viernes, 26 de agosto de 2016

El calendario electoral condiciona los cambios

Por Natalio Botana
La confluencia de las tres transiciones que el país enfrenta se ha transformado en un caudaloso torrente. Cuando el año pasado el electorado resolvió cambiar el elenco gobernante, lo hizo bajo el supuesto de que la economía debía encarar un nuevo rumbo y la política debía salir de una encerrona hegemónica, desterrando de nuestras costumbres cívicas la corrupción y la apropiación patrimonialista del Estado.

Se trataba por tanto de lograr una mejora en la economía y en la política, y una apertura generosa hacia el horizonte de la ética pública. Dada la mala praxis que veníamos arrastrando, los tres proyectos tenían inevitablemente que enfrentar dos resistencias: de un lado, la de una herencia inficionada por una mezcla espuria de impulsos hegemónicos, subsidios para incentivar artificialmente el consumo y por el afán de robar; de otro, la resistencia proveniente del condicionamiento del tiempo electoral y de los plazos perentorios que los grupos sociales imponen a los gobernantes para satisfacer unas demandas acrecentadas por la inflación y el desempleo.

Este entrecruzamiento de las herencias recibidas con el tiempo de que dispone el Gobierno está marcando el paso de las decisiones y, por ende, de sus consecuencias. Los brevísimos intervalos electorales que estipulan la Constitución y las PASO que se dictaron posteriormente (cada dos años dobles o triples elecciones si son presidenciales) inducen a los gobernantes a tener obsesivamente presente el resultado posible de los comicios legislativos del año próximo. Por su parte, el ritmo intenso que imponen las PASO desde que se celebran en agosto influye de inmediato en la segunda vuelta en octubre y acicatea a las oposiciones para colocarse en la carrera presidencial de 2019.

Una sucesión electoral de este tipo achica la visión de largo plazo, con la cual habría que trabajar para consensuar políticas de Estado, y subordina las decisiones para afrontar una prueba que, según coligen los gobernantes, es crucial: si ganaran, el camino estaría abierto para la reelección; si perdieran, rondaría de nuevo sobre la escena el fantasma de la crisis de gobernabilidad.

Como se ve, los tiempos de la economía y los de la política son cortos. Si bien no soportamos un desbarajuste terminal como el de hace quince años, el tránsito de una economía subsidiada y dirigista hacia una economía más abierta y competitiva está plagado de dificultades institucionales. Conspiran contra la reforma los tiempos electorales y también las decisiones erróneas que no toman en cuenta la oportunidad de las medidas y las etapas a cumplir establecidas por las leyes y los reglamentos. En el caso de las tarifas del gas, la omisión de convocar asambleas públicas de carácter informativo y no vinculante fue uno de los argumentos centrales del reciente fallo revocatorio de la Corte Suprema de Justicia.

Esta manera de encarar las cosas no sólo se debe al hecho de sortear lo que las leyes postulan, sino también al ritmo que se desprende de la transición ética y judicial en que el país está empeñado. Los tiempos electorales y los económicos son en efecto vertiginosos; el tiempo judicial está, por el contrario, sujeto a una cadencia mucho más lenta, engorrosa y acaso desesperante para quienes sueñan con una pronta reparación de los daños derivados de conductas corruptas.

Estamos pues frente a una novedosa "judicialización" de la política que tiene al menos dos rasgos salientes. Si se la mira desde el ángulo de la protección de derechos presuntamente afectados, las decisiones públicas afrontan en todo momento suspensiones de sus efectos debido a medidas cautelares emanadas de jueces de primera instancia, luego confirmadas por la cámara respectiva y, en última instancia, por la Corte Suprema. Este juego no es inocente, porque en él intervienen actores políticos y judiciales, o pertenecientes a una ONG, que vuelcan en esos procesos intereses particulares e ideológicos. Ocurrió durante el kirchnerismo y se repite ahora.

Por otra parte, si observamos la judicialización desde el ángulo de las denuncias de corrupción, el impacto sobre la opinión es tan fuerte como contradictorio. Esto responde a la circunstancia de que el tiempo mediático en nuestro espacio público conlleva una aceleración que replican y expanden las redes sociales. Las denuncias que reflejan o producen los medios de comunicación son inmediatas con efectos en la opinión también inmediatos: revelan lo oculto, destapan cloacas malolientes y suelen poner contra la pared a jueces remisos a actuar.

Estas acciones nos colocan de cara a imperiosos reclamos que, por ejemplo, advierten acerca de la cruda privación de justicia que azota al tenebroso episodio de la muerte del fiscal Nisman. Merced a esta trama opaca, con complicidad en los estrados judiciales o sin ella, los tiempos de este poder de la Constitución corresponden a la imagen de una estructura pesada, parapetada tras privilegios fiscales, que camina despacio cuando marchamos a la velocidad de la comunicación y del deterioro diario de los bienes públicos.

Son reveladoras, en este sentido, las palabras que usan los comentaristas para describir estas situaciones tan comprometedoras de la vida, la libertad y la honra de las personas. A cada rato hablamos de laberinto o maraña judicial: un universo distante de lo cotidiano, embebido en denuncias, con interminables medidas procesales, querellas y contraquerellas que poco favorecen la eficiencia para llegar a un punto capaz de cerrar los procesos mediante sentencia firme.

¿Habrá que recordar que las denuncias de corrupción contra el ex vicepresidente Boudou se hicieron en sede mediática hace cuatro años y que recién el año próximo podría comenzar el juicio oral en sede judicial? La transición ética dispondrá de este modo de unos plazos bastante confortables para los presuntos corruptos que, inmersos en el tiempo corto de la política electoral, buscan obtener votos en otro campo más propicio que el de los estrados judiciales. Otra manera de entender el laberinto judicial.

En este contexto, la corrupción es objetivamente un actor delictivo y asimismo un instrumento que circula en el debate desde el suelo y el subsuelo de la política. En el primero están los que actúan en la superficie, a cara limpia; en el segundo, los que lo hacen desde la impunidad del secreto con la asistencia criminal de toda clase de mafias. De este modo, la corrupción deviene un arma de combate, apta para arrojar dudas sobre denuncias fraguadas o verdaderas y, de paso, encaminar la política hacia una batalla de todos contra todos.

El universo de los tribunales y el control del aparato de seguridad tienen mucho que ver con esto, porque mientras no se pongan en buen funcionamiento los mecanismos judiciales que desaten estos enlaces de denuncias cruzadas se seguirán erosionando las creencias en torno a la legitimidad de la república. A menudo apunto esta reflexión: las repúblicas decaen tanto por exceso de coacción como por defecto de sanción legítima.

Por estas y otras razones que sin duda podrían añadirse, el panorama que se abre en este tan mentado segundo semestre no es tan alentador como se suponía hace pocos meses y requiere de parte de la representación política, en el Congreso y en el Ejecutivo, un renovado esfuerzo de racionalidad constructiva para navegar entre estas acechanzas.

© La Nación

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