domingo, 1 de octubre de 2017

La batalla que no somos capaces de dar

Por Jorge Fernández Díaz
"Ustedes podrían ser campeones mundiales en el Lanzamiento del martillo -me punzaba irónicamente mi padre-. Porque aquí hay muchos expertos en arrojar lo más lejos posible cualquier herramienta". Para los viejos inmigrantes -aquellos que habían dejado la piel y trabajaban de sol a sol- algunas renuencias, pasividades, facilismos y holgazanerías del argentino moderno eran inconcebibles: las naciones se levantaban con "sangre, sudor y lágrimas" y el insulto más grave que te podían endilgar era ser "vago". 

Sus razonamientos, a veces despectivos y sarcásticos, entrañaban una justificación y a la vez una injusticia: fruto de las distintas guerras europeas y otros desastres, aquellos inmigrantes no concebían el crecimiento de una república más que como el resultado del afán y el sacrificio, y solían olvidar que millones de argentinos tomaban hasta tres colectivos para llegar a sus trabajos; todavía lo hacen, ganan una miseria y, aun así, muchos de ellos también reivindican la ética del empeño y la laboriosidad. Ese último olvido no borra, sin embargo, que décadas de populismo fueron carcomiendo la cultura del trabajo, que el clientelismo estatal prohijó una cierta inacción con coartada pobrista en algunos sectores bajos, que el esfuerzo tiene hoy mala prensa en determinados segmentos medios y que, como sugiere el sociólogo italiano Loris Zanatta, a muchos progres de la pequeña burguesía la innovación les parece enemiga del empleo y la prosperidad, directamente un pecado. Esos razonamientos implican, por otra parte, un claro analfabetismo ideológico: la alta productividad no es privativa de la "derecha"; siempre ha sido un fuerte imperativo del socialismo real.

La gesta inmigrante, tan combatida silenciosamente por nuestros nacionalismos, también está en el genoma de la argentinidad y puede seguir siendo inspiradora. ¿Qué hubieran dicho mi padre y sus camaradas al ver en televisión a un grupo de jovencitos sobrealimentados y cebados por sus progenitores poniendo el grito en el cielo ante la necesidad de hacer pasantías? La puesta en escena de esos muchachos era tan dramática que parecían estar aludiendo al trabajo esclavo en las mazmorras del colonialismo o espantados por tener que pasar una temporada infernal en la Legión Extranjera; las palabras "explotación" y "precarizar" se les caían de la boca como un chupetín remordido y amargo. En mis cuarenta años de vida laboral, no he conocido a ninguna persona verdaderamente destacada que se haya limitado a trabajar a reglamento, o que no haya incluso "pagado" por aprender, es decir: quedarse después de hora, robarle tiempo al ocio para conocer los secretos del oficio, meterle pasión ad honorem a la tarea y considerar esa oportunidad como un enorme privilegio.

Según Miguel Espeche, el nuevo discurso adolescente es resultado de una educación familiar y escolar donde se les enseña muchísimo sobre sus derechos y muy poco sobre sus obligaciones; donde se les inculca que todo poder resulta necesariamente perverso, toda ley o regla se vuelve injusta, y todo ejercicio de la autoridad implica autoritarismo. El psicoterapeuta recuerda una patética reunión de fin de curso donde los padres les escribían a sus hijos y les pedían perdón lacrimógeno por haberlos traído a este mundo. La orfandad que esos adultos infligen inconscientemente a sus hijos tiene un resultado paradójico: los chicos temen a ese "mundo terrible", no saben cómo insertarse en él, se vuelven reactivos, dibujan un relato estereotipado donde la realidad no importa y pasan a engrosar la vociferante pero infantil grey contestataria. No se trata, por supuesto, de una rebelión sana y consistente, sino esencialmente de una escaramuza verbal, quejosa y frívola.

El populismo alentó, en paralelo, la mediocre idea según la cual solo valía el mero presente. La inflación no asumida calcinaba el valor de los billetes y había que sacárselos de encima: consumo rápido y coyuntural, sin ahorro, expectativas responsables ni futuro. Muchos hijos de la clase media canjearon el proyecto de la casa propia por vivir "experiencias"; sin tener la retaguardia asegurada, y en ocasiones sin contar con el puesto estable ni la vocación definida, se dedicaron a viajar despreocupadamente. Luego regresaban a base con resentimiento y se quejaban porque no contaban con las chances laborales ni habitacionales que "merecían". La cigarra vencía a la hormiga, pero después protestaba por su suerte.

Guillermo Oliveto, el mayor especialista en consumo, escribió hace unos años un ensayo en el que postulaba la importancia de "cambiar el chip" de la sociedad si se pretendía encender el desarrollo. Hoy Oliveto registra en sus estudios de campo una mutación embrionaria pero significativa: el consumidor está buscando, por primera vez en décadas, un equilibrio razonable entre el disfrute y el esfuerzo; comienza a permear la recuperación de la cultura del trabajo. Y existe un elemento fáctico notable: la explosión de los créditos hipotecarios, que resultan beneficios ordenadores, puesto que obligan a consolidar un trabajo duradero, asentarse, planificar, y sobre todo ser capaces de postergar el consumo instantáneo en virtud del largo plazo.

La transgresión impune y sistemática, la evasión consentida, la indiferencia frente a las mafias, la religión del atajo, la apología de la dejadez, la demagogia del caciquismo, los prejuicios aldeanos frente al progreso capitalista, el desprecio por los fundamentos republicanos, el chantaje de lo políticamente correcto, el repudio a la moneda, la permanente demolición institucional y una antología macroeconómica que condensó sucesivas devaluaciones a traición, hiperinflaciones, depresiones, defaults, cepos, confiscaciones, extravagancias y extravíos tuvieron el efecto de una guerra en cámara lenta: si comparamos la Argentina de los años 60 con la actual, cifra a cifra y foto a foto, veremos el nivel de devastación que hemos permitido. Alemania y Japón se sobrepusieron a sus respectivas debacles de la Segunda Guerra Mundial con una combinación de condiciones racionales dictadas desde arriba y una respuesta vigorosa generada desde abajo, y que al menos en su intensidad recuerda a nuestra antigua fibra inmigrante. El Estado pone los rieles, pero la sociedad empuja el tren. Para que esto funcione, tal vez sea necesario aceptar que tocamos fondo, que nos equivocamos, que compramos buzones y que fracasamos de manera calamitosa: no somos lo que creíamos ser; alguna vez peleamos la punta, pero hoy estamos peleando el descenso. Sin esa asimilación de la derrota, es difícil conseguir el espíritu de superación de la posguerra. Y entonces, siempre una reactivación ocasional será sólo el capítulo de una larga novela de sobresaltos y frustraciones.

Quizá sea necesario desandar el laberinto y volver a la encrucijada donde erramos la salida y extraviamos el rumbo, para recuperar justo allí los viejos valores, y para ponerlos a tono con la sociedad del conocimiento y la revolución tecnológica. Un país donde conjugar la tenacidad con la dicha, y donde se supere incluso el efecto indeseado de toda inmigración: aquellas generaciones sacrificadas y entrañables crearon sin querer una especie de individualismo inarticulado. Aquí se necesita lo que Juan Llach llama una "productividad inclusiva", que recomponga el tejido colectivo y nos saque del estancamiento estructural. Pero eso no se conseguirá sin aquel fuego sagrado que alguna vez heredamos, y luego tristemente perdimos.

© La Nación

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