domingo, 22 de abril de 2018

El teniente Albaladejo

Por Arturo Pérez-Reverte
Hacía cuarenta años que no veía su rostro, aunque lo recordaba bien. Mi amigo el grafitero y fotógrafo Jeosm, que está positivando miles de negativos de mi vida anterior a ésta, acaba de entregarme los del Sáhara de 1975, cuyas fotos nunca vi del todo porque enviaba los rollos por avión desde El Aaiún, y luego sólo veía las que se publicaban. Y en una de esas imágenes está él, de uniforme y de perfil, el pelo corto cano y rizado, los ojos de acero y la boca apretada como una línea de granito silenciosa y dura.

Pepe Albaladejo, como el comandante Labajos, el capitán Gil Galindo, el cabo Belali y algunos otros, fue uno de mis amigos y también de mis héroes. De mis últimos héroes, matizo, pues con ellos quedaron atrás muchas inocencias. Yo tenía veintitrés años cuando me mandaron al Sáhara como enviado especial de Pueblo, a contar en crónicas diarias la crisis en la frontera, la Marcha Verde y demás. Todos eran de la Policía Territorial, que tenía mandos españoles y tropas nativas. Les caí bien y me acogieron en su cuartel y sus misiones. Viví con ellos nueve meses de patrullas, de camaradería, de bar de oficiales, de copas nocturnas en aquel Aaiún colonial donde era posible vivir todavía, antes de que desapareciese para siempre, un mundo canalla, áspero, peligroso, fascinante, que hoy sólo es posible conocer en las películas y las novelas.

Llegaron a ser mis amigos, como dije. Muy amigos. Leales y acogedores, me permitieron acompañarlos a lugares y situaciones extraordinarias, y junto a ellos viví cosas que conté lo mejor que supe, y otras que callé y no contaré nunca, o no contaré del todo; no por vergonzosas, pues fueron todo lo contrario, sino porque a algunos les habría costado un consejo de guerra. Hay acciones que en el cine quedan estupendas en plan heroico y tal, cómo nos gusta Clint Eastwood y todo eso, pero que en la vida real, juzgadas por quienes ven los toros desde la barrera, hacen levantar las cejas y se convierten en escandalosos titulares de periódico.

Pepe Albaladejo era teniente chusquero, como se decía de los que ascendían desde simples soldados. Africanista de toda la vida, ex legionario, debía de tener unos cuarenta y cinco años. Era uno de los más duros soldados que conocí en dos décadas largas de mochila y sobresaltos: sobrio, valiente, tranquilo, tenaz, profesional. Conociéndolo comprendías Tenochtitlán, Pavía, Rocroi, Baler o Belchite. Aparte de darle un aplomo extraordinario, la veteranía modelaba su cara curtida por el sol, tallada como a cincel de profundas arrugas. Era implacable en su trabajo, pero también poseía, y eso era lo que más me gustaba de él, una ternura ruda y espontánea. La forma de darte un cigarrillo, de ofrecerte una copa, de quedársete mirando, aprobador, cuando hacías algo de acuerdo con sus códigos. Me llamaba gollete, como sus compañeros: chaval, niño en hassanía.

Las putas de Pepe el Bolígrafo, el dueño del cabaret de El Aaiún –humo de grifa, alcohol, música, periodistas, legionarios, tropas nómadas–, adoraban al teniente Albaladejo porque las respetaba como nadie, no bebía estando de servicio y nunca permitía que lo invitaran. Además de vivir con él aventuras en el desierto, viví muchas noches cabareteras que parecían sacadas de Marruecos o Beau Geste. Y ligado a él tengo un recuerdo preciso, inolvidable: el de una ocasión en la que una guapa chica del cabaret llamada Silvia bailó un apretado tango, o tal vez fueron dos, con un jovencísimo reportero que le caía simpático, y un técnico canario de Fosbucraa, que andaba encaprichado de la señora e iba pasado de copas, agarró un calentón, empalmó una churi de un palmo de hoja e intentó apuñalar al reportero, tirándole una serie de navajazos ante los que el joven se defendió como pudo. Hasta que el teniente Albaladejo se metió en medio, empezó a darle puñetazos al de la navaja y lo sacó así hasta la calle. Clávamela a mí, le decía. Si tienes huevos.

Murió hace tiempo, sin que yo volviese a verlo nunca después del Sáhara. Su hermano, que vino a saludarme en una firma de libros, me dijo que acabó hace algunos años en una residencia de ancianos, duro e impasible como había vivido, mirando con mucha calma acercarse la muerte cara a cara. Y yo contemplo ahora su foto en blanco y negro, su perfil de granito, las barras de condecoraciones cosidas en la camisa junto a los emblemas de la Legión, el Sáhara y la Policía Territorial, y me viene a la boca una sonrisa tierna y agradecida.

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