domingo, 6 de noviembre de 2016

¿Por qué no terminamos de arrancar?

Por Jorge Fernández Díaz
Hasta hace seis meses los analistas se dividían en dos grupos: los que aseveraban que a esta altura estallaba el país y los que aseguraban que estallaba el consumo. Lo único verdaderamente confirmado, por ahora, es que estallará el verano. Aunque octubre vino fresco, tirando a frío. En la intimidad del Gobierno existe una leve decepción: apostaban a que por estas fechas la economía ya había arrancado y marchaba a todo vapor, y ahora se consuelan con que la expectativa social sigue muy alta, principalmente abonada por el unánime augurio de crecimiento que proyectan las consultoras y por la verificación ciudadana del descenso inflacionario. 

Pero todos se hacen las mismas preguntas: ¿cuánto tardará en sentirse la reactivación y cuánto tardará la gente en cansarse de ser optimista?

Los "cerebros" del oficialismo no imaginaban que en el último trimestre se registrara un boom; tampoco que la inflación se desplomara de manera tan brusca. Con las planillas del Excel siguen mes a mes la conducta de la economía, y descubren que resulta un calco del derrotero posdevaluatorio del inefable señor Kicillof. La mayoría de los indicadores de agosto eran buenos, y eso hizo pensar a todo el mundo que por fin nos íbamos para arriba. Pero entonces llegó septiembre negro, sin razones del todo claras, y la dinámica se rompió. Objetivamente, el clima natural erosionó la cosecha y el clima político mancó a Brasil: las exportaciones argentinas están deprimidas, y el turismo de ida y vuelta no nos beneficia; ellos no vienen a gastar porque somos carísimos, y nosotros vamos a fumarles nuestros ahorros porque nos resulta barato. Más allá de estas variables, conceptualmente el consumo es rápido y la inversión es lenta, y Macri se inclinó por esta última estrategia y por un cambio competitivo sin licuación dramática del salario real, algo exótico y muy sacrificado. Aquel exitoso dólar Lavagna, que sacó a la Argentina del pozo, equivaldría hoy a 26 pesos. Ciertos industriales sueñan en secreto con esa megadevaluación, algo inviable desde todo punto de vista. Su letanía cíclica y constante recuerda que muchos de ellos conforman el gran clientelismo empresarial, consistente en recibir continuamente subsidios y ventajas para usufructuar en la coyuntura, pero nunca para desarrollarse de manera definitiva y virtuosa. Bien es cierto, sin embargo, que el atraso cambiario y los altos costos tributarios y laborales traban el despegue. Y que las pymes, con baja capacidad de reacción, acusaron la caída de la demanda, la suba de las tarifas y el encarecimiento del crédito. Las cosas como son.

El comportamiento empresario, en este nuevo ciclo, está lleno de matices y contradicciones. Por un lado, figura en la página del Ministerio de Economía que el sector privado anunció este año inversiones por 53.000 millones de dólares, pero se trata en muchos casos de intenciones a dos años o de fecha difusa. Es, no obstante, una cifra considerable, sobre todo si se la compara con la era kirchnerista. Profesionales independientes, que en base a la Cepal han estudiado la performance completa de Néstor y Cristina, encontraron un electroencefalograma más bien plano. A pesar del relato, la Argentina figuró en el catastrófico puesto 17 entre los veinte países latinoamericanos que atrajeron inversiones durante su década de gloria: le ganamos solamente a Guatemala, Paraguay y El Salvador, y estuvimos muy por debajo de todos los demás. Esta desmitificación se agrava por la dilapidación de los multimillonarios recursos del viento de cola, pero también porque el Estado suplió a la generación de empleo genuino y dejó una hipoteca difícil de remontar. Eso sí: le dieron irresponsablemente gas al consumo en el segundo y tercer trimestre del año pasado para ganar las elecciones a como diera lugar, y entonces cualquier comparación interanual con el presente resulta paupérrima, y además ese fenómeno artificial dejó en el mercado una cierta saciedad: ya compramos todo lo que pudimos con el festival de cuotas, nos estamos tomando un respiro. Muchos empresarios, en paralelo, llevaban cuatro años de marcha a media máquina, y por lo tanto tenían capacidad excedente: todavía no necesitan invertir ni tomar empleados para producir más. Para colmo, sus asesores financieros son más bien conservadores (a veces magnifican los hechos y se rasgan las vestiduras por cualquier número) y les recomiendan esperar a ver. En algo no se equivocan: es difícil establecer hoy cuáles serán exactamente los costos laborales del año próximo; también las tasas de interés y la rentabilidad posible. Ese consejo resulta confortable, porque hace juego con la clásica cobardía del capital. No existe de hecho un liderazgo empresarial que sacuda la estantería, asuma el momento con espíritu patriótico y guíe a la manada. Muchos de los hombres de negocios aumentaron excesivamente los precios al principio para cubrirse de la devaluación y de la eliminación de retenciones, factores que son siempre contractivos, y esa maniobra retrajo aún más el consumo. Hoy, los muchachos se sientan a ver cómo este gobierno no peronista hace equilibrio sobre el alambre, y se amparan en que antes de poner la tarasca (al decir de Cristina) primero deben comprobar si dentro de diez meses Cambiemos trastabilla en las urnas o sobrevive y lleva a cabo las reformas de fondo.

La crítica más razonable que se le realiza a la Casa Rosada es la tozudez con que siempre rechazó unificar el poder en un solo ministro de Economía capaz de presentarle a la sociedad un plan integral y balizar el camino. Quizás era difícil establecer esa táctica en medio de un reordenamiento macroeconómico colosal y sin mayorías parlamentarias. Pero un año después no resultaría desatinado revisar la convicción. El Gobierno es un hospital lleno de buenos especialistas, que aplican remedios racionales y específicos, pero ya el paciente necesita un buen médico general que ecualice toda la clínica, neutralice las contraindicaciones y se convierta en el referente indiscutido. El Presidente se negó durante once meses a ceder ese cetro, pero la verdad es que el administrador del hospital no puede a la vez conducir la terapia. Néstor Kirchner lo intentó, y los resultados no fueron buenos.

La verdadera vocación del ingeniero puede examinarse en la Ciudad: su gran truco consistió en endeudarse para hacer obras de infraestructura. Pero la historia argentina enseña que el consumo es lo único que garantizó la gobernabilidad. Sus críticos de la política hacen facilismo económico y esconden el dilema central: el país quedó tan destartalado que para no tomar deuda, habría que realizar un ajuste y una devaluación realmente salvajes, que los opositores tampoco apoyarían. Macri está comprando tiempo y anestesia. Si Trump ganara las elecciones del martes, la incertidumbre de los mercados le birlarían a Cambiemos la posibilidad de ese pulmotor, a pesar de la liquidez reinante. Pero por lo pronto, y a pesar de las penurias y peligros, la amenaza de los estallidos de fin de año parecen haberse atenuado un poco: el Gobierno está peor de lo que profetizaban sus exégetas, pero mucho mejor de lo que creían sus enemigos. Logró eludir un paro general, consiguió sacar setenta leyes y consensuar un Presupuesto, pudo articular políticas con los gobernadores y las organizaciones sociales, y de hecho sus rivales en el escenario electoral permanecen fragmentados y con chances bajas. Ahora veremos cómo estalla el verano. Si viene cálido o caliente.

© La Nación

0 comments :

Publicar un comentario