martes, 21 de febrero de 2017

Cuando Cristina se esconde

Por Ernesto Tenembaum

César Milani, el jefe del Ejército designado por Cristina Fernández de Kirchner, ha sido detenido bajo sospecha de haber cometido crímenes de lesa humanidad. Eso quiere decir que un juez -más de uno, si se suma la imputación en una causa paralela-cree que existen serias sospechas de que Milani contribuyó al secuestro y la tortura de al menos dos detenidos, y a la desaparición de otro.

La ex presidenta ya había sido advertida de que eso era así por familiares de las víctimas, por programas periodísticos, por algunos de los pocos dirigentes de derechos humanos que mantuvieron su independencia en la última década, e incluso por un organismo de derechos humanos muy cercano a su Gobierno. Pero dejó a Milani en su puesto

Ahora que fue detenido, Cristina no dice nada. No pide disculpas, no defiende a su ex colaborador.

Nada.

Ella, que tuitea cada dos por tres, que habla hasta por los codos, que presume de su coraje, no explica nada.

Se esconde en el silencio.

El silencio, en su caso, es un método, una herramienta a la que suele apelar en determinadas circunstancias..

El miércoles se cumplen cinco años de la tragedia de Once. 52 trabajadores fallecieron en medio de los escombros de un accidente que podría haberse evitado si la ex presidente hubiera prestado atención a las infinitas advertencias de los organismos de control, o a las repetidas rebeliones de usuarios -por las que su ministro estrella, Aníbal Fernández, acusaba sin pruebas al Partido Obrero, a Pino Solanas, al Pollo Sobrero-, o a los informes de los medios de comunicación, que mostraban como se viajaba cada día. O si hubiera pedido que dejaran de robar, como era evidente para cualquiera que revisara los números.

El país estaba estremecido por las imágenes, los cuerpos inertes, los hierros retorcidos, las historias de las víctimas. Pero durante cinco larguísimos días, Cristina no dijo nada, no explicó nada.

Se escondió, otra vez, en el silencio.

Y cuando regresó de él, fue peor lo que se pudo ver. Vamos por todo, dijo desde una tribuna, cuando aun algunos cuerpos no habían recibido sepultura.

Los ejemplos no terminan ahí.

El 30 de diciembre de 2004, ocurrió uno de los episodios más terribles de la historia argentina. Una disco se había incendiado. Doscientos chicos murieron calcinados. Las bolsas negras con los cadáveres se apilaban en la vereda, mezcladas con los rostros desencajados, atónitos, shockeados de los familiares y de los amigos de los muertos, algunos de los cuales habían entrado y salido varias veces del local para rescatar a quienes pudieran. Néstor y Cristina estaban de vacaciones en Calafate. No solo no volvieron -hubiera sido un acto de piedad, eran los líderes de un país lastimado-, sino que tampoco compartieron un mensaje de luto desde su lugar en el mundo. Al regresar, Kirchner se mostró muy fastidiado, pero no con la organización del evento, o con su aliado, el jefe de Gobierno, sino con el periodismo, que había destacado su ausencia, su silencio.

Ese silencio es un método pero también responde a un patrón muy evidente, donde las víctimas que molestan son abandonadas y, a veces, maltratadas.

Esa crueldad es la peor cara del caso Milani y tal vez por eso Cristina no aparece. Cualquiera de los integrantes de las organizaciones de HIJOS debería hacerse una pregunta tan simple como humana: ¿qué hubieran sentido si el promovido a Jefe del Ejército hubiera sido aquel que ellos acusaban por haber asesinado a sus padres? Y si decidían denunciar la injusticia, ¿que hubieran sentido si sus compañeros los aislaban porque obedecían la orden de castigar el gesto de desobediencia? ¿qué hubiera dicho, por ejemplo, Juan Cabandié si le tocaba a él y no a otros?

Esas sencillas preguntas les habrían permitido entender el destrato y la humillación que estaban sufriendo otras víctimas, con tanto derecho al respeto como ellos. Pero las víctimas a veces, quizá con cierto derecho, también son crueles con otras víctimas. Porque había documentos, y había testimonios, pero, lo más doloroso, es que había víctimas que pedían Justicia. Marcela Brizuela, la mamá del soldado Ledo, era la presidente de Madres de Plaza de Mayo filial La Rioja. ¿Por qué la ofendieron así? ¿Por qué no le dieron explicaciones? ¿Por qué Hebe de Bonafini no le atendió más el teléfono? ¿Por qué Martin Sabbatella despidió del Afsca a su abogada, una militante de toda la vida? ¿Por qué nadie reaccionó ante la obscena foto entre Bonafini y Milani? ¿Cómo aceptaron todos sin chistar que uno de los principales colaboradores de CFK, Guillermo Moreno, se asociara con Milani, un acusado de torturar y desaparecer personas? ¿Tanta era la obediencia, la ceguera, que les impedía distanciarse de un sospechoso de haber torturado y secuestrado mientras acusaban a cualquier crítico del Gobierno de haber sido cómplice de la dictadura?

Hay un corazón helado detrás de todo esto.

O muchos.

Esos mismos criterios se aplicaron en la tragedia de Once, con agravantes, porque las víctimas abandonadas eran muchas más y la causa de la tragedia anidaba en el corazón mismo del Gobierno. No se trata de una mera opinión. El caso ya fue juzgado en tres niveles distintos de la Justicia. El fiscal de primera instancia fue Federico Delgado, uno de los investigadores más activos de los enjuagues de Mauricio Macri. Participaron jueces de distintos fueros y, a veces, enfrentados entre sí. Las condenas se conocieron apenas días después de la asunción de Macri. La conclusión fue unánime: la tragedia de Once fue producto de la corrupción en el más alto nivel.

Cristina no solo hizo silencio en esos días. No solo dijo vamos por todo el día que reapareció. No solo hizo chistes al inaugurar una estación ("terminemos rápido porque viene un tren y nos lleva puestos"). Sus colaboradores quisieron sobornar a los familiares: ofrecían, por ejemplo, pagar un pasaje para que un abuelo visitara la tumba de un nieto a cambio de una foto con un ministro. Y algunos de sus periodistas militantes intentaron que la tragedia cayera entera sobre el único trabajador involucrado en la cadena de responsabilidades. Otros agredían a los periodistas que, como tantas veces durante otros Gobiernos, visibilizaban la tragedia, no dejaban que se silenciara a las víctimas. El abogado que operó de manera evidente para que hubiera impunidad, Gregorio Dalbón, hoy es el abogado de Cristina.

Frente a la detención de Milani, silencio.

Frente a la tragedia de Once, silencio.

Esa cadena de silencios se disparó, por primera vez, luego de la tragedia de Cromañon, y excedió con creces a los Kirchner. Hasta Cromañon, ese sector social, ese colectivo que se suele denominar como “el progresismo” -actores, escritores, periodistas, intelectuales, dirigentes de derechos humanos- había acompañado sin fisuras a las víctimas de la dictadura, a las de la AMIA, de LAPA, a los padres de María Soledad Morales, a las del 20 de diciembre de 2001. Pero Cromañon era otra cosa porque la tragedia podía debilitar a ‘uno de los nuestros’, el jefe de Gobierno Aníbal Ibarra. Los muertos eran pobres, no eran militantes, y entonces sus familiares fueron aislados, marchaban muy solos. Empezaron a aparecer solicitadas, se realizaron actos, donde se los acusaba de querer producir un golpe de estado contra Ibarra.

-Y si esto le pasara a Macri -le pregunté en esos días a un amigo que firmaba esos textos-¿vos estarías con los familiares en Plaza de Mayo o denunciarías un golpe de estado contra Macri?

Mi amigo fue sincero:
-No, si esto le pasara a Macri yo estaría en la Plaza con los familiares.

Esa lógica es la que explica que a ese colectivo, Lopérfido o Gómez Centurión les produzcan más indignación que Milani. Si un extraño pronuncia una frase repugnante o, simplemente, cuestionable, se reacciona masivamente. Si uno propio es sospechoso de haber torturado, se calla, aunque la Jefa lo promueva al máximo cargo militar. Existe en esta lógica una sensibilidad selectiva muy obvia y autodenigrante. Eso se verá mañana, a las 8.30, en el trágico anden de Once, cuando, una vez más, pocos artistas acompañen a los familiares.

Así son las cosas.

Hay muertos -los propios-cuyo nombre bautiza rotondas, puentes, escuelas, comedores escolares, ciudades, villas, gimnasios, calles, caminos, centros culturales, unidades básicas.

Y hay otros muertos, los molestos muertos de los otros, que solo merecen silencio. Hay víctimas a las que se les reconoce esa categoría y otras a las que se humilla.

Es un método. Responde a un patrón.

Pero, sobre todo, revela la existencia de un corazón helado.

O de muchos.

© El Cronista

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