martes, 14 de junio de 2016

País poronga

Por Ernesto Tenembaum

En la última edición de la revista Crisis, le preguntaron a Hugo Moyano por el funcionamiento de las barras bravas en el fútbol. Moyano respondió con una frase de ejemplar sinceridad: "Nos quieren correr con la patota a nosotros, que somos los inventores de la patota".
Unos días antes que la revista llegara a los kioscos, la Argentina se quedó sin nafta por un día entero. Aunque bien podría serlo, no se trata de una metáfora. El gremio de Camioneros, que conduce el hijo de Moyano en nombre del padre, decidió literalmente no distribuir combustible. Según el moyanismo se trataba de un conflicto gremial, pero el gobierno está convencido de que, en realidad, el clan Moyano paró el país porque Mauricio Macri negó a su jefe la presidencia de la Asociación de Fútbol Argentino. Unas semanas antes, Moyano había sostenido que "Macri sabe tanto de política como yo de capar monos" y había reaccionado con frases homofóbicas ante una crítica del periodista Gustavo Sylvestre. Quien lo superó en virulencia, en estas últimas horas, fue Juan Grabois, flamante asesor del papa Jorge Bergoglio, quien calificó a Mauricio Macri, sencillamente, como un "pelotudo".

Moyano y Bergoglio, en el orden que cada uno prefiera, se han transformado en los principales enemigos de Macri, mucho más capaces de dañarlo que el altisonante kirchnerismo.

Desde hace tiempo, en el mundo del poder existe una expresión que tal vez ayude a entender lo que pasa, más allá de las circunstancias coyunturales: "Ser poronga" o "poronguear". Cuando alguien asume un rol importante, el resto de los actores del sistema de poder mide, se pregunta, precisamente, si es o no "un poronga". Es difícil de traducir literalmente una expresión tan colorida.

Pero refiere, en general, a la capacidad para atemorizar a los demás, para resistir presiones, para ser cruel cuando es necesario, para mostrar los dientes, para acelerar al mango en dirección a un auto que viene en sentido contrario, hasta que sea el otro el que da el volantazo, en estar dispuesto a que vuele todo por el aire porque es la única manera de ser respetado. En alguna medida, poronguear significa no abandonar nunca la clásica expresión de "a mí, justo vos, no me vas a pasar por encima".

No se trata precisamente del método más armónico para resolver los problemas de un país, pero es lo que hay. Desgastantes conflictos como los que enfrentaron a Carlos Menem con Eduardo Duhalde o con Domingo Cavallo a fines de los noventa, a Kirchner con el grupo Clarín o con el propio Bergoglio, a Cristina con Moyano, tienen en gran medida esa impronta. La debilidad es considerada un suicidio. Con lo cual, hay que acelerar. Y para acelerar, para ejercer el poder, hay que ser poronga.

Ese es uno de los dilemas de Macri, y de todo presidente, desde el día de su asunción. Macri llegó al poder como producto de una coalición invertebrada, que tenía como principal punto de unión su aversión común al kirchnerismo. Moyano hizo clarísimos gestos de simpatía hacia su candidatura antes de las elecciones. Y el Vaticano aportó lo suyo, gracias a su rechazo hacia Aníbal Fernández, entre otras razones por el favoritismo de Bergoglio con el cursillista Julián Dominguez, quien le hizo llegar su versión sobre el fraude con que Fernández le habría arrebatado la candidatura del Frente para la Victoria.

Al día siguiente de la asunción, empezaron las presiones.

Moyano siempre es bastante claro en lo que quiere. Primero pidió para los sindicatos el control del dinero de las obras sociales, que le había concedido Néstor Kirchner y retirado Cristina. Macri se lo dio y, a cambio, exigió acompañamiento en los meses del ajuste. Moyano se lo concedió, aunque lo primereó con la ley antidespidos, y la masiva marcha para respaldarla. Macri entonces anunció el veto y Moyano aceptó no llamar a un paro general para repudiarlo. Entonces, fue por la Asociación de Fútbol Argentino. Cuando se enteró por una amenaza de Daniel Angelici que Macri pretendía frenarlo, incluso mediante procedimientos judiciales, Moyano decidió aplicar los mismos métodos que contribuyeron a desgastar a Carlos Menem, Fernando de la Rúa y Cristina Kirchner. En horas, el país se quedó sin nafta. Si a alguien le pareció un episodio dramático, solo debe esperar hasta donde escala ese conflicto, que tendrá picos y valles: todavía falta lo mejor.

La pelea con Moyano es por espacios de poder y dinero que se pueden pesar, contar y medir. Eso facilitará la negociación, que siempre será dura. Con Bergoglio las cosas son más complicadas.

Macri no termina de entender qué quiere ese personaje extraño al que algunas personas sin principio de realidad denominan Su Santidad. Su tirria parece personal, e ideológica. Esta semana, en un gesto tan poco característico de la diplomacia vaticana, Bergoglio hizo público su rechazo a un aporte económico del gobierno nacional. "El que cree que puede comprar la voluntad del Papa es un pelotudo", afirmó Juan Grabois, horas antes de ser designado asesor en el Vaticano.

El cheque era de $ 16 millones. En agosto de 2014, la Casa Rosada hizo púbico que había aportado 600 millones a la Iglesia para algo tan frívolo como la refacción de Catedrales. La plata entre el Estado y la Iglesia siempre fluyó, desde aquel hacia esta, y no precisamente para actividades sociales. Con estos antecedentes, es extraña la irritación papal. Algunos interpretan que hay diferencias ideológicas porque parece que el Papa rechaza el neoliberalismo, pero dado que también es un impulsor del acuerdo en Medio Oriente o entre Cuba y los Estados Unidos, no se entiende porque esa vocación de diálogo no incluya al Gobierno argentino.

Néstor Kirchner lo retrataba a Bergoglio como un conspirador y así lo denunció en 2006, cuando un cura enfrentó al kirchnerismo en Misiones. Bergoglio, en esos años, era tan duro con él como lo es ahora con Macri. Marcelo Larraquy en su reciente libro ‘Código Francisco’ recuerda las homilías en las que Bergoglio denunciaba la pobreza, el clientelismo, la mentira y "al diablo que genera divisiones y rencor entre los argentinos". Kirchner respondía que la Iglesia había sido cómplice de la dictadura militar y advertía que el diablo también ‘penetra’ –ese era el verbo que usaba– por debajo de las sotanas. Ese conflicto tan absurdo entre dos personas tan importantes terminó muchos años después, cuando Bergoglio fue designado Papa y el kirchnerismo se hincó de rodillas. Tal vez eso sea lo que el Papa quiere de Macri: que se someta. Su poder, finalmente, proviene de los votos de seres humanos, mientras que el de Bergoglio tiene origen divino.

Mientras Macri no cumpla esa expectativa difusa, deberá soportar que la Iglesia convoque a reuniones de diálogo político que serán leídas como movimientos de conspiración en su contra.

Antes que Francisco, Juan Pablo II logró demostrar cómo un Papa puede derrocar al Presidente de su país de origen. Son vanos los esfuerzos de los voceros papales en la Argentina por relativizar lo que es clarísimo.

En este juego de pinzas, Mauricio Macri no es una carmelita descalza. Conoce a Moyano y a Bergoglio desde hace años. Ha pulseado con uno y con otro. En esas negociaciones, utiliza el dinero estatal como si fuera propio. Pero tiene el punto débil de todo presidente: si estalla el país, el principal perjudicado entre los tres será él. Moyano seguirá en su club y su sindicato, Bergoglio permanecerá en el papado, y Macri se acercará al abismo. Un presidente tiene mucho poder, pero también está cercado por múltiples amenazas, por parte de figuras poderosas, crueles, y muy entrenadas: porongas. Néstor Kirchner y Cristina Fernández se apoyaban en esa lógica para explicar su agresividad. Era necesario ser más poronga que los demás.

El método de Macri no está claro aún. Con Moyano responde golpe por golpe, pero sin que se note en público, combina por ahora concesiones con límites. Con Bergoglio, aguanta, intenta conciliar, y dejar que toda la sociedad vea quién es el agresivo de los dos. ¿Hay punto intermedio entre ser Fernando de la Rúa y ser un Kirchner? La gestión de Macri parece destinada a buscar ese misterio.

En la Argentina se poronguea en todos lados. ¿Quién le enseña a un niño de cinco años a pechar en un recreo, a cachetear el diferente, a marcar territorio, a conseguir de ese modo a cuatro o cinco incondicionales? ¿Quién crea a ese predestinado, a ese matón, a ese resentido, a ese líder? Desde chicos, los porongas son respetados, adulados, temidos, se les festejan los chistes, se le aplauden las miserias y solo los pueden enfrentar quienes, a su vez, aprenden o llevan en la sangre los mismos métodos. Se poronguea en los recreos, en las cárceles, en las iglesias, en las rutas, en los boliches, en las canchas de fútbol. Y el peronismo es el reino de los porongas. Nadie que no lo sea, varón o mujer, puede ser jefe. Y si no se es jefe, no se sobrevive.

En el medio, hay un país.

Pero eso es lo de menos.

© El Cronista

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