viernes, 2 de diciembre de 2016

Entre el mito y la realidad

Por Julio María Sanguinetti (*)
Conocí a Fidel en 1959, el 26 de julio, durante la gran celebración revolucionaria que consolidaba su régimen, con el recuerdo del inicial asalto al cuartel Moncada, inicio de la revolución. Se hizo una imponente asamblea popular, con más de un millón de personas en la calle y una multitud de guajiros con sus machetes golpeándolos uno contra el otro mientras reverberaban sus brillos bajo el sol caribeño. 

Eran momentos muy tensos aún, porque una semana antes se había producido el golpe de palacio que depuso al presidente provisional Manuel Urrutia, el juez que durante la dictadura de Batista había exculpado a los guerrilleros fidelistas que iniciaban su revolución. Participamos luego de una polémica conferencia de prensa, pero hete aquí que lo encuentro en un ascensor del hotel Havana Hilton (todavía pernoctaba allí) y lo atropello con el tema del alejamiento de Urrutia como presidente, insospechable demócrata. Era pasada la medianoche y Fidel me lanzó una encendida defensa de su actitud en un pasillo, durante una hora y media en que apenas pude cortar su verborragia un par de veces con alguna mínima intervención.

Por entonces su discurso era liberal y el comunismo, todavía mala palabra. Tan liberal que en Montevideo hizo un encendido discurso apologético de la política uruguaya y hasta de su gobierno colegiado, paradigma de la despersonalización del poder frente al caudillismo latinoamericano, que condenaba sin timideces.

Poco después, él ya era un arquetípico caudillo latinoamericano y, dos años más tarde, se proclamaba marxista leninista, incorporándose a la Guerra Fría como satélite soviético. La crisis de los misiles rusos instalados en Cuba llevó al mundo casi hasta la guerra nuclear. Desde entonces, como él mismo dijo, intentó la revolución en todo el continente, salvo en México. La respuesta fue unas oleada de golpes de Estado que comenzaron en 1964 en Brasil y que durante dos décadas ensangrentarían nuestro continente con su trágica dialéctica.

Cincuenta y siete años después, Cuba ha sobrevivido por el apoyo soviético, primero, y, luego de su derrumbe, por el petróleo venezolano, que aún sostiene su precaria economía. También -y esto no se puede ignorar- por la mística que todavía posee una mitología revolucionaria asentada en el carisma de Fidel y el retrato del Che Guevara, con su barba y su romántica boina, devenida ícono de todas las rebeldías, cualquiera sea su signo.

Para nuestra generación, fue una gran esperanza. Tan grande como fue luego la desilusión, al devenir un régimen totalitario de partido único, último exponente de un sistema de ideas perimido. Esta suerte de extraño anacronismo no impedía que cada Cumbre Iberoamericana tuviera en Fidel el foco de todas las luminarias. Normalmente llegaba precedido del anuncio de algún conato siniestro contra él, en medio de un misterioso andamiaje de seguridad. Salvo esas cumbres, desde el gobierno de Allende, en 1971, nadie lo había invitado a una visita bilateral. Lo hice en 1995, al iniciarse nuestra segunda presidencia, aprovechando un momento de cierta distensión, que poco después se diluyó.

"Eres mi conservador predilecto", me dijo más de una vez, a lo que invariablemente le respondía preguntándole: "¿Yo conservador cuando tú has conservado el poder medio siglo?". De esos intercambios me quedó claro que con él no habría cambios en el régimen. Estaba obsesionado con no caer en una transición como la de Gorbachov en la URSS, a la que juzgaba un entierro de los principios socialistas.

La realidad muestra un país pobre, igualado hacia abajo, sin libertades mínimas y con una economía tan poco diversificada como en el comienzo de la revolución. Lo único novedoso, más allá del azúcar, el tabaco y el turismo, son las remesas que los cubanos que viven en los Estados Unidos envían a sus familiares. Acaso la educación popular sea su mayor logro, pero envasada en un adoctrinamiento masivo.

El mito, pese a todo, aún desborda la realidad de esa vida gris y monótona, sin espacio para el desarrollo individual. Sigue siendo políticamente correcto deslizar frases comprensivas para el fracaso del régimen. Socialistas, socialdemócratas e incluso liberales de todo el mundo, que hoy no aceptarían bajo concepto alguno un régimen como el cubano, lo han saludado con un respeto casi admirativo. La reverencia ante su omnipotencia caudillista y el romanticismo revolucionario, tan épicos frente a la diaria artesanía de la democracia, aún sigue fascinando. ¿Para qué la pobre realidad si podemos tener un hermoso mito...?

(*) Abogado, Historiador y Escritor. Fue dos veces presidente de Uruguay.

© La Nación

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