domingo, 31 de diciembre de 2017

Grandes hipocresías nacionales

Por Gustavo González
Pregúntense esto: ¿qué cosas no estarían tan mal… si nadie se enterara de que las hicimos? Hoy, la diferencia esencial entre ser y parecer se encuentra con un terrible escollo, no filosófico sino tecnológico: el celular.

La imagen viralizada del DT de la Selección humillando a policías por hacer bien su trabajo, deja al desnudo no lo que Jorge Sampaoli dice que es, sino lo que es. O al menos lo que es cuando algo lo saca de su eje.

El “Boludo, ganás 100 pesos por mes, gil!” que le echó en cara a un agente que paró el auto en el que viajaban ocho pasajeros, se contrapone con sus habituales frases políticamente correctas, como ésta: “Cuando uno logra que en esta sociedad individualista haya compromiso a algo intangible, con humildad, permite que todos se junten. Da lo mismo el origen social o cultural”. En privado se reveló distinto: “¿Qué mirás gato, vigilante?”, le dijo a otro agente. Y cuando la policía detuvo a su preparador físico, que circulaba detrás de ellos, porque el control de alcoholemia le había dado positivo, agregó un rasgo autoritario: “¡Vos le devolvés ya el registro! Acá no le hacen más alcoholemia a nadie, son todos una porquería, basuras, gatos de mierda.”

El Sampaoli oficial no habla así y muestra un pasado de lucha contra el autoritarismo militar: “Yo era parte de un movimiento revolucionario, la Juventud Peronista, que fuimos perseguidos por exigir el fin de la dictadura”.

¿Cuántos miembros  o herederos de esa “juventud maravillosa” ratificaron su altruismo cuando llegaron al poder y tuvieron que optar entre robar o no? Las cárceles están pobladas de ex funcionarios que daban su vida por los más humildes y hoy nadie pone las manos en el fuego por su honestidad. Ni siquiera Cristina Kirchner.

Nada daría más tranquilidad que convencernos de que la corrupción es solo K. Lo podríamos creer si cerráramos bien los ojos para no ver el pasado ni el presente. Ni a nosotros mismos.

Autoengaño. El principal objetivo del hipócrita no es engañar a otros, sino a sí mismo. El último estudio de opinión pública de Latinobarómetro, el más serio a nivel regional, revela la profundidad del autoengaño.

Una de las preguntas indaga en si se denunciaría un acto de corrupción si se lo presenciara. Los argentinos están a la cabeza de los que responden que sí lo harían (91%). El problema es que las respuestas siguientes revelan que, en verdad, la tolerancia del argentino con la corrupción es muy alta.

El 41% piensa que se puede sobornar a un policía, el 40% a un funcionario y el 36% a un juez. Un alto porcentaje está seguro de que los demás son corruptos: los legisladores (el 46% piensa que lo son), los empleados públicos (28%), la policía (46%) y los empresarios (38%). Un 19% también cree que los líderes religiosos son corruptos. Si esa percepción que los argentinos tienen de otros argentinos fuera cierta, son millones de corruptos, entre policías, jueces, empresarios, legisladores, funcionarios, empleados públicos, religiosos. Además, como en todo acto de corrupción hay dos partes, habría que sumar a otros millones que ante la ley también serían corruptos.

De hecho, cuando se interroga sobre si el propio entrevistado tuvo actitudes corruptas, las respuestas confirman esa sospecha. Por ejemplo, al preguntar si en los últimos doce meses se pagó alguna forma de soborno (dinero, regalos, favores) para obtener un beneficio, el 25% acepta haberlo hecho frente a un policía. Porcentajes similares se repiten entre los que pagaron de alguna forma para facilitar trámites en Tribunales, entidades educativas, de salud o para obtener algún documento.

Más: el 21% está seguro de que sus vecinos compran objetos robados y el 33% dice que le ofrecieron esos objetos. El 34% responde que es “aceptable” algún grado de corrupción (el “roba, pero hacen”). Ese porcentaje representa a 10 millones de argentinos. Los resultados se ajustan a lo que Chomsky define como hipocresía: “La negativa a aplicar en nosotros los mismos valores que aplicamos en otros”.

Maldonado sí, Nahuel no. La semana pasada se cumplió un mes de la muerte del mapuche Rafael Nahuel. Casi nadie lo recordó. Fue en medio de un supuesto enfrentamiento entre mapuches y Prefectura. Hasta donde avanzó la investigación, los mapuches habrían desoído la orden judicial de desalojar terrenos ocupados arrojando piedras, lanzas, palos. Los prefectos usaron sus armas reglamentarias. Nahuel murió con un balazo proveniente de una de ellas, por la espalda.

Antes de su muerte, el líder qom Félix Díaz le había dicho a Noticias que “si Maldonado fuera indígena, lo ignorarían”. Por su desaparición y la posterior comprobación de su muerte, marcharon cientos de miles de personas en todo el país y los medios cubrieron ampliamente los hechos. Por la de Nahuel, no. En la última edición de la revista, volvieron a entrevistar a Díaz: “Si nosotros convocamos a una marcha, apenas juntamos 500 o  mil personas”.

¿Por qué una persona que resultó ahogada en circunstancias que la Justicia aún debe dilucidar generó una conmoción incomparablemente mayor que la de alguien que está probado que murió con un disparo por la espalda? ¿Será como dice el líder qom? ¿Tenemos un doble estándar moral para diferenciar a un artesano de clase media de un mapuche de origen?

Aristóteles sostenía que no se puede ser y no ser algo al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. No podemos indignarnos por una muerte supuestamente injusta y no indignarnos por otra muerte que se supone tanto o más injusta. ¿O sí podemos?

Cuando el jefe de Gabinete habla en privado sobre el accionar de las fuerzas de seguridad, también habla de la hipocresía social de exigirle a sus miembros cualidades y perfecciones que otros argentinos no tienen. “Si entre los periodistas, los políticos, los empresarios, los médicos hay profesionales que actúan mal, es hipócrita rasgarse las vestiduras porque algunos policías no tienen conductas ideales”. Marcos Peña habla de años de destrato del Estado sobre la formación de esas fuerzas y compara con policías de países desarrollados en donde sus miembros ganan bien y poseen título universitario.

Los argentinos decidimos pagarle 15 mil pesos a un policía para que se quede solo en una esquina a enfrentar el delito, y nos sorprende que pida una pizza gratis.

Sturzenegger, el autárquico. La hipocresía nacional no tiene dueño. El pasado jueves Peña brindó una conferencia junto a los ministros Dujovne y Caputo. Lo raro fue que al lado estuviera Federico Sturzenegger, el presidente de una entidad autárquica como es el Banco Central. No fue presentado así, pero lo que sucedió fue que el Gobierno instruyó al Central a manejarse con los indicadores económicos que fija el poder político. Sturzenegger ya no es tan autárquico, ni independiente. 

El propio Dujovne pregonó que respalda “la necesidad de un Central que debería funcionar totalmente independiente”. Será para más adelante.

Al final, Sturzenegger recomendó que “los argentinos deben pensar en pesos”. Estará por tomar una decisión sobre sus ahorros, ya que posee en dólares en el exterior el equivalente a 13 millones de pesos. Y Dujovne argumentó que “el dólar va a dejar de ser un tema para los argentinos”. El 88% de su patrimonio está afuera del país, incluyendo el equivalente en dólares a 55 millones de pesos. Se cree que la palabra hipocresía provendría del griego y significaría algo así como “responder con máscaras”. Puede ser que esas máscaras faciliten la convivencia con el otro y con nosotros mismos, aunque siempre se trata de una cuestión de grados.

La hipocresía no es un invento argentino, pero su exageración quizás sí. Lo trucho es un argentinismo que la Real Academia aceptó incluir en su diccionario como noción de falso o fraudulento.

Nadie dice que con la suma de nuestras hipocresías hayamos construido un país trucho. Pero sí que seguimos trabajando duro para lograrlo.

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