martes, 30 de enero de 2018

#MeToo / Declaración de guerra

Por Aloma Rodríguez (*)

Estamos en guerra. El movimiento que comenzó destapando años de acoso, abuso y violaciones a mujeres en entornos profesionales ha terminado por iniciar una guerra cultural global. 

Como ha explicado Manuel Arias Maldonado: “Se publican cientos de artículos sobre el tema y se diría que las redes sociales no hablan de otra cosa. Ha surgido, también, una contrarreacción que alerta contra los excesos de esta oleada reivindicativa: el duelo de manifiestos en la prensa francesa atestigua inmejorablemente la tensión en el interior de la opinión pública. Pero, y esto merece ser enfatizado, no se trata de una opinión pública demarcada nacionalmente: medios y ciudadanos del mundo entero se han hecho eco, por ejemplo, de la controversia francesa. De manera que es razonable pensar que estamos ante la primera guerra cultural global”. (Va por la segunda entrega y ha anunciado tres.)

La ensayista Masha Gessen, miembro de la redacción del New Yorker, revista que publicó en primicia los abusos de Harvey Weinstein en un artículo escrito por Ronan Farrow, alertó bastante rápido de una sobrerreacción, surgida tal vez para corregir los años de mirar hacia otro lado. Gessen cita a la antropóloga Gayle Rubin y su ensayo de 1984 “Thinking Sex”: “Para algunos, la sexualidad puede parecer un tema sin importancia, una desviación frívola de los problemas más críticos de la pobreza, la guerra, las enfermedades, el racismo, el hambre o la aniquilación nuclear. Pero es precisamente en momentos como estos, cuando vivimos con la posibilidad de una destrucción inimaginable, cuando las personas se vuelven peligrosamente locas por la sexualidad”. Y, como señala Gessen, “vivimos con la posibilidad de una destrucción impensable”.

Gessen cita a Rubin cuando habla de los peligros de la misplaced scale, una escala fuera de lugar. Pone algunos ejemplos interesantes, como el del corresponsal del Times en la Casa Blanca, Glenn Thrush, suspendido de empleo por acusaciones de “comportamiento sexual inapropiado”. Un reportaje que se publicó en Voxcontaba que el periodista hizo “avances sexuales hacia mujeres jóvenes”. “En todos los incidentes hubo consumo de alcohol, ninguno ocurrió en el lugar de trabajo y ninguno involucró fuerza. Ninguna de las mujeres denunció a Thrush, que, como reportero (entonces en Politico), no era el jefe de nadie”, escribe Gessen. Y un poco más adelante: “La historia en la que se basa la suspensión de Thrush se enturbia en el consentimiento: una de las mujeres ha dicho claramente que había consentido en un encuentro, y otras dos rechazaron los avances de Thrush, negando el consentimiento con éxito. Aun así, todas las mujeres son presentadas como víctimas, incluida la mujer que afirmó claramente que no se considera a sí misma una víctima”. Masha Gessen explica que si negamos la capacidad de las mujeres (o adolescentes en el otro ejemplo que pone, el del senador republicano Ralph Shortey) las estamos infantilizando. Estamos negando su capacidad para tomar decisiones adultas sobre su vida sexual.

Todo esto empezó con denuncias de verdaderos delitos y abusos: hombres que por medio de la fuerza o el chantaje, obligaban a mujeres y, en menor medida, a hombres a satisfacer sus deseos sexuales. Las perseguían, y si no conseguían lo que querían, las vetaban para futuros trabajos. No solo era Weinstein (por cierto, con un sector cómplice que ahora, de manera un tanto hipócrita, pretende dar lecciones sobre feminismo un día al año, en lugar de cambiar su comportamiento el resto de los días del año, como ha escrito David Trueba en una brillante columna). Eran hombres que aprovechaban su situación real de poder para tener sexo con mujeres que se encontraban en una situación de inferioridad. Hasta aquí más o menos todos estamos de acuerdo, incluso Catherine Millet. Pero a partir de ese momento todo empieza a volverse cada vez más confuso. ¿Qué es una situación de poder? ¿Cuándo está la mujer en una situación de inferioridad? Según algunos, siempre. Por lo tanto, el consenso sexual sería imposible.

Cito a Gessen de nuevo: “La conversación que estamos teniendo sobre el sexo comenzó con incidentes que implicaban una clara coacción, intimidación y violencia. Paradójicamente, parece haber producido el sentido de que el consentimiento significativo es esquivo o incluso imposible. El martes, la banda Pinegrove anunció que suspendería su gira porque su líder, Evan Stephens Hall, había sido acusado de coacción sexual. Los detalles de esa acusación particular no están claros. Pero, en la página de Facebook del grupo, Hall publicó una declaración que parecía resumir su sensación de que las mujeres, al menos cuando se enfrentan a un hombre famoso, no pueden tomar decisiones adultas: “He coqueteado con las fans y en algunas ocasiones he intimado con personas que conocí en la gira. He llegado a la conclusión ahora de que eso no es apropiado, incluso si lo inician ellas: siempre habrá una dinámica de poder desleal en juego en estas situaciones y no está bien que yo ignore eso’.” Las chicas no sabemos lo que queremos, siempre igual.

Contra esa infantilización protestaron las 100 artistas e intelectuales francesas en un manifiesto que ha sido malinterpretado en ocasiones por falta de información y, en otras, por un gran lost in translation cultural –en Francia no se juzga el comportamiento sexual de los presidentes (Mitterand, Sarkozy, Hollande o Macron); en EE.UU. la relación de Clinton con Monica Lewinsky se usó para presentar el impeachment–. Pero también porque se leyó como una batalla más de la gran guerra cultural. Seguramente, el manifiesto erraba en el uso del verbo “importunar” entre otras cosas, pero condenaba la violencia. Lo que el manifiesto no compartía con el #MeToo era la ola de puritanismo que se ha visto alentada por el mismo. El deseo de linchamiento puede ser fácilmente satisfecho gracias a las redes sociales. Por supuesto, esa ola no la ha creado el movimiento, sino que ha aprovechado el movimiento. Máriam Martínez-Bascuñán ha explicado que “el movimiento #MeToo no va de libertad ni de puritanismo, sino de la denuncia de una injusticia omnipresente en la sociedad y cuya eficacia se construye sobre el silencio de quienes la padecen”. Y puede que así fuera, pero ahora va de algo más.

Cuando hablo de ola de puritanismo me refiero a las peticiones de retirada de obras de arte (una pieza de Balthus en el MET, entre otras), a las protestas contra el ciclo dedicado a Roman Polanski en la Cinemathèque o a la desproporcionada reacción contra Louis C. K.: todas las temporadas de su serie han sido eliminadas de HBO y su película no llegó a estrenarse. En muchos artículos se colocan en un mismo nivel Polanski, Louis C. K., Aziz Ansari, Woody Allen, Harvey Weinstein y Bill Cosby. En algunos casos se ha pretendido hacer pasar por abuso lo que no era más que una mala cita: la condición de famoso de Aziz Ansari lo ponía en el punto de mira. Para acusar de abuso a alguien debería hacer falta algo más que la sincera expresión de un sentimiento: incomodidad.

Las declaraciones del líder de Pinegrove encajarían en lo que explicaba el manifiesto de las francesas: “los hombres son obligados a arrepentirse y a desenterrar, en los confines de su conciencia pasada, un ‘comportamiento fuera de lugar’ que hayan podido tener hace diez, veinte o treinta años, y del que deberían arrepentirse. La confesión pública, la incursión de fiscales autoproclamados en la esfera privada, instala un clima de sociedad totalitaria”. Ese impulso narcisista autoinculpatorio en ellos nos ha dado algunos de los artículos más cómicos (sin pretenderlo) de los últimos meses.

Pero el texto más ridículo que hemos podido leer tenía como objeto a Woody Allen, acusado hace ahora veinticinco años de haber abusado sexualmente de su hija Dylan, entonces de 7 años, durante una de las visitas establecidas por el régimen de visitas durante la separación de su mujer, Mia Farrow. (Por si acaso hay alguien que no lo sepa ya: Farrow descubrió que Allen llevaba unas semanas acostándose con Soon Yi, una de las hijas adoptivas de la actriz, que tenía entre 20 años. Aquí podemos ver otra diferencia con Francia: Carla Bruni vivía con el editor Jean Paul Enthoven antes de enamorarse de su hijo, Raphael Enthoven, casado a su vez con Justine Levy. Enthoven Jr. es el padre del primer hijo de Carla Bruni, que poco después se convirtió en primera dama.) Ya entonces, dos instituciones diferentes concluyeron que no había indicios para abrir un proceso penal. Hay algunos detalles que pueden servir para reforzar al menos la presunción de inocencia del director.

Como Natalie Portman, yo creo a Dylan, pero no de la misma manera: Dylan cree de verdad que su padre abusó de ella. Pero que ella lo recuerde no quiere decir que sucediera. En un texto publicado originalmente en The Paris Review, Claire Dereder se preguntaba “¿Qué hacer con el arte de hombres monstruosos?”. El silogismo base del texto es, más o menos, que como en Manhattan el personaje que encarna Allen tiene una relación con una menor de edad, Allen es un monstruo. Dereder no tiene los mismos reparos con todos los tipos de monstruos: por ejemplo, puede citar a Heidegger como argumento de autoridad sin que el filonazismo del filósofo, que además tuvo una relación amorosa con una alumna de 17 años, Hannah Arendt, le hagan cuestionarse qué hacer con el pensamiento de los monstruos.

La situación es alarmante pero no preocupante. La escritora Elvira Navarro se posicionó pronto contra los sectores autoproclamados feministas en exclusividad: ¿Nos estamos quitando de encima la tutela de los padres, maridos e hijos para soportar ahora la de otras mujeres? ¿No empieza a parecerse esto al control ejercido por las Tías en El cuento de la criada de Margaret Atwood? Por cierto que la propia Atwood dice en la introducción de la novela: “¿El cuento de la criada es una novela feminista? Si eso quiere decir un tratado ideológico en el que todas las mujeres son ángeles y/o están victimizadas en tal medida que han perdido la capacidad de elegir moralmente, no. Si quiere decir una novela en la que las mujeres son seres humanos -con toda la variedad de personalidades y comportamientos que eso implica- y además son interesantes e importantes y lo que les ocurre es crucial para el asunto, la estructura y la trama del libro… Entonces sí. En ese sentido, muchos libros son feministas”.

Navarro pedía que se considerara feministas también a Catherine Deneuve (por cierto, firmante del manifiesto de las 343, escrito por Simone de Beauvoir, en el que confesaban haber abortado exponiéndose así a penas de cárcel; la actriz publicó un texto en Libération explicando su posición con respecto al #MeToo) y a Atwood, que en un giro inesperado de los acontecimientos ha pasado de ser considerada la suma sacerdotisa del feminismo (precisamente por El cuento de la criada) a una traidora cómplice del patriarcado. Atwood firmó una carta defendiendo la presunción de inocencia –no la inocencia– de Steven Galloway, acusado de agresión sexual y declarado después inocente. En su texto, Atwood explica que el uso de la expresión “caza de brujas” se usa en el acepción que se refiere a procesos en que los acusados son culpables solo por el hecho de haber sido acusados. Las “buenas feministas” critican el uso de esa expresión: es apropiación ¿de género?, dicen, porque las brujas son mujeres. El macartismo también perseguía hombres.

El feminismo es importante: es luchar porque la mitad de la población mundial tenga las mismas oportunidades que la otra mitad. Como Caitlin Moran, creo que “el feminismo es algo demasiado importante como para dejarlo en manos de académicos”. Precisamente por eso, creo que Margaret Atwood tiene razón cuando escribe que “El momento #MeToo es un síntoma de un sistema legal roto. Con demasiada frecuencia, las instituciones, incluidas las estructuras corporativas, les negaron juicios justos a las mujeres y a otros denunciantes de abuso sexual, por lo que utilizaron una nueva herramienta: internet. Las estrellas cayeron del cielo. Esto ha sido muy efectivo y ha sido visto como una llamada de atención masiva. Pero, ¿qué sigue? El sistema legal puede arreglarse, o nuestra sociedad puede deshacerse de él. Las instituciones, las corporaciones y los lugares de trabajo pueden limpiar la casa, o pueden esperar que caigan más estrellas, y también muchos asteroides”.

(*) Escritora

© Letras Libres

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