domingo, 8 de octubre de 2017

El regreso del nacionalismo

Por James Neilson
Por un extremo están los partidarios a ultranza de la globalización, cosmopolitas que sueñan con un mundo sin fronteras en que todos convivirían en un clima un tanto empalagoso de respeto mutuo sin preocuparse en absoluto por las diferencias culturales. Por el otro extremo se encuentran aquellos nacionalistas combativos que quieren que por lo menos su propio terruño sea soberano y lo más libre posible de siniestros efluvios foráneos. 

Se trata de exageraciones caricaturescas, claro está, ya que escasean los plenamente comprometidos con una de las alternativas así resumidas, pero el conflicto entre ellas está detrás de buena parte de lo que está sucediendo en el tablero mundial.

Hasta hace muy poco, los globalizadores parecían tener el triunfo asegurado. En todas las grandes metrópolis se consolidaba el consenso de que los problemas actuales, en especial los planteados por el cambio climático, las epidemias de enfermedades exóticas, las distorsiones económicas y la creciente proliferación nuclear, eran tan graves que para enfrentarlos todos los países, incluyendo a los más grandes, tendrían que ceder trozos de soberanía cada vez mayores a lo que sería una versión fortificada de la ONU.

Pero aunque sigue avanzando la globalización, potenciada como está por la Internet, los mercados financieros y una multitud de fenómenos afines, también está cobrando fuerza la resistencia de los resueltos a frenarla. Ya no es cuestión sólo de las quejas de pequeños grupos de contestatarios amigos de las teorías conspirativas. Tampoco lo es de la furia de islamistas que desdeñan un orden que les es radicalmente ajeno; a su manera, ellos también están luchando por un mundo sin fronteras, si bien uno que sería muy diferente del previsto por quienes creen que el libre comercio beneficiaría a todos.

Para perplejidad e indignación de los convencidos de que es absurdo intentar oponerse a lo que toman por inevitable, en el Reino Unido y Estados Unidos, países que antes militaban en la vanguardia globalizadora, el nacionalismo logró desplazar del poder a los convencidos de que había llegado la hora de derribar las barreras, de ahí el Brexit y la elección de Donald Trump. Fuera del mundo anglosajón que, para muchos, aún encarna la globalización que, al fin y al cabo, se expresa en inglés, pocos días pasan sin que otros rebeldes se alcen en defensa de las particularidades locales.

Como acaban de recordarnos los separatistas catalanes, el nacionalismo suele inspirarse más en factores culturales que en los meramente materiales. Son reacios a permitir que lo que creen suyo se diluya en un conglomerado mayor. El credo con el que se identifican debe más a la obra de poetas que a los argumentos sin duda sesudos esgrimidos por economistas.

En su caso y aquel de muchos otros en Europa y el resto del mundo, el independentismo siempre ha estado íntimamente vinculado con la defensa de un idioma que, felizmente para los andaluces y otros españoles o latinoamericanos que se han afincado en Cataluña, es un pariente cercano del castellano. Es por tal motivo que los más fervorosos han reaccionado con indiferencia frente a quienes les advierten que el eventual éxito de la campaña secesionista reduciría drásticamente sus ingresos. Para ellos, el dinero siempre ha sido lo de menos.

Huelga decir que, lo mismo que todos los demás nacionalistas, los catalanes pueden aludir a una cantidad impresionante de crímenes perpetrados contra ellos por los precursores de quienes dominan el conjunto del que su patria aún forma parte. Ya han agregado a una lista muy larga los cometidos últimamente por el gobierno de Mariano Rajoy a fin de frustrar el referéndum independista que se improvisó; la conducta brutal de los policías y guardias civiles que envió a Cataluña para desbaratarlo proporcionó a los separatistas más atropellos memorables que podrían resultar decisivos en la lucha por la independencia.

De acuerdo común, a Rajoy le hubiera convenido mucho más dejar que los catalanes votaran con la esperanza de que, lo mismo que los escoceses tres años atrás, optaran por conservar el statu quo, pero, desgraciadamente para él, no hubo una solución sencilla para el dilema que enfrentó puesto que brindar una impresión de debilidad también pudo resultar contraproducente.

Por ahora Rajoy cuenta con el apoyo de quienes mandan en la Unión Europea aunque, pensándolo bien, los funcionarios no elegidos que mandan en Bruselas se verían beneficiados por la eventual fragmentación de los países principales del “superestado” que están procurando plasmar porque les supondría más poder de lo que ya tienen.

Para más señas, tanto los separatistas catalanes como sus homólogos escoceses y otros se han acostumbrado a subrayar su propio entusiasmo por el “proyecto europeo”, de tal modo asegurando a sus simpatizantes de que no son aislacionistas que fantasean con regresar a un medioevo imaginario que según ellos existía antes de conformarse los estados nacionales actuales sino que, por el contrario, son tan modernos como el que más.

De todos modos, justo cuando los eurócratas y sus aliados progresistas en otras latitudes cantaban victoria en la campaña cultural que desde fines de la Segunda Guerra Mundial están librando contra el nacionalismo que, según ellos, estuvo en la raíz de las catástrofes más sanguinarias del siglo pasado, el monstruo que creía bien muerto resucitó. Pudo recobrar vida porque, mal que les pese a quienes lo tratan como un anacronismo infame, el estado nacional es la única modalidad sociopolítica que, además de ser compatible con la democracia, cierto pluralismo y un grado importante de libertad personal, ofrece a casi todos la sensación de pertenencia que necesitan. No es un detalle menor: el malestar, para no decir angustia, que tantos sienten en un mundo que les parece más ajeno por momentos es una consecuencia previsible del derrumbe de las comunidades en que se criaron.

Siempre y cuando el poder no se vea concentrado en las manos de xenófobos de instintos totalitarios que exigen uniformidad, el “estado nación” ha resultado ser lo bastante flexible como para brindar a cada uno un espacio en que buscar su propio destino. Puede que no sea perfecto, pero es claramente mejor que los demás esquemas, por lo común imperialistas, que a través de los milenios se han probado. No es una casualidad que hoy en día el mundo entero se ve dividido entre estados nacionales, si bien algunos son en verdad imperios porque incluyen a pueblos que no sienten lealtad hacia las autoridades centrales.

Así y todo, en virtualmente todos los países del Occidente, el nacionalismo tiene mala prensa. A veces parecería que, a ojos de los referentes culturales más prestigiosos de Europa y América del Norte, los que confiesan que preferirían vivir entre quienes comparten el mismo idioma y respetan las mismas tradiciones, son “racistas” y “ultraderechistas”, cuando no “fascistas”. En Suecia, dirigentes políticos de la centroizquierda se han habituado a afirmar que, por no poseer su propio país nada digno de calificarse de una cultura nacional, le correspondería llenar el vacío con aportes masivos procedentes del Oriente Medio. En opinión de representantes de la influyente ala progresista del establishment cultural occidental, cualquier manifestación de orgullo nacional es síntoma de atavismo.

Muchos catalanes – antes de la represión de la semana pasada, no era cuestión de una mayoría–, creen figurar entre los injustamente privados del derecho a la autodeterminación. Aunque a partir de la muerte del dictador Francisco Franco, el gobierno en Madrid ha intentado apaciguarlos dándoles un grado notable de autonomía, sus esfuerzos en tal sentido no han sido suficientes. Si bien la solución menos mala para el conflicto que sigue agravándose y que entraña el riesgo de volverse tan violento como aquel que tanto sufrimiento causó en el País Vasco sería un “divorcio de terciopelo” equiparable con el celebrado en la antigua Checoslovaquia y el que, en teoría por lo menos, un día podría resultar en la independencia de Escocia, a esta altura parece nula la posibilidad de que las autoridades españolas acepten un arreglo de tal tipo. Para quienes se aferran a la unidad nacional, sería una derrota sin atenuantes.

El problema provocado por el a veces mezquino nacionalismo catalán es menor en comparación con el planteado por los kurdos que sí tienen buenos motivos para querer formar su propio estado pero que, a diferencia de los independentistas europeos, viven en un vecindario que no se destaca por la tolerancia. Aun cuando consiguieran separarse de Irak, los kurdos tendrían que afrontar la furia de un régimen rabiosamente nacionalista, el turco, que está dispuesto a tratarlos con la misma ferocidad que en el pasado no muy lejano emplearon sus antecesores contra los armenios y griegos, además de la hostilidad de iraníes y árabes sirios que no querrían que sus “propios” kurdos emularan a sus compatriotas de Irak. Es tan intenso el temor a lo que podría suceder si por fin los aproximadamente cincuenta millones de kurdos pusieran en marcha la construcción de un Estado independiente que Israel es el único miembro de la ONU que apoya sus esfuerzos, si bien en todos los países occidentales hay muchos que quisieran prestarles ayuda.

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