lunes, 4 de septiembre de 2017

El capitán Kamiros

Por Arturo Pérez-Reverte
Nunca supe cómo se llamaba de verdad. Cuando el 2 de julio de 1982 pregunté por su barco en Larnaca, Chipre, lo llamaron capitán Kamiros. Muchos años después, en La carta esférica, le cambié el nombre por capitán Raufoss, pero a mí me lo presentaron como Kamiros. Que tal vez tampoco era su verdadero nombre. El capitán Kamiros era un griego bajito y pulcro, de mediana edad, hombros anchos, con el pelo rizado muy escaso y un frondoso bigote negro. Llevaba camisas caqui muy bien planchadas y fumaba a todas horas en una boquilla de ámbar.

Fui a verlo al puerto, en una oficina cochambrosa con moscas aplastadas en las paredes. Le dije que quería ir a Junieh, Líbano, porque el aeropuerto de Beirut estaba cerrado por los combates. «La marina israelí bloquea el mar», dijo. Le respondí que ya lo sabía, y también que él burlaba el bloqueo llevando contrabando. Y que también sabía que lo habían llamado por teléfono unos amigos comunes, para hablarle bien de mí. Estuvo mirando, impasible, cómo iba poniendo billetes de 20 dólares sobre la mesa. Al fin sonrió, se los metió doblados en un bolsillo y me ofreció un café.

Fue una noche muy larga. Salimos a media tarde en su barco, el Glaros, o al menos ése era el nombre que llevaba pintado, sospechosamente reciente, sobre el casco herrumbroso donde se adivinaban otros nombres anteriores. El Glaros era un pequeño mercante con el puente a popa y la cubierta corrida. La tripulación consistía en una docena de griegos e italianos, de los que el más inofensivo tenía cara de haber cumplido condena por matar a su madre. Me miraron mal, pero el capitán cambió unas palabras con ellos, repartí cigarrillos como si me sobraran, y al final hasta me dieron una chawarma fría para cenar y una taza de café turco espeso como el barro. No tenían camarotes para pasajeros, o al menos eso dijeron; así que me acomodé en cubierta, sobre el saco de dormir, usando mi reducido equipaje como almohada. Íbamos sin luces de navegación, pues las apagaron en cuanto quedó atrás la costa chipriota –«No smoke, no lights», me dijeron–, así que podían verse de maravilla las estrellas. Por suerte no hacía frío, pero al llegar la noche el relente empapó la cubierta y mis ropas. Yo tenía treinta y un años, estaba en buena forma. Pero aquellas cien millas no fueron un viaje cómodo.

Sobre las tres de la madrugada, el Glaros detuvo las máquinas y se quedó parado, balanceándose en la marejada. Al cabo de un rato subí al puente y pedí permiso para entrar. Las caras del capitán, su segundo y el timonel se veían débilmente iluminadas desde abajo por el radar y la luz suave de la bitácora. Kamiros escudriñaba la noche con los prismáticos. Me señaló un eco en la pantalla de radar y volvió a mirar por los Zeiss: «Una patrullera israelí, en el límite de las aguas libanesas», dijo. «¿Nos ven?», pregunté. «Pues claro –respondió–. Como nosotros a ellos. Pero aún estamos en aguas libres». Quise saber cuál era el siguiente paso, y dijo muy tranquilo: «Ser más pacientes que los israelíes y buscar otro agujero en la red». El resto de la escena lo describí diecisiete años después en La carta esférica: «Viró despacio, todo a estribor, avante poca y ni un cigarrillo encendido a bordo, para alejarse discretamente en la oscuridad».

Por la mañana, fondeados en Junieh, Kamiros se fumó conmigo un cigarrillo y me ofreció otra taza de café parecido al barro antes de hacerme, con mi cámara Pentax, una foto que aún conservo: sentado en cubierta, sobre mi petate de lona, con la ciudad al fondo. Quise hacerle una a él; pero no quiso, por razones obvias. Me despidió fumando en su boquilla de ámbar, recién afeitado y con la camisa impecablemente planchada, como si la noche no hubiera pasado por ella ni para él. Lejos, hacia Beirut, se alzaba una columna de humo. «Debe usted de estar loco», me dijo sonriente –no lo había visto sonreír desde los dólares del día anterior–. «Tampoco usted parece muy cuerdo, capitán», respondí, y se rió. Nos estrechamos la mano y descendí por la escala de gato hasta la lancha que aguardaba abajo.

No sé qué fue de él, ni del Glaros, si es que se siguió llamando así. Nunca volví a verlos. Pero cuando estoy en el mar y veo un mercante pequeño, de esos con nombre repintado y matrícula de conveniencia, no puedo evitar recordarlos, y reconocerlos. Pese a la tecnología, a los satélites, a cuanto las leyes terrestres inventan para controlar lo incontrolable del ser humano, el capitán Kamiros, su risa y su barco siguen navegando imperturbables, como desde hace siglos, por el viejo Mediterráneo. Buscando, siempre, agujeros en la red.

© XL Semanal

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