domingo, 28 de febrero de 2016

Del ‘Nunca más’ al ‘Nada más que’

Por Tomás Abraham
Mostrar a Macri como un demonio y al macrismo como una secta satánica es la ocupación de vastos sectores de la corporación cultural afín al gobierno saliente.

Lo denuncian por ser asesino de niños, por intentar violentar y eliminar a pacientes de neuropsiquiátricos, por ser un racista embozado, por censurar las supuestas investigaciones judiciales de organismos dedicados al espionaje interno, al buchoneo de opositores y al encubrimiento de los ilícitos del gobierno anterior, por tratar de criminales a quienes protestan para que no les saquen el pan de cada día.

Todos piden la renuncia de Lopérfido porque hizo declaraciones que mitigaron lo sucedido durante el terrorismo de Estado, además de acaparar funciones.

¿Por qué debe renunciar? Lo que dijo ya fue dicho una y mil veces, y no por las publicaciones de libros que intentaban mostrar la “otra cara” de la violencia de los 70, sino por combatientes montoneros y luchadores de los derechos humanos.

Este asunto de cifras ya fue discutido: la que dio Lopérfido ya la dio Fernández Meijide, otros también que participaron de las investigaciones que dieron origen al Nunca más, y que Verbitsky da por concedida de acuerdo con la cantidad de pedidos por indemnización por parte de familiares de desaparecidos.

Los dichos de Lopérfido se dieron en el contexto de un debate con el director de la revista Noticias sobre el asunto de la grieta. Y más allá de lo que se pueda opinar sobre el tema, el ministro tiene todo el derecho a la réplica respecto de la versión dada por el kirchnerismo y sus asociados sobre la “juventud maravillosa”. Tiene todo derecho a ser antiperonista como otros se solazan atacando por gorilas a los habitantes de media Argentina, y si lo asocian a Mussolini o al nazismo por sus rasgos fascistas, en todo caso pecan de anacronismo ya que algo pasó en el mundo y en nuestro país desde 1943 hasta la fecha.

Quiero decir que el peronismo también ha sido castrista, socialdemócrata con la Renovación, diez años neoliberal, y chavista en estos tiempos.

Pero sobre lo ocurrido en los 70 todo el mundo tiene derecho a la palabra sin que enseguida el hablante deba aclarar que no es pariente de la señora Pando.

Habló Héctor Leis en términos parecidos a los del ministro de Cultura, en un testimonio que tuvo el prólogo de Meijide y Sarlo. Lo hicieron Oscar del Barco, Héctor Schmucler, Pilar Calveiro, así como el ex guerrillero cubano-argentino Jorge Masetti –hijo de aquel otro homónimo de la primera guerrilla de Salta–, todos ellos combatientes o mentores intelectuales de la ideología revolucionaria de la época.

Ninguno adscribe a la historia oficial de estos años, sin querer decir por eso que sí lo hacen con Lopérfido. Por eso, para poner todas las cartas sobre la mesa, lo que muchos quieren no es la renuncia de Lopérfido como otros de Avelluto, sino de Macri. Les es insoportable imaginarse cuatro años bajo un régimen diabólico. Pero, por ahora, deberán esperar. 

Pero…

El debate sobre el número de desaparecidos no deja de tener un aspecto más que impúdico, casi obsceno. Hoy en día, sostener que fueron treinta mil no produce efecto alguno, como tampoco provoca escándalo recordar que el genocidio del pueblo judío significó el asesinato de seis millones de seres humanos. Ya es parte de la estadística o de una simbología.

Pero si un ajustador de cuentas, o un auditor de actos abominables, alza su voz para decir que no fueron treinta sino diez mil, o que no fueron seis millones sino dos millones, da náuseas. ¿Nada más que diez mil? ¿Tan sólo dos millones? ¿Qué estómago tiene el interventor del Indec de la muerte para poner los cuerpos en su lugar? ¿Lo hace por amor a la verdad? ¿Por respeto a la historia?

¿“Nada más que”? ¿“Tan sólo”? ¿O “nunca más”?

No existe un Estado dentro de otro Estado.

Tanto Massa como Morales y otros muchos dicen que no se puede aceptar la existencia de un Estado dentro del Estado, como ocurría en Jujuy con Milagro Sala. Es un argumento falaz. No existe el Estado dentro del Estado, ni existía en el caso de la líder de Tupac Amaru. No tenía un territorio propio con sus leyes, sus fronteras, su moneda, o cualquiera de los elementos que definen a un Estado-Nación.

Su identidad es más sencilla: Tupac Amaru es una organización popular cuya estructura es una mimesis de la estructura de poder de la provincia en la que se desarrolla. Sus formas de caudillismo, el uso del dinero y el enaltecimiento de un jefe de tropa no son invenciones de Sala sino una réplica del uso del poder en su provincia.

Ella maneja hospitales y escuelas; otros lo hacen con ingenios azucareros.

Si se hubiera constituido algo como un Estado dentro del Estado, nuestro país sería un mosaico de pequeños Estados adyacentes frente al cual el Estado nacional funcionaría como un espectro.

De acuerdo con esta idea de mamushkas políticas, la Bonaerense es un Estado dentro del Estado; los servicios de espionaje y seguridad son un Estado dentro del Estado; los grandes sindicatos, ídem; las mafias, desde la china hasta las bandas narco, lo mismo, así como los clubes de fútbol, y todas las instituciones y corporaciones que llevan a cabo prácticas ilegales y que poseen sus recursos para matar, amedrentar, extorsionar y perpetuarse en el poder.

El Estado nacional desde hace tiempo ya no tiene el monopolio de la fuerza pública, además de haber perdido otros controles que posibilitaron más de una vez fenómenos de cartelización y golpes financieros, que son otros Estados metidos como aliens dentados en el cuerpo principal de la soberanía política.

Por eso, nuevamente, usar a la organización de Milagro Sala como ejemplo de un Estado dentro de un Estado, además de mostrarla como símbolo de la corrupción, es un argumento falaz. Sería mejor explicar cómo el arquitecto radical Raúl Jorge, del riñón de Morales, tres veces intendente de San Salvador de Jujuy, aprobó los planes de obra de la Tupac durante todas sus gestiones, sabiendo diariamente el modo en que se manejaban los fondos.

Quizás no estuviera obligado al seguimiento de aquéllas, argumento plausible de sostener en megalópolis como Yakarta o en el estado de San Pablo, pero en San Salvador, bastaba con salir a la calle y dar una vuelta.

© Perfil.com

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