleres musicales para personas de bajos recursos con donaciones de grandes artistas, consiguiendo fondos de donde fuera, e intentando siempre construir un nexo entre la escuela y la casa. “Cuando me faltes voy a sentir una enorme tristeza —le decía Elvira a Ernesto—. Pero no me voy a dejar caer, porque siempre tendré chicos y chicas que estarán esperando mi ayuda”.

Treinta años pasaron juntos Sabato y su aguerrida compañera. Viajaron por el mundo, vieron mucho cine y teatro. Fueron felices. Elvira recuerda cuánto le gustaba el tango al escritor. No se privaron de escuchar cantar en vivo y en directo a Edmundo Rivero y al Polaco Goyeneche. Y estuvieron con Astor Piazzola en el “Mater Dei”, cuando el gran bandoneonista ya estaba gravísimo. Piazzolla quiso hacer alguna vez una ópera con Sobre héroes y tumbas. Pero Ernesto se negó; no quería sacar esa historia de la literatura.

Jura Elvira que Ernesto nunca perdió la lucidez emocional, salvo durante el último año de vida, cuando se encontró sin habla: tenía una afasia. La tarea principal de la mujer consistía entonces en reconocer lo que él quería decir. Le llevaba películas. Vieron juntos, totalmente conmovidos, La eternidad y un día,  aquella obra maestra de Theo Angelopoulos, donde Bruno Ganz encarna a un poeta griego que va a morir. Admiraron mucho los filmes de Andréi Tarkovski. Y Elvira le leyó Fuego en Casabindo, la gran novela de Héctor Tizón: conocían el escenario, habían hecho trabajo social en aquellos confines. Sabato se interesó, durante los últimos años, en volver a Pedro Páramo y en textos de la española María Zambrano.

Le encantaba ver y oír cantar a Anna Netrebko, la soprano ruso-austríaca. Una mujer bella y una voz increíble. Recuerda Elvira que mientras contemplaban un video de una de sus óperas, en plena afasia, Sabato hizo un gesto con la mano. El gesto de sostener una copa. “Sí, Ernesto —le confirmó Elvira, emocionada—, ahora va a cantar el brindis de La Traviata”.

Prefiero recordar a Ernesto Sabato en ese brindis majestuoso, como si se estuviera despidiendo de todos nosotros. Sabiendo que los fantasmas, en realidad, nunca dicen adiós.

Este texto fue publicado en la revista de La Nación y en el libro Te amaré locamente (Planeta).

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