domingo, 8 de enero de 2017

La transición más traumática

Por James Neilson
La cultura política norteamericana está argentinizándose a un ritmo desconcertante. Ya se han ido los días felices en que el presidente electo y el saliente se esforzaban por brindar la impresión de estar dispuestos a anteponer el bien común a sus aspiraciones personales, como sucedió cuando George W. Bush se preparaba para entregar los símbolos del poder a Barack Obama.

Aunque es poco probable que, luego de ocho años en la Casa Blanca, Obama procure arruinar la inauguración de la gestión de su sucesor, como hizo Cristina, para extrañeza incluso de sus admiradores está aprovechando los días finales de su mandato para hacerle la vida mucho más difícil. Además de prohibir la extracción de gas y petróleo en alta mar con el pretexto de querer frenar el cambio climático y, mientras tanto, sabotear los planes energéticos de Donald Trump, Obama se las ha arreglado para pelearse con Rusia, echando de golpe a 35 diplomáticos, y con Israel, al impulsar entre bambalinas una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU en contra de los asentamientos ubicados en lugares en que, según los palestinos, ningún judío tiene derecho a vivir.

Por raro que parezca, Obama y el secretario de Estado John Kerry siguen aferrándose a la noción de que los asentamientos israelíes están detrás de todas las convulsiones violentísimas que están desgarrando el mundo musulmán. Trump y sus asesores no comparten tal punto de vista: a diferencia de Obama que, como otros mandatarios occidentales, insiste en que no hay vínculo alguno entre el terrorismo y la religión de la paz, creen que ha llegado la hora para hacer frente al desafío planteado por el islamismo militante.

Así pues, luego de criticar las “declaraciones incendiarias” formuladas en su contra por el ocupante actual de la Casa Blanca y quejarse de “los obstáculos” que está poniendo en su camino, Trump tuiteó: “No podemos seguir permitiendo que se trate a Israel con este desprecio y falta de respeto total. Solían ser grandes amigos de EE. UU., pero ya no. El principio del final fue aquel horrible acuerdo con Irán, ¡y ahora esto! Mantente fuerte, Israel, el 20 de enero se aproxima rápido”.

Pero no sólo se trata de la hostilidad mutua que sienten dos personajes de trayectoria y actitudes que son radicalmente distintas. En el mundillo político de Estados Unidos se ha abierto una grieta que es plenamente equiparable con la que durante años dividió familias y grupos de amigos en la Argentina pero que, por ser cuestión de una superpotencia, es mucho más preocupante. Sucede que los horrorizados por el triunfo de Trump en el colegio electoral aún no se han recuperado del pánico que se apoderaba de ellos al caer un estado tras otro en manos del magnate inmobiliario. ¿Cómo es posible – se preguntan – que tantos millones hayan votado por un sujeto tan esperpéntico, de ideas rudimentarias, repudiando así la hegemonía cultural del progresismo políticamente correcto?

Desde aquella madrugada espantosa en que se enteraron de que Hillary había perdido, los partidarios de lo que ya era el viejo orden están procurando deslegitimar la cada vez más cercana presidencia de Trump. Es su versión de “la resistencia” kirchnerista al terror desatado por el presidente Mauricio Macri. Manifestaciones callejeras del tipo al que estamos acostumbrados proliferaron en las ciudades mayormente “azules”; en Estados Unidos, los conservadores se tiñen de rojo. Aunque no prosperaron los intentos de reformar retrospectivamente el sistema electoral para que ganara Hillary en base a la mayoría popular que consiguió gracias a los californianos y neoyorquinos, o los de convencer a los delegados al colegio de que, para bien del mundo, deberían frustrar a quien había triunfado conforme a las reglas existentes, con la ayuda entusiasta de Obama se ha iniciado una campaña destinada a hacer pensar que un ejército de hackers rusos liderado por Vladimir Putin había logrado llenar las urnas de votos a favor de Trump difundiendo mentiras, de suerte que, pensándolo bien, su triunfo fue fraudulento.

Por lo demás, los reacios a tolerar la trasmutación de Trump en lo que sus compatriotas califican del “hombre más poderoso del mundo” dicen creer que los únicos que lo quieren son blancos ignorantes, fanáticos de las armas de fuego, racistas resentidos, sexistas, homófobos y otros seres igualmente deplorables, para usar el epíteto insultante que fue elegido por Hillary para enardecer a las bases demócratas. Si bien dicho estereotipo no refleja la verdad, ya que Trump contó con el respaldo de muchos graduados universitarios, mujeres, latinos y una franja significante de negros, parece haberse instalado definitivamente en el imaginario colectivo norteamericano y, merced a los clientes en otras partes del planeta de medios periodísticos influyentes como el New York Times y el canal televisivo CNN, en el mundial.

Los contrarios a Trump señalan que su eslogan favorito, “Hagamos grande a Estados Unidos otra vez”, es una simplificación burda. Tienen razón, pero lo mismo podría decirse de aquel de “esperanza y cambio” que fue empleado en su momento por Obama. Sea como fuere, no cabe duda de que le permitió al eventual ganador de la contienda presidencial conectarse con los muchos norteamericanos que sienten que su país está rodando cuesta abajo y que por lo tanto necesita un presidente vigoroso que esté dispuesto a tomar medidas drásticas. Pero, claro está, es una cosa hablar de la decadencia de una sociedad y otra muy diferente revertirla. Trump parece atribuir lo que ha ocurrido a la pérdida de fe de las “elites” en los valores de un pasado no tan lejano, valores que, a su juicio, deberían ser recuperados para que Estados Unidos pueda competir mejor contra rivales a su entender peligrosos como China que, según él, violan sistemáticamente todas las reglas internacionales.

Se trata de un credo conservador a la usanza norteamericana que se inspira en la nostalgia por una supuesta edad de oro reciente, pero no hay demasiados motivos para confiar en la eficacia de las soluciones propuestas: más proteccionismo, una mayor inversión en infraestructura, una menor presión impositiva y menos regulación gubernamental. Es que en Estados Unidos los populistas no son estatistas como sus equivalentes en otras latitudes; por el contrario, es tan feroz su oposición a la intervención estatal y todo cuanto implica que se asemejan a los anarquistas del siglo XIX.

Aunque Trump se vio beneficiado por el fracaso evidente de Obama en el Medio Oriente, sus propias ideas acerca del papel que debería desempeñar Estados Unidos en la región más explosiva del mundo difícilmente podrían ser más ambiguas. Por instinto, es aislacionista, pero se ha comprometido a aniquilar bien pronto el Estado Islámico y otras organizaciones afines y a defender a los cristianos que, abandonados a su suerte por lo que en el pasado que se aleja se llamaba la cristiandad, son víctimas del odio genocida de islamistas que están llevando a cabo un programa de limpieza religiosa sumamente brutal.

Ajuzgar por lo que Trump ha dicho en los meses últimos, se verá tentado a aliarse con Putin para poner fin al flagelo, pero antes tendría que separar al hombre fuerte ruso de sus amigos actuales, los ayatolás iraníes, algo que no le sería tan fácil como parece suponer. Y, como si todo esto fuera poco, Trump dice que hará lo necesario para impedir cuanto antes que Corea del Norte siga amenazando a Estados Unidos con los misiles nucleares que está desarrollando.

Por ser tantas las contradicciones de Trump, es natural que en el resto del mundo los gobiernos se sientan muy pero muy preocupados por lo que podría ocurrir cuando se haya mudado a la Casa Blanca. No les convendría del todo que la superpotencia siguiera batiéndose en retirada, trazando “líneas rojas” en la arena para entonces negarse a reaccionar cuando alguien como el dictador sirio Bashar al-Assad las cruce, pero tampoco les gustaría que Estados Unidos asumiera una postura mucho más agresiva. En el fondo, lo que quieren es que el simulacro de “normalidad” que reinaba durante los años de Obama se prolongara indefinidamente a pesar de que todos, virtualmente sin excepción, saben que se agotó hace tiempo. Bien que mal, Trump es producto de la confusión resultante.

La transición que está en marcha involucra mucho más que dos políticos tan diferentes como Obama y Trump, la alternancia ya rutinaria en el poder de demócratas y republicanos, o la eventual caída del imperio cultural y académico progresista que ha sido socavado por la “política de la identidad” que sus propios militantes fomentaron. Aunque ideas de origen occidental han conquistado el mundo entero, con la excepción tal vez pasajera de ciertos enclaves musulmanes, el Occidente mismo –es decir, Europa y los países que creó, entre ellos la Argentina, cuando su hegemonía era indiscutible–, se ha debilitado tanto anímicamente que ya no parece capaz de mantener un mínimo de orden internacional. No es aventurado suponer que el alzamiento, hasta ahora pacífico, de muchos millones de norteamericanos y europeos contra un “establishment” a su modo comprometido con un statu quo insostenible, se debe a la sensación de que el modelo occidental, a primera vista tan exitoso, ha fracasado, pero parecería que nadie tiene la menor idea de lo que podría hacerse para curarlo de sus muchos males.

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