domingo, 16 de julio de 2017

Comenzó el gran torneo del miedo y la hipocresía

Por Jorge Fernández Díaz
Aquella bala de goma que disparó la gendarmería kirchnerista contra los obreros de Lear alcanzó el brazo y la pantorrilla de Nicolás del Caño, pero parece que no responde al mismo material insensible que se utilizó durante este desalojo de Pepsico. Es que hay balas piadosas y balas malignas. Cuando pegamos nosotros, estamos haciendo justicia; cuando pegan los otros, están reprimiendo: que venga urgente Amnistía Internacional, porque aquí ya no hay quien viva, compañeros, esto es una dictadura y la cosa sólo cierra con garrotazos.

Fue el disparo de largada de la campaña electoral y el comienzo del gran torneo nacional de la hipocresía. Que involucra al oficialismo y a la oposición, a la izquierda y a la derecha. En este último redil sorprende la virulencia de algunos economistas ortodoxos, que no sin razones técnicas dibujan un panorama sombrío y a continuación le reclaman soluciones fulminantes y ajustes homéricos a un gobierno que sólo cuenta con un tercio de los diputados, un quinto de los senadores y apenas cinco de las veinticuatro administraciones provinciales. Luego de desahogarse en atendibles monólogos enfáticos, se les pregunta cómo creen que podrían realizarse de la noche a la mañana esos recortes multimillonarios que proponen, y entonces los licenciados hacen su gran aporte a la ciencia política: habría que encerrar a todos los dirigentes en una pieza y convencerlos de prepo, o conseguir cien patriotas que no les tengan miedo a los votos ni a la opinión pública. Podría agregarse el concurso de las Fuerzas Armadas, como se hacía en otros tiempos, porque para llevar a cabo tan tajantes sacrificios populares los cien patriotas y los dirigentes de la pieza van a necesitar tanques, aviones de combate y regimientos de infantería.

El Gobierno responde, a su vez, enrocado: el gradualismo fiscal genera gradualismo productivo, todo se lentifica, pero vamos por la buena senda y no pensamos movernos un centímetro después de octubre. El Presidente, sin embargo, ha revelado en la intimidad que en cuanto terminen los comicios impulsará un gran acuerdo para ejecutar una serie de reformas cruciales: "Si no las hacemos, estaremos en gravísimos problemas", cavila. El cristinismo y Cambiemos cruzarán, en los últimos metros, una mutua campaña del miedo: si gana Macri, se viene un ajustazo; si gana Cristina, asoma un crac. Como se ha dicho, ninguna de esas dos aseveraciones dramáticas será verdadera; tampoco completamente falsa. En el medio, Sergio Massa intentará mojar en los dos platos al mismo tiempo, presentándose como una vacuna contra la "insensibilidad" y contra el déficit: lo primero sale gratis; con respecto a lo segundo nadie recuerda un sólo proyecto suyo que no haya implicado engordar en vez de comprimir el alarmante gasto público. La demagogia es una droga dura. Y la oposición repudiará cualquier salida: si el ingeniero mantiene el déficit, es un irresponsable; si lo reduce, un salvaje neoliberal; si se endeuda para no hacer doler, un miserable cipayo; si fabrica billetes, un hiperinflacionario alfonsinista; si plancha el dólar, es un verdugo de la industria, y si lo pone alto, será un devaluador irredento.

En esta contienda de dobleces, resulta también irónico ver lo republicano que se vuelve de pronto el kirchnerismo cuando huele el perfume de su propia medicina. Gils Carbó asimiló a Macri con Maduro, el gran socio de Cristina Kirchner, y lo hizo en defensa de las mismas instituciones que los cristinistas se dedicaron con tesón a violar, puesto que las consideraban organizaciones reaccionarias del capitalismo. Los peronistas son todo lo autoritario que la sociedad les permite. Respetan la ley cuando no les queda más remedio. Y la democracia, sólo cuando triunfan; cuando pierden, hay que deslegitimar de manera urgente al ganador, puesto que seguramente ha acontecido una aberración histórica y se ha estafado al pueblo. Ernesto Laclau, teórico de todo este cachivache, propugnaba el chavismo para América latina, pero tenía la precaución de vivir en la capital del Imperio británico, al igual que su fiel discípulo Rafael Correa, que en lugar de retirarse a los paraísos de Venezuela o de Bolivia, ha resuelto radicarse ahora en Bélgica: populista, pero no gilipollas. La región, de todos modos, ya no es lo que era. Las excepcionales condiciones internacionales que sostuvieron el boom del populismo acabaron: es por eso que todos los jefes de Estado tienen baja imagen, y también que con apenas un 3% de aumento del PBI la Argentina podría liderar el grupo. Si lograra entre un 4 y un 5% para el año próximo, directamente sería la nación con mayor crecimiento del hemisferio sur, una modestia que marca el cambio de ciclo: la hora de las vacas flacas y la bonanza lerda.

El peronismo clásico participa de la hipocresía de un modo aún más soterrado: pone frenos al Ejecutivo en el Parlamento porque no quiere ceder espacios y porque no le agrada ni un poco un Lava Jato nacional. Después, sus dirigentes pasan por los despachos oficiales y les ruegan a los ministros: "¡Gánenle, por favor, a Cristina! Porque si no lo hacen, ella va a venir primero a por nosotros, a degüello y con cuchillo dentado". En las encuestas se nota todavía que se le teme menos al Presidente que a la Pasionaria del Calafate. Los barones del conurbano que apoyan a Unidad Ciudadana se excusan en privado: no es nada ideológico ni personal, sólo una cuestión táctica de pura supervivencia. Saben que el Gobierno no aplicará castigos: "¿Qué podemos hacerles? -se pregunta un alto funcionario-. ¿Dejar de asfaltarles las calles y las rutas, abandonar el programa de las cloacas? No vamos a hacerles nada de eso. Y ellos lo saben". En seis meses, el Ministerio del Interior lleva ejecutado más del 65% del presupuesto para obra pública, una velocidad de vértigo. Pero ese esfuerzo no borra el hecho de que el año pasado una parte importante del conurbano pauperizado perdió salario real y sintió la caída del consumo por la macroeconomía y por la merma del trabajo en negro. Allí barre para casa la arquitecta egipcia, que quiere nacionalizar la elección. María Eugenia Vidal buscará exactamente lo contrario, provincializar los comicios y hacerles piedra libre a Scioli y a Espinoza, que se esconden bajo las faldas de su antagonista y que son dos de las figuras clave de un sistema repudiado por las mayorías bonaerenses. No me aten las manos ni les restituyan el poder a los culpables, porque volverán los auténticos decadentes y toda esta lucha temeraria contra las mafias será en balde, dirá implícitamente Mariu. Los jurys avanzan contra los jueces corruptos, los fiscales se atreven contra los narcos, los contratistas cartelizados retroceden y los policías malos reculan (Vidal despidió a 5000 y metió presos a más de 400) a fuerza de investigaciones, declaraciones juradas y exámenes toxicológicos. Si cambia el viento, esta perestroika verdaderamente corre peligro: los mafiosos querrán regresar y entonces los valientes se volverán cobardes. En algunos sondeos cualitativos se compara a la gobernadora con una leona, que defiende con uñas y dientes a las crías. A Macri, en cambio, se lo ve como a un león: lidera la manada pero tira zarpazos que pueden lastimar. Hay matices significativos entre una y otra imagen. Y ahora se agrega a esa jungla una "leona herbívora", fiera agazapada que tiene predilección por las actuaciones sublimes y las degluciones impiadosas. La única ley que respeta la campaña es la ley de la selva.

© La Nación

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