Por Arturo Pérez-Reverte |
Estoy desayunando sentado en la terraza del hotel Convento
de San Juan de Puerto Rico, en pleno casco viejo de la ciudad: un lugar
centenario que, como el resto de la ciudad vieja, está lleno de entrañables
referencias a España y lo español, en esta isla donde las palabras antigua madre patria tienen un sentido
especial, pues entre muchas otras cosas -lengua, arquitectura, historia,
memoria- son orgullosamente conservadas como referencia de identidad por la
inmensa mayoría de los puertorriqueños.
Anoche cené con mi amiga la profesora y
novelista Mayra Santos-Febres en un pequeño restaurante del mercado, y sigo
dándole vueltas, entre otras, a algo que ella dijo durante la conversación, y
que debe entenderse en su contexto: «Desde que tuve un hijo varón sé lo que es
tener miedo, porque en muchos lugares del mundo a los hombres los matan».
Recuerdo eso mientras cavilo sobre hasta qué punto la vida confortable de
cierta parte de la humanidad, la que llevamos los privilegiados, nos hace
olvidar las zonas oscuras por las que discurre la azarosa vida del ser humano.
Lo peligroso que es creernos, como sucede, a salvo de todo, civilizados para
siempre, seguros de nosotros y nuestras leyes, mirando el horizonte con una
sonrisa boba mientras hacemos posturitas y decimos te amo asomados a la proa
del Titanic, en el que puede ser -siempre lo olvidamos o ignoramos- el último
atardecer de nuestras vidas.
Estoy pensando en todo eso mientras me bebo el vaso de leche
y doy mordiscos a la tostada de pan con mantequilla. Un español con memoria
vieja en esta no menos vieja España transatlántica y caribeña; en esta colonia
gringa trincada con cinismo y a base de soltar pasta, tras una invasión de hace
más de un siglo en la que muchos puertorriqueños no lucharon contra los
españoles, sino junto a los españoles contra los norteamericanos; y donde
todavía, en algunos pueblos, los nombres de nuestros paisanos que los
defendieron en 1898 son honrados como héroes locales. Pienso en eso, como digo,
y en la Europa y en la España que los puertorriqueños actuales, no sin
ingenuidad, miran todavía con un respeto y afecto que no tiene parangón en toda
Hispanoamérica. Bebo mi leche, muerdo mi tostada, pienso en las monjas que
habitaron este convento siglos atrás, recuerdo las palabras de Mayra en el
restaurante -«¿Sabes por qué las negras somos tan cariñosas? Porque a nuestros
hombres los vendían, iban y venían, y nunca sabías cuánto tiempo estarían a tu
lado»-, y la cabeza se me llena de ideas complejas, de imperios y decadencias,
de vidas y muertes, de afectos inmerecidos y de lealtades históricas, de la
decepción que con frecuencia siente, o puede sentir, un hispano de América
cuando viaja a España soñando encontrar las raíces de su vida, su cultura y su
sangre, y encuentra el infame desparrame, la vileza insolidaria, la estólida
cerrazón berroqueña que entre nosotros, españoles, incapaces de aprender de
nuestras propias tragedias, con tanta frecuencia llega a rozar lo suicida o lo
criminal.
En ésas estoy, como cuento. Con una nube sombría dentro de
la cabeza, cuando un grupo de norteamericanos viene a la terraza a desayunar.
Desembarcaron anoche de un crucero y se alojan aquí. Uno de ellos, turista
gringo que parece sacado de una película de parodia sobre turistas gringos,
vestido con pantalón corto, sandalias, camisa de flores y sombrero de paja con
una cinta I love Puerto Rico, ocupa
la mesa de al lado. Es regordete, rubio pajizo, de tez sonrosada y ojos azules
de expresión bondadosa. Llega, se sienta alrededor, mira los muros del antiguo
claustro del convento, responde sonriente a las preguntas del camarero sobre lo
que desea desayunar, abre sobre la mesa un folleto turístico de la ciudad, mira
de nuevo alrededor como para comprobar si el lugar corresponde a lo escrito,
alza los ojos hacia el cielo azul luminoso, y al fin, bajando hasta mí la
mirada, me dedica una sonrisa ancha, bondadosa, feliz, y luego me dice «Beautitul day» con una espontánea
familiaridad que desarma. Con un candor tal que se me atraganta la tostada en
el gaznate. Y ahí estamos los dos: el viejo y cansado europeo, fúnebre con su
memoria de cenizas, la capa de ozono, la inmigración y la crisis, con el crujir
de los mundos y la Historia a cuestas, y el gringo feliz con camisa de flores y
sonrisa ingenua que, en el patio de este lugar antiguo poblado de fantasmas, lo
que ve es un hotel bonito y un maravilloso día. Cuatrocientos años de crucero
al sol caribeño, bailando Macarena, contra tres mil de sombras, pérdidas y
remordimientos. Y noto que me reconcome la envidia. Beautiful day, dice. El hijoputa.
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