martes, 24 de mayo de 2016

¿Quiénes deberían firmar un acuerdo de gobernabilidad?

Por Pablo Mendelevich
Desde que Mauricio Macri se instaló en la Casa Rosada, hace 166 días, se viene hablando en forma intermitente de alguna clase de acuerdo de gobernabilidad. El tema acaba de reflotarse sobre la estela del agitado mes que se fue en la discusión de una ley impuesta por la oposición, ley que Macri pulverizó con un veto cantado, un mal augurio para la armonía del Ejecutivo con el Congreso.

Los políticos suelen referirse al acuerdo con cierta idealización y con la familiaridad de quien evoca a un viejo conocido, pese a que lo más a mano que hay es el Pacto Social del tercer gobierno peronista, suscripto hace 43 años por el presidente Héctor Cámpora y el ministro José Ber Gelbard con la CGE y la CGT. Es cierto, en aquel entonces se reprimió la inflación y subió el salario real. Mientras tanto, a Cámpora lo echó Perón, en menos de tres años hubo cuatro presidentes, la salida de Gelbard desaguó en el Rodrigazo -piedra basamental de la política de Martínez de Hoz- y 1973-76, con el concurso, entre otros, de la guerrilla peronista y del terrorismo de Estado lopezreguista, pasó a la historia como el entretiempo constitucional más inestable del siglo XX. Aún así hay nostálgicos que tras una disección aseguran que al pacto de Gelbard convendría repetirlo.

¿Quiénes serían ahora los protagonistas de un pacto y sobre qué versaría? Tal vez no sea imposible, sólo hay algunas dificultades por superar: representatividades sectoriales divididas, grieta residual, falta de acuerdos sobre el rumbo de la economía e inexistencia de un sistema de partidos políticos consolidado, si es que se los quiere involucrar. Además de un peronismo sin líder. Tampoco hay estadísticas que permitan diagnósticos sobre los cuales buscar consensos, como acaba de quedar demostrado en la agotadora discusión entre devotos de la ola de despidos, feligreses de la sensación de despidos y negadores de los despidos, todos flojos de números.

Ahora aparece un escenario distinto. El singular ingeniero Macri (sólo hubo antes un presidente ingeniero, Agustín P. Justo, más conocido como militar), formado primero en el terreno empresario y luego en el del gerenciamiento del fútbol, es el primer presidente ni radical ni peronista, como se sabe, desde que existe el peronismo. La suposición de que necesitaría de un acuerdo político y social para gobernar está vinculada con los finales precipitados de los predecesores que tampoco eran peronistas. También con la recurrente conflictividad social y con el desmadre de los precios, pero sobre todo con la acentuada minusvalía parlamentaria que a Macri le tocó en suerte luego de consagrarse en su cargo con la mayoría absoluta exigida. Recuérdese que como él estrenó el ballotage presidencial, no fue el 51,40 por ciento obtenido por su fórmula lo que renovó a su favor el Congreso sino la atomizada primera vuelta del 25 de octubre.

El peronismo controla el Senado desde 1973. La novedad está en Diputados, donde la coalición gobernante es segunda minoría. Basta pensar que desde 1946 hasta 1962, en 1973-76 y en 1995-97 los presidentes gozaron de mayoría absoluta en ambas cámaras (cosa que en el caso de Frondizi no aminoró su inestabilidad). En la reciente Era K, caracterizada por la fuerte concentración de poder presidencial, sólo hubo un bienio (2009-2011) durante el cual se emparejaron oficialismo y oposición en Diputados, al final del día sin mayores consecuencias sobre el derrotero que el kirchnerismo imaginaba perpetuo.

El autoritarismo K se las arregló para prescindir de acuerdos en público. Los acuerdos eran individuales, casi personales, lo que incluso enriqueció el castellano con neologismos como borocotización, al cabo una versión naif de la "cooptación" industrial de voluntades con los más variados recursos de encantamiento. Lo cual se combinaba en el Congreso con mayorías temáticas, por ejemplo la que Néstor Kirchner enhebró para aprobar el matrimonio igualitario sorteando el rechazo de casi el 40 por ciento de sus propios diputados.

Macri pasó de un debut esplendoroso con la ley para pagar a los holdouts (54 a 16 en el Senado, 165 a 86 en Diputados) a una derrota enmarañada con la ley antidespidos (en el Senado 48 a 16 y en Diputados 147 a 3, con 88 inusuales abstenciones en masa destinadas a precipitar el veto y, en la idea del gobierno, a acabar con el asunto). Entre una y otra le hizo conocer al kirchnerismo el sinsabor de una sesión especial fracasada, en términos políticos un suceso pero en términos legislativos una anécdota. ¿Protagonista de las enrevesadas negociaciones? Un peronismo multicéfalo, habitual cuando el peronismo está en la oposición. Incluido el massismo, que quedó, con una fisura, enredado con el pulpo.

Tal vez la experiencia de la ley antidespidos, en cuya real eficacia pocos parecían creer, demostró dos cosas antagónicas: que urgen acuerdos y que no es nada fácil alcanzarlos. Así como suele decirse que los bancos prestan plata a quien puede demostrar que no la necesita, la falta de instituciones fuertes reclama acuerdos de gobernabilidad que se podrían canalizar fácilmente si hubiera partidos sólidos, o sea instituciones fuertes.

"Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático", explica el artículo 38° de la Constitución, que pronto cumplirá 22 años. Emociona. Finalmente los partidos políticos fueron reconocidos en 1994 con oropeles dentro del sagrado manual de instrucciones de la república. Ninguna constitución nacional anterior siquiera los había nombrado. Pero en los hechos parece que no fue una buena idea. Quién sabe si era un tabú o qué supersticiones ancestrales se removieron, lo cierto es que con los partidos pasó como con el silencio: al ser nombrados en voz alta desaparecieron. Su decadencia contribuyó a la crisis de representatividad que estalló en 2001.

Claro que en lo formal los jueces electorales siguieron inscribiendo partidos, si hasta estuvo a punto de haber mil. Pero es de suponer que la Constitución no se refiere a esos, a los sellos de goma que incluso se pueden alquilar, sino a los partidos como canalizadores efectivos de la pluralidad, escenarios de la vida política equipados con ideales, historia, plataformas, próceres y una sede central que el común de los peatones sabe más o menos adónde queda.

En noviembre de 2007, pocos días antes de asumir por primera vez la presidencia, Cristina Kirchner ponderó en un reportaje que concedió a Página 12 el Pacto de la Moncloa y habló de la "articulación" entre el sector público, el sector privado y el de los trabajadores. "El Pacto de la Moncloa -explicó- fue un gran acuerdo en ese sentido, a eso queremos apuntar". Quien la entrevistaba le hizo notar que el Pacto de la Moncloa había sido básicamente un acuerdo entre fuerzas políticas. La entonces presidenta electa retomó enseguida la palabra. "No me gusta decir 'va a ser el Pacto de la Moncloa' o va a ser tal otro acuerdo; ninguna sociedad es igual a la otra ni ningún momento histórico se repite", volanteó.

Huelga recordar que en los ocho años posteriores no sólo no se volvió a hablar de ninguna Moncloa ni nada parecido sino que la mismísima palabra pacto, a menudo asociada con el Pacto de Olivos, adquirió connotación peyorativa. Y hasta el diálogo casi se convirtió en sinónimo de claudicación. Con esos bueyes aramos.

© La Nación

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