lunes, 11 de julio de 2016

El eterno retorno del cover

El saqueo de la música del pasado

Marilyn y Madonna
Por Rogelio Villarreal

Nunca antes en la historia se había escarbado tanto en el pasado reciente para extraer materiales que pudieran reciclarse con facilidad y venderse a las nuevas generaciones. El crecimiento exacerbado del mercado bien pudo haber ocasionado un agotamiento de la originalidad…

Si Nietzsche no hubiera muerto…

En La gaya ciencia, de 1882, Friedrich Nietzsche escribió que no son únicamente los acontecimientos los que se repetirán de manera exacta, sino también los pensamientos, los sentimientos y las ideas en una vuelta incesante: la teoría del eterno retorno, según la cual las personas que conocemos volverán a estar presentes, lo mismo que los animales, las plantas y las cosas; todo ello volverá con las mismas propiedades, en las mismas circunstancias y comportándose de la misma forma. Si la desconcertante teoría de Nietzsche es cierta, ésta podría estar materializándose en el mundo de la industria del entretenimiento —sobre todo en la música y el cine— desde hace varias décadas.

Nietzsche fue autor de unas setenta obras musicales que no gozan de la misma popularidad de Así habló Zaratustra, El Anticristo o de Más allá del bien y del mal. Son canciones románticas, algunas inspiradas en textos de escritores como Alexander Puschkin y Lou Andreas-Salomé, esa hermosa franco-rusa de la que nuestro compositor se enamoró furiosamente y a la que definió como “la mujer más brillante de cuantas han existido sobre la Tierra” —aunque al final la pasión se transformó en odio. Paulina Rivero Weber, filósofa mexicana y compiladora de la obra musical de Nietzsche, dice que ésta tiene una influencia “muy fuerte de Wagner, Schumann y Mahler” y que los temas que ocuparon su pensamiento también están presentes en esas melancólicas composiciones, como en “El lamento del héroe”: “La metáfora del héroe en el alma es un poco la idea de que todos llevamos un héroe o una heroína adentro para poder [lidiar] con la vida”, dice Rivero Weber, productora del disco Nietzsche: su música [UNAM, 2001], con dieciséis piezas [“En un disco, las composiciones musicales de Nietzsche”, Milenio, 17-04-2011]. Unos años después la discográfica Atma grabó cuarenta y tres obras en dos álbumes: The Music of Friedrich Nietzsche [Atma Classique, 2006]. Federico el músico ha regresado.

The song remains the same

La conjunción de música popular y filosofía no ha sido muy frecuente, pero cuando se encuentran los resultados son memorables, como puede verse en el trabajo de Santiago Auserón al frente de Radio Futura, en el de Elvis Costello y el Cuarteto Brodsky o en canciones de Bob Dylan, John Lennon y Ute Lemper, para detenernos en unos gratos ejemplos. Lo más común es que la música popular de cualquier género trate temas de la vida cotidiana con ligereza, muy lejos de la gravedad de las composiciones de Nietzsche.

La música prehistórica, de acuerdo con eminencias como Rousseau, Herder, Spencer y Bücher, nació de la prolongación y elevación de los sonidos del lenguaje y de la percusión corporal, antes de la fabricación de los primeros instrumentos musicales. La etnología musical y la musicología comparada han deducido que los primeros cantos y ritmos estaban vinculados al trabajo, a los rituales religiosos y al cortejo amoroso. No muy distinto de como es ahora. Recuérdese que Paz pensaba en las multitudes de los conciertos de rock como una especie de comunión religiosa, con un sacerdote que oficia en el escenario [Roberto Vallarino, Conversación con Octavio Paz, UNAM, 1987]. Puede suponerse que los ritmos y cantos primigenios se repetían de comunidad en comunidad, imitando el sonido de las piedras al tallarlas, de la madera al trozarla, el aullido de los lobos, el trino de las aves y hasta el silbido del viento, hasta alcanzar con el tiempo mayores grados de complejidad y sofisticación. Si hubo “grandes hits” en las llanuras africanas hace sesenta mil años jamás lo sabremos, lo cierto es que a medida que los grupos humanos se separaban la música se diversificaba notoriamente. En la posmodernidad son muchos los músicos occidentales que han retomado —apropiado, plagiado— ritmos regionales de África, Asia, América y Oceanía para incorporarlos en su producción.

En un ensayo de 1986 el crítico de cine Tom Shales definió la era Reagan (1981-1989) como la “redécada”, un decenio en el que la industria, el mercado y las nuevas tecnologías de la comunicación —como las videograbadoras— convirtieron la cultura estadounidense en un “volver a tocar, representar, reciclar, recordar, recuperar, reprocesar y repasar” las décadas anteriores. En esa “redécada” las leyendas originales del rock y del espectáculo nunca mueren, simplemente regresan como nuevas leyendas, según Shales; así, “Madonna sería una nueva versión de Marilyn Monroe y el Rambo de Stallone una reedición de los héroes de la Segunda Guerra Mundial interpretados por John Wayne. Cyndi Lauper debería su imagen a una amalgama de Lucille Ball y Janis Joplin”. En los ochenta la “juventud” se ha convertido en una fórmula confiable de mercadotecnia, en constante ascenso desde los tiempos de la posguerra y cada vez más consumidora frecuente de cine, música y moda. Aparecen caras y nombres nuevos que sustituyen a los ídolos del pasado y se convierten en productos de venta segura con una ligera cirugía facial. “Llegan las nuevas generaciones pero la cultura juvenil sigue siendo la misma. El reto del mercado es rediseñar las aspiraciones, los miedos y los sueños de la adolescencia de acuerdo con la última moda y las nuevas tendencias”, dice Shales [“The ReDecade”, Esquire, marzo de 1986].

El fenómeno ha crecido de manera exponencial. Cientos de películas e incontables canciones han sido rehechas una y otra vez con resultados muy desiguales. En no pocas ocasiones las razones han sido, digamos, bien intencionadas, aun cuando se enmarquen siempre en el ámbito del mercado: rendir un justo homenaje a un compositor señero, a un cantante emblemático, a un director prominente, y ofrecer por ello mismo una nueva versión de calidad. La fascinación de Scott Walker por Jacques Brel lo llevó a hacer una estupenda versión de “Mathilde”, y la canción “Across the Universe” animó versiones extraordinarias como las de David Bowie y Fiona Apple. Una exitosa melodía romántica de los Bee Gees, “I Started a Joke”, se transformó en una pieza de patetismo entrañable en la voz de Mike Patton, de Faith No More, encarnado en el videoclip por el actor David Hoyle —que, por cierto, en algo recuerda al siniestro personaje que simula cantar “In Dreams”, de Roy Orbison, en Blue Velvet (Lynch, 1986).

Ben Myers, crítico de música de The Guardian, se burla de lo que llama “grupos de una sola canción”, como Coldplay, The Killers e incluso los Ramones o AC/DC, aunque, ironiza, tienen la decencia de ponerle nombres diferentes: “Todos ellos están retrabajando esencialmente la misma idea musical una y otra vez”. Ahí se encuentra la clave de su éxito: “En última instancia, nos gusta la familiaridad […] Se trata de signos familiares y significantes que iluminen el camino en un mundo en caos. El teórico marxista Theodor Adorno observa que la familiaridad de una pieza es un sustituto de la calidad que se le adjudica a ésta. Gustar de ella es casi lo mismo que reconocerla” Esto también tiene que ver con el aspecto más prosaico del mercado y es la mejor apuesta que una banda puede hacer: lanzar una buena canción y refritearla hasta donde se pueda, mientras haya fans para comprarla.

Hay casos tanto o más lamentables que el anterior. Son los de grupos que pretenden homenajear a los grandes ídolos de los sesenta y setenta y ofrecen copias menores de sus canciones clásicas. Es el caso de “Heroes”, de Bowie, en la pretenciosa interpretación de The Wallflowers, o del desangelado cover de Natalie Maines a “Mother”, de Pink Floyd, a la que despoja por completo de su contexto original.

Es en el mercado más burdo y voraz donde se gestan malas imitaciones de todo tipo de productos originales con altos estándares de calidad, y nada escapa a esta tendencia que se ha acentuado desde, precisamente, la década de los ochenta, aunque ya antes había expresiones en este sentido. Walter Murphy —autor del tema inicial de Family Guy— tuvo un éxito inesperado en 1976 con una versión para discoteca de la quinta sinfonía de Beethoven, al igual que Giorgio Moroder tres años antes con “Lonely Lovers Symphony”, basada en “Para Elisa”. Treinta años antes, “El vuelo del abejorro”, de Rimsky-Korsakov, se utilizó para el programa de radio El Avispón Verde, que pasaría a la televisión en la segunda mitad de los sesenta. Hay miles de versiones de piezas clásicas para un amplio mercado de público complaciente en arreglos de tenores como Andrea Boccelli e instrumentistas como Vanessa Mae y una legión de artistas muy iguales. (En México la voluptuosa violinista Olga Breeskin salía en bikini en el programa dominical setentero de Raúl Velasco haciendo algo parecido.)

Con el blues, el jazz y el rock ha pasado lo mismo, y se apilan los discos que tratan de homenajear las piezas más conocidas y sus intérpretes más famosos. Proliferan recopilaciones como Jazz and ’80s y muchas más con la misma fórmula. Algo con mayor riesgo e inteligencia hizo el colectivo francés Nouvelle Vague con piezas del punk y el new wave originales de Dead Kennedys, Joy Division y The Cure, por ejemplo.

Y volver volver volver

Nunca antes en la historia se había escarbado tanto en el pasado reciente para extraer materiales que pudieran reciclarse con facilidad y venderse a las nuevas generaciones. El crecimiento exacerbado del mercado bien pudo haber ocasionado un agotamiento de la originalidad, razón por la cual se ofrecen a la venta productos fácilmente digeribles —ya se trate de originales o copias— por una mayoría de consumidores poco educados o exigentes. Puede decirse, con Perogrullo, que los resultados dependen del talento y la honestidad o de la impericia y vulgaridad de quienes deciden hacer versiones nuevas de éxitos anteriores o que se arriesgan a componer los suyos. El mercado es vasto y veleidoso y para cada segmento hay oferta y demanda, aunque ciertamente los más vendidos son aquellos que repiten fórmulas y estructuras musicales ya muy probadas.

Hay en todo el mundo extraordinarios imitadores de los Beatles o de Abba y feroces trituradores de piezas que deberían estar a salvo de cretinos caprichosos. Esto no es posible y, como en la novela de Orwell, la historia de la música se reescribe cotidianamente. Es posible que muchos jóvenes jamás lleguen a conocer las canciones originales de Pink Floyd y en cambio disfrutan de trasuntos débiles y fragmentarios —jamás conocerán un álbum conceptual. Creerán que escuchan por primera vez una tonada pegajosa que al día siguiente cambiarán alegremente por otra, muy posiblemente otro cover. Felices ignorantes, pensarán que David Bowie fue autor de un “one-hit wonder”. A ver si a alguien se le ocurre, por lo menos, hacer un cover decoroso de alguna pieza del loco de Turín. Hacer del eterno retorno algo menos aburrido, pues.

© Revista Marvin

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