domingo, 19 de junio de 2016

Cínicos y creyentes en el Monasterio de Planificación

Por Jorge Fernández Díaz
Al final los supersticiosos del kirchnerismo tuvieron algo de razón: la Carta Abierta 13 iba a traer muchos problemas; nunca debió ser escrita. Ese texto desafortunado, respuesta de los intelectuales orgánicos a las pesquisas televisivas de la llamada ruta del dinero K, adquiere ahora una vigencia inesperada puesto que sintetiza dos pecados mortales: destrozaron a los cronistas que narraban la corrupción con la idea de que mentían, y defendieron a los corruptos que la fraguaban con la certeza de que eran inocentes. Hoy se sabe que todo resultó exactamente al revés de lo que pontificaban, y que mientras los cínicos reaccionaban con secreto temor frente a las peligrosas revelaciones, los creyentes las deslegitimaban con ingenuas ironías.

El documento contiene, sin embargo, párrafos involuntariamente premonitorios. Los profesores afirmaban allí que los periodistas, con "lenguaje surgido de las letrinas amarillistas y de las gramáticas del golpismo histórico", buscaban "emponzoñar" creando un falso "escenario por el que desfilan políticos corruptos, valijas llenas de dinero, oscuros entuertos financieros y prebendas del afán pantagruélico de quedarse con riquezas fabulosas". Se reían de todos esos supuestos, hoy probados por jueces y certificados por la opinión pública, y calificaban aquella investigación como una "recreación ficcional, al estilo vodevil y novela de terror gótico". La mezcla del hilarante teatro de variedades y del gran género de Poe (a quien citaban) describe con asombrosa exactitud la peripecia de Josecito López, con sus maletas y bolsos rebosantes de billetes, al amparo de la noche y en los lindes de un monasterio de película. Ni Roger Corman lo habría hecho mejor.

Carta Abierta aseguraba también que las notas periodísticas se basaban en una "batería de rumores, mitos urbanos de enriquecimientos olímpicos y denuncias indemostrables" articuladas hasta con "lúmpenes del jet set vernáculo". Esta última alusión a Leonardo Fariña es también errada pero clarividente: precisamente ese "lumpen" demostró ser a la postre un decisivo testigo de cargo. En cambio, el próspero amigo íntimo de Néstor y Cristina, defendido como si fuera un Lenin majestuoso, terminó en la cárcel.

Durante los días posteriores al zafarrancho del Monasterio de Planificación, una serie de creyentes, otrora filosos fiscales de quienes se atrevían a realizar denuncias, se turnaban frente a los micrófonos para mostrarse compungidos y avergonzados por esta noticia impúdica e "inesperada". En verdad, no se sabe a ciencia cierta si el estado de ánimo se debe a que pescaron a un "compañero" con las manos en la masa, o a que quedarán en la historia como lamentables colaboracionistas que hostigaban a los buenos para brindarles cobertura a los malos. Porque existen coartadas internas para la recaudación escabrosa: primero robaban para la revolución, luego para la corona, después para el regreso y al final para la donación. Que Josecito prometió a una monja anciana en su trémulo momento abismal. Claro, se trata de lógicas incomunicables a la opinión pública, conceptos que les harían perder más legitimidad y votos. Pero esas narrativas íntimas les permitieron acatar la máxima de Néstor (hay que tener plata para hacer política) y eludir el espanto ante la deshonestidad, que ellos consideran un escrúpulo pequeñoburgués. Para lo que no existe una explicación plausible es para que la prensa haya tenido razón durante todo este tiempo. El kirchnerismo militante, también el intelectual y el artístico, construyeron en el transcurso de estos últimos ocho años al gran enemigo de la patria: los medios. Esos lobisones perversos eran responsables de todas las lacras y constituían la encarnación del imperialismo, de las corporaciones más turbias y, principalmente, de una cadena sin descanso de mentiras infames. Más grave que el pornográfico hallazgo de los corruptos es, por lo tanto, el descubrimiento de que la prensa no macaneaba. Porque ese hito histórico sí marca hacia adentro el derrumbe del relato.

Hebe de Bonafini refleja la desolación de la secta cuando asevera que el ex secretario de Obras Públicas de Cristina Kirchner era un infiltrado. Más allá del ridículo que entraña semejante argumentación, lo cierto es que Hebe no cree que fuera en todo caso un infiltrado de Stiuso , Macri o Singer, sino de los periodistas independientes. Lo dice con todas las letras: "López fue un infiltrado del periodismo". Así como la melancolía es un derecho inalienable (Sigal dixit), la autojustificación delirante y patética también lo es.

Las causas de Báez, Jaime y López demolieron en seis meses una fe basada en camelos que no podían ser rebatidos (por eso había que demonizar a los refutadores) y en la ocurrencia de que el mundo ya no se explicaba más por la lucha de clases, ni por el capitalismo ni por la batalla entre países emergentes y naciones desarrolladas, sino por el combate a fondo contra los periodistas profesionales, esos mitómanos que rompían el sortilegio. En el reino populista el único que detenta el monopolio para editar la realidad es el Estado, y a quienes cuestionan ese ardid, ahogo económico, bullying y montajes siniestros en la televisión pública.

Néstor no compró ni por un momento la carne que vendía; tampoco sus colaboradores más fenicios. Los creyentes, en cambio, compraron este verdadero insulto a la inteligencia y blindaron culturalmente a dirigentes que en nombre del pueblo lo estaban saqueando. "Es que cuando me enamoro no veo", confesó esta semana el cómico Dady Brieva sin la menor comicidad. Bernard Shaw advertía: "El hecho de que un creyente pueda ser más feliz que un escéptico es tan cierto como decir que el borracho es más feliz que el hombre sobrio". Muchos experimentan hoy una violenta resaca pero vivieron una intensa borrachera mientras sus líderes se mantenían fríos y lúcidos, y se volvían multimillonarios. A los creyentes les tiraron huesitos, mientras los cínicos se servían a manos llenas en el gran banquete. Algunos, como la Pasionaria del Calafate, lograron alinear sus ambiciones con la negación, y fueron cínicos y creyentes a un mismo tiempo. La mente es extraña, y todos estamos llenos de patologías. El revival setentista fue un hábil ardid para conseguir fueros morales en tanto se perpetraban inmoralidades abyectas: los integrantes de la mítica generación de los años 70 hacían pozos en los jardines para esconder los libros prohibidos; sus herederos políticos cavan para esconder la guita robada.

El modelo tuvo una matriz corrupta, y eso lo sabe hoy cualquier hijo de vecino. Los vanos intentos por decir que Báez se enriqueció sin la anuencia de los Kirchner, que Jaime era cuentapropista y que López no era el engranaje fundamental le quitan la última hidalguía posible a un grupo político que ha encallado su destino en el barro. La sorpresa hipócrita de Juliana Di Tullio explicando que todo esto era como enterarse de que su marido le había sido infiel tiene menos credibilidad que moneda de tres pesos. No hablemos de infidelidad cuando todos sabemos que aquí se organizaban orgías. Y lo mejor que pueden hacer los creyentes de buena fe es tocarle el timbre a Lanata, o escribirles a los periodistas de investigación que estaban en lo cierto y que fueron vapuleados, y pedirles disculpas. También de paso convendría rogar clemencia al pueblo argentino. Es posible que los periodistas perdonen. No es tan claro que los ciudadanos sean tan misericordiosos.

© La Nación

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