jueves, 13 de julio de 2017

Sólo la historia puede curar los males de la memoria

Por Luis Alberto Romero (*)
La Argentina padece por una enfermedad de memoria. Hay un pasado que duele, ubicado en los años setenta, cuyos efectos, proyectados al presente, se hacen más sensibles con el tiempo. Esta memoria traumática, que hoy está a flor de piel, agudiza otros conflictos y nos impide pensar para adelante, en momentos en que más necesidad tenemos de tomar decisiones y formular proyectos. 

La solución pasará a la larga por la política. Pero el saber histórico puede ayudar a sanar los males de la memoria.

No se trata simplemente de iluminar la memoria con la verdad. Los buenos historiadores, aunque buscan la verdad con rigor, saben que sus resultados serán siempre parciales, provisionales y controvertidos. Pueden descubrir la falsificación de los hechos; pero en cuanto a certezas explicativas, sólo pueden responder que las cosas son complejas. Tampoco les preocupa mucho la verdad a quienes construyen memorias, individuales o colectivas, pues están más interesados en definir identidades propias y ajenas. Las memorias se construyen con algunos recuerdos y muchos olvidos. Los recuerdos pasan por una suerte de fotoshoping, en el que los hechos resultan modificados, acomodados, matizados o coloreados. La verdad que puede aportar la historia les importa poco, y no está mal que así sea, pues en la construcción de su memoria cada uno se juega nada menos que el presente en que vive y el futuro proyectado.

La elaboración de memorias colectivas, como cualquier otro proceso social, siempre es conflictiva. Distintas voces compiten por moldear los recuerdos. La del Estado es la más poderosa; pero además dicen lo suyo las fuerzas políticas, los grupos corporativos, las minorías de activistas, los medios masivos y los intelectuales. El esfuerzo se justifica, pues quien impone una visión del pasado tiene una herramienta formidable para moldear el presente y construir el futuro. Para hacerlo apela a recursos argumentales que le hablan a la razón, pero sobre todo apunta a las emociones, los valores y hasta la estética, como descubrió a fines del siglo XIX Gustave Le Bon.

La memoria que hoy nos duele tiene que ver, precisamente, con la contraposición de distintas construcciones en conflicto. Su conformación es tan reciente que están a la vista los distintos momentos en los que, como en una fuga, fueron entrando las distintas voces.

La primera surgió desde la sociedad y contra el Estado: fueron los familiares de las víctimas de la dictadura militar. Su heroica acción fue fructífera, quizá porque su reclamo por el destino de las víctimas se fortaleció al encuadrarse en un relato mayor: la tradición liberal de los derechos humanos, que remonta al siglo XVII inglés y a la Revolución Francesa.

En 1983 esta construcción virtuosa fue uno de los fundamentos de la democracia institucional y plural y del Estado de Derecho. El Estado hizo suya la tarea de la memoria, mientras que las organizaciones de derechos humanos, que gozaban de estima social, comenzaron a tomar distancia. Con su entrada, la segunda voz estatal aportó dos definiciones políticas importantes: se trató de las "víctimas inocentes" de una historia comenzada en marzo de 1976, y no antes. Los ejemplares juicios a las juntas completaron esta virtuosa construcción política.

Las cosas cambiaron con la ley de obediencia debida de 1987 y los indultos de Menem. Desde la sociedad emergió una tercera voz, juvenil y activa, que cuestionó la interpretación de 1983. Las "víctimas inocentes" habían sido en realidad militantes revolucionarios; gradualmente recuperaron su memoria, su ejemplo, sus fines y hasta su táctica. Esta memoria militante repercutió sobre las organizaciones de derechos humanos, acentuando su veta intransigente. Desapareció el liberalismo y se dudó de la democracia. Las palabras se hicieron cada vez más violentas y se proyectaron en los escraches.

Con el kirchnerismo entró la cuarta voz, la de un Estado tonante. El gobierno cooptó las organizaciones, consagró la versión militante del pasado y la integró en una interpretación más amplia de la historia argentina, cuya matriz provenía del revisionismo histórico, hondamente arraigado en el sentido común. El Estado desplegó todos sus recursos para imponer un relato que enlazaba los derechos humanos con las luchas populares y el pensamiento nacional. Poco quedaba del liberalismo de 1983.

Quienes disentían no tenían una voz unánime. Reapareció la voz de la "familia militar", que legítimamente reclamó por sus propias víctimas, pero incluyó una reivindicación de la dictadura militar. Esto último era inadmisible para otros que también cuestionaban la nueva historia oficial y denunciaban sus distorsiones y facciosidad.

Desde 2016 el kirchnerismo, más activo luego de la derrota, montó alrededor de las "políticas de memoria" un eficaz bastión contra el nuevo gobierno. El debate sobre los "30.000 desaparecidos" y el reciente fallo de la Corte revelan que el tema ha vuelto a ser candente y que el kirchnerismo recluta impensados aliados entre quienes, creyendo defender la noble causa de 1983, llegan a tirar por la borda el liberalismo, el Estado de Derecho y los derechos humanos.

La discusión por el pasado se salió de madre y las pasiones bloquean los debates racionales. Aquí es donde la historia -la de los historiadores serios- puede hacer su aporte. Su papel no es el del juez. No consiste en establecer "la verdad" o la culpabilidad, sino en ampliar la perspectiva de las miradas y atemperar el maniqueísmo.

La investigación histórica puede reconstruir el crescendo de la violencia asesina de los últimos setenta años. Comenzó con palabras, siguió con intimidaciones callejeras y remató, sin solución de continuidad, con unos que apretaban el gatillo y otros que los vivaban o los miraban con naturalidad. Cada uno en su momento dio un empujón para acelerar la espiral de la violencia. La pregunta por quién fue el primero -"quien la empezó", como dicen los chicos- no tiene sentido. Todos hicimos algo en algún momento. A la vez, todos fuimos las víctimas.

Para el ojo de los historiadores, en esta historia larga y triste no hubo nadie que fuera totalmente bueno o completamente malo: los ángeles y los demonios son ajenos a la condición humana, en la que sólo se encuentra una gama infinita de grises. No se trata de negar las responsabilidades personales, sino de reconocer la parte de todos. Esta comprensión finalmente enriquece nuestros juicios morales, los matiza y nos permite retomar el diálogo con quienes, en el fondo, son nuestros compañeros de desventuras.

Los historiadores tienen el desafío de construir esa historia comprensiva, que permita analizar sin dolor el pasado que duele y separarlo un poco de las querellas presentes. Para eso tienen que trabajar como profesionales y no como militantes partisanos. No resolverán los problemas, pero ayudarán. Al final del camino, imagino algo que propuso Héctor Leis: un monumento conmemorativo que reúna, sin distinciones, a todas las víctimas de la violencia. Pues como Antígona, debemos enterrar a nuestros muertos para poder seguir adelante.

(*) Historiador

© La Nación

0 comments :

Publicar un comentario