jueves, 10 de agosto de 2017

Las que lloran

Por Silvana Aiudi (*)

No hace falta conocer la teoría de J.L. Austin para saber que un o una hablante hace cosas con palabras. Se puede pensar, por ejemplo, en cualquier escenario o contexto en donde sólo el acto de decir tiene un efecto. Cuando Pedro Lemebel leyó “¿Qué harán con nosotros, compañero? ¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos con destino a un sidario cubano? ¿Nos meterán en algún tren de ninguna parte?”, la multitud miró desconcertada y no supo cómo interpretar el mensaje. 

Eran preguntas, fragmento de su célebre manifiesto, enunciadas en un acto de izquierda en la Santiago que se despedía de Pinochet en 1986. Entre el público se encontraba el Partido Comunista Chileno.

Por medio del lenguaje, Lemebel pensó aquel presente como irresuelto, hecho en las restas de la violencia, e intentó provocar un llamado, una reacción, irrumpiendo en un espacio público para denunciar. Lemebel era la voz de ese Otro, que ahora hablaba por sí mismo, que asumía la condena que las palabras encerraban para desactivarla.

Partiendo de la idea de que el lenguaje puede ser un escenario de opresión como así también de acción, es indudable el uso que hicieron de él los colectivos entendidos como minorías. Pensaron que la vulnerabilidad no era lo opuesto a la acción y que, por medio del lenguaje, se podía movilizar.  De esta manera, el vínculo entre lenguaje y género constituyó el centro de las discusiones, especialmente en la segunda ola feminista. El Feminismo impulsó una serie discursos que se transformaron pronto en actos de habla.

No se puede negar, así,  que en el último tiempo los grupos Feministas tomaron palabras condenatorias, instituidas como lenguaje ofensivo (puta, yegua, loca, torta), y las resignificaron para desinstalar la reprobación social. Lo mismo ocurrió con las consignas colectivas que entraron en el terreno del hacer: el “Ni una menos” convoca marchas multitudinarias, el “Miércoles Negro” hizo que las personas se solidarizaran con la causa vistiéndose de negro y que en varias escuelas se dedicara una jornada para concientizar sobre la violencia, el “Vivas nos queremos” provoca que masivamente se compartan en las redes sociales noticias sobre el tema. Las mujeres, habladas desde la moral y el discurso social, ahora toman la voz.

Es así cómo, en octubre del 2016, las escritoras Ángela Pradelli y Alejandra Correa  impulsaron una nueva consigna: ¿Por qué llora esa mujer? Se trata de un Proyecto Colectivo y Plataforma Cultural que lleva este nombre y rescata las voces de las mujeres  silenciadas, que no respetaron las normas de la masculinidad y fueron víctimas de violencia de género.

El proyecto surgió mientras Ángela Pradelli se encontraba en una beca en China: “Cuando se hizo la marcha de Ni una menos, por supuesto seguí todo muy de cerca por internet. Creo que fue esa distancia lo que me llevó a escribir en mi muro de FB una propuesta, algo así como: Escribamos las historias de las mujeres que padecen violencia en la Argentina, contemos, que circulen. La respuesta fue inmediata, muchas mujeres que querían hablar, contar sus horribles experiencias de violencia machista. Ale se sumó enseguida y fue especialmente valioso porque ella tiene mucha experiencia en proyectos colectivos.” Desde la pregunta ¿Por qué llora esa mujer?, Alejandra Correa piensa en la importancia de darle voz a la violencia y qué es lo que se puede sumar desde su oficio. El proyecto tiene en sus raíces la idea de que voz, escritura y militancia configuran los modos de intervención política.

Las historias que circulan por internet en el muro  Por qué llora esa mujer o en el blog (www.porquelloraesamujer.blogspot.com.ar) están basadas en la escucha de cada una de las víctimas o de algún familiar, en primera instancia, y luego, viene la escritura del testimonio. El escuchar a las mujers hace de este proyecto un acto humano: “Aún hay muchas situaciones en las que se desprecian los testimonios de las mujeres, un desprecio que está apoyado en los mismos estereotipos que funcionan desde siempre. Sucede, increíblemente, en todos los ámbitos. En las escuelas, donde esos clichés se fortalecen, en el ámbito judicial, en todas partes. Cómo se entiende que una mujer vaya a la Comisaría de la Mujer y no le quieran tomar la denuncia porque, le contestan, ya hizo varias. Cómo se entiende el destrato en los juzgados. Había que empezar por ahí, por hacer fuerte esa voz, oír a las mujeres contando sus historias de dolor y sufrimiento”, dice Ángela Pradelli y agrega: “La sociedad desconfía  del testimonio de la mujer, y más aún, cuando la violencia es innegable porque hay marcas en el cuerpo, testigos, etc. Buena parte de la sociedad le exige a la mujer el silencio, que oculte la violencia machista.”

Entendiendo al lenguaje como acción, no como sumisión y coerción, los testimonios encarnan el sufrimiento que el dolor oculta. Son las palabras de las víctimas o familiares de mujeres que ya no están, redactadas por escritores, periodistas o cualquier persona que quiera hacer llegar la voz. Tanto Ángela Pradelli como Alejandra Correa decidieron que el proyecto fuera colectivo porque “las voces son muchas”. También, tuvieron que ocuparse de la cuestión legal para cuidar a las mujeres. Así que algunos testimonios utilizan pseudónimos o se solicita un permiso que avale la publicación.

Los testimonios muestran de manera cruda, sin eufemismos ni re-victimizaciones, la violencia de género. Cuando las mujeres cuentan lo que callaron, se produce una vivencia entre el o la que la entrevista y ellas. Se cruzan miradas y una ve que, detrás de esos ojos, hay alguien que transmite el dolor del silencio. Alejandra Correa dice: “Suceden varias cosas a la vez: el miedo, la objetivación de la historia personal, el ver esa historia fuera de ella misma y que eso ya sea un camino para tomar una distancia (poder decir `esto me sucedió´ a diferencia de `esto es parte de mí´), el encontrar un hilo que la narre y a la vez la contenga, el ponerle palabras al dolor, todo lo que se sabe que cura paso a paso. Eso se vivencia en la entrevista, en la toma de testimonio. Cómo la palabra va buscando abrirse paso hacia la propia verdad de lo que pasó. Y otra cosa que me impresionó mucho fue empezar a entender la dimensión de la destrucción que genera un femicidio en una familia. Es como una explosión donde todas las certezas y las buenas intenciones sobre lo que es una familia, vuelan por el aire. Y a eso se le está prestando muy poca atención, creo.”

Suele suceder que no hay vínculos familiares entre la mujer violentada y el o la que escucha. Entonces, “se entablan diálogos de humanidad a humanidad, y por eso los hace profundos y esenciales.”. La mujer  no tiene como tarea fácil hacerse cargo del testimonio, de hablar: “Me ha pasado que se acercaron mujeres para contar su historia, pero en el camino se arrepienten, dudan, buscan algo que no es lo que podemos brindarles. Por ejemplo, denunciar a un hombre violento con nombre y apellido para que se haga justicia cuando no hay proceso judicial de por medio y eso las expondría a un problema legal a ellas mismas, entre otras cuestiones. No es tan sencillo hacerse cargo de ese testimonio, llegar a la instancia de darlo, completar el proceso. Requiere de una predisposición y una comprensión sobre el poder de esa palabra que de alguna manera, se pone en escena.”

Las autoras presentaron el proyecto en la Feria del Libro en la mesa Voces ocultas y diversidades. Con respecto a esto, sostienen que lo más interesante del trabajo que están realizando es la dimensión del rescate de la oralidad. La recepción del público es la de comprender el dolor ajeno. “Es un proyecto colectivo, por eso nos interesa muchísimo que todos se sientan convocados, que se acerquen, que se contacten.”, dice Ángela Pradelli.

Lo interesante del proyecto es ese hacer con palabras. El decir es un acto político y performativo porque los testimonios hacen tomar conciencia del horror, de lo censurado. Si las palabras son silenciadas, si perdemos el sentido del horror, si nos acostumbramos al “otra vez”, “es normal”, “no hay nada que hacer”, “para qué tantas marchas si al final no pasa nada”, se establecen nuevas palabras, con nuevos significados y nuevas representaciones que traban nuestra aptitud de comprender lo que fue perdido, qué violencia fue infringida y el valor de las vidas humanas.

(*) Silvana Aiudi es docente en Castellano, Literatura y Latín. Es maestranda en Ciencias del Lenguaje en el ISP Dr. Joaquín V. González. Ha realizado colaboraciones periodísticas en diversos medios abordando temáticas vinculadas al feminismo.

© La Vanguardia

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