Por Jorge Fernández Díaz |
La última vez que lo vieron a solas, Perón cumplía 78 años y
los recibía en Olivos con un café y una sonrisa: "¿Ustedes me preguntan
cómo debemos organizar nuestra fuerza en el Parlamento? Muy simple, pongan a
los cuatro mejores oradores adelante para que hablen, los mediocres atrás para
que voten y los más grandotes al fondo para que nos defiendan si hay
piñas".
Julio Bárbaro participaba de aquella comitiva de cinco diputados justicialistas que le llevaban un regalo al General y le iban a pedir instrucciones. Perón estaba ocupadísimo, pero se tomó varias horas para conversar a gusto con ellos. Hacía unos meses, Bárbaro se había cruzado con José Ber Gelbard, ministro de Economía y ex militante del comunismo, y le había preguntado qué le sucedía, porque venía con una expresión contrariada: "Lo fui a ver a Perón y le dije que me estaba pasando algo grave: me estaba volviendo peronista. Y el viejo me contestó: pero Gelbard, ¿justo ahora que yo dejé de serlo?". Lo más importante de la reunión en Olivos no fue, sin embargo, una humorada o un retruécano. "Muchachos, yo me equivoqué al no respetar las posiciones de Balbín y de Frondizi -les dijo Perón muy en serio-. La democracia parte de dialogar con los que piensan distinto. La Argentina tiene futuro porque el mundo va a necesitar alimentos, pero no se confundan: nuestra debilidad no es productiva sino política".
La anécdota histórica vale por la autocrítica que Perón
esbozaba después de tantos errores y autoritarismos, y por la vigencia que
tiene su visión acerca del gran problema argentino, todavía irresuelto. El
General pensaba que el peronismo debía "disolverse" en la sociedad,
pero a setenta años de su fundación (ayer fue 17 de octubre) no ha hecho otra
cosa que crecer, apoderarse indebidamente del Estado, aprovechar de manera
proselitista los recursos de todos, jaquear el turno de sus contrincantes
("saquea las instituciones cuando gana y organiza saqueos cuando
pierde", ironiza Fernando Iglesias), forzar una democracia renga (no sin
la inestimable ine-ficiencia de algunos radicales) y transformarse en el gran
partido de los negocios. Que emprende guerras dialécticas contra las
corporaciones no con ánimo libertario sino con el deseo oculto de suplantarlas
por la mayor de todas: la gran corporación justicialista. Los renovadores de la
década del 80 confeccionaron una lista con todas las equivocaciones de sus
predecesores con la noble intención de no repetirlas, y decidieron avanzar con
la idea de un partido republicano. Pero Menem triunfó sobre Cafiero y luego sobre
Bordón, y mucho más tarde, Kirchner vino a reivindicar a libro cerrado todo,
incluso los pecados que hasta Perón se arrepentía de haber cometido. Y como en
el juego de la Oca, el movimiento retrocedió sesenta casillas. Hoy esa fuerza
hegemónica se dispone a consagrar un formato novedoso: el peronismo Pimpinela.
Una conducción bicéfala e inestable, que amenaza convertirse en una comedia a
los gritos entre dos personas que fingen amor y que en realidad no se soportan.
Daniel Scioli es el hecho maldito del país kirchnerista. Que Cristina se haya
visto forzada a entregarle su sagrado proyecto a alguien que representa sus
antípodas constituye de por sí una enorme derrota cultural.
Según las encuestas, el dogma cristinista sólo es abrazado
por el 13% de la sociedad; el resto espera o reclama cambios. Sin Scioli, el
cristinismo ya habría perdido en las primarias y hoy se estaría preparando para
abandonar el poder con la cabeza gacha. A pesar de su discurso vacuo e
hiperoficialista, el amo de Villa La Ñata ha sabido transmitir que, de ganar,
buscaría la inversión extranjera, bajar la inflación, levantar el cepo,
arreglar con los holdouts y
reconfigurar la relación con el mundo. No se trata de una acción principista,
sino del dramático sentido común que dictan la necesidad y la urgencia: se
terminó la guita, compañeros, y hay que salir a operar con precisión y a
manguear. Ese solo gesto de realismo desarma el relato. Culmina así la
suspensión de la incredulidad que produjo el kirchnerismo en tanto
metarreligión, desde púlpitos y cadenas, con sus cifras adulteradas, sus
anécdotas fantasiosas, su teatralidad discursiva y sus extorsiones
sentimentales. Pretendían hacernos creer que vivíamos en el paraíso y nos
corrían con la vaina. Si alguien señalaba el atraso cambiario, era tachado de
devaluacionista. Si alguien decía que debían levantar el cepo, era un maldito
liberal. Si alguien sugería un acercamiento con los Estados Unidos y Europa, se
lo sindicaba como cipayo. Si alguien proponía negociar con los fondos buitre,
era su perverso empleado. Y si alguien planteaba un programa antiinflacionario,
era un derechista. Esta maquinaria psicopática se queda sin combustible por
imposición de los datos duros, y porque Scioli desde adentro y Macri y Massa
desde afuera están formando de hecho un nuevo consenso de realidad.
La angustia de Cristina se relaciona también con las
características enigmáticas y exasperantes del elegido. Hace tres semanas
Felipe González almorzó en Buenos Aires con un importante empresario local y le
preguntó cómo era el gobernador naranja. Le trazaron un perfil psicológico y
entonces el español recordó a Vicente Fox. Cuando el mexicano triunfó en los
comicios del año 2000, invitó al socialdemócrata a su casa de campo. Mientras
caminaban por un parque, Felipe lo ametralló a preguntas específicas sobre los
temas más candentes. En un momento dado, Fox lo paró en seco y le dijo:
"Mira, yo ya cumplí mi objetivo, que fue llegar hasta aquí. Todos esos
problemas tienes que conversarlos con los ministros, que son quienes saben y se
ocuparán de ellos". Fox había realizado el sueño de su vida: ser
presidente. Y no podía ver que esa meta no es una llegada sino apenas un punto
de partida. Quienes conocen de cerca a Scioli le adjudican similares
características deportivas: toda su energía está concentrada en ganar; no tiene
la menor idea de cómo gobernar y lidiar con las venenosas acechanzas que lo
esperan. Se le reconoce, sin embargo, cierto olfato instintivo para sintonizar
con los giros de la historia. Y la historia está girando.
Perón acertaba al explicar que nuestra debilidad no era
productiva sino política. A pesar de la maltrecha y peligrosa economía que
heredarán Scioli, Macri o Massa, lo cierto es que ese asunto será más fácil de
arreglar que el sistema político argentino. Para que esta Nación despegue y se
vuelva moderna y realmente democrática, será imprescindible que una fuerza
alternativa al peronismo logre vencer y gobernar con efectividad hasta el
último día. Si eso se produjera, tal como alguna vez señaló De la Sota, la
escuadra peronista se vería obligada a depurarse y a convertirse finalmente en
un partido. Quedaría así conformado un bipartidismo razonable (se hundió en
2001) y una República verdadera (la perdimos en 1988). Hasta que ese círculo
virtuoso no se inicie, seguiremos pataleando en el barro y no tendremos un país
normal. Con dos partidos representativos y una alternancia asegurada, hay
políticas de Estado permanentes y control ético; se terminan los nepotismos,
los copamientos militantes, y el uso arbitrario de los fondos y las reservas.
Se acaba el jubileo de la emisión, los feudos autocráticos, el bullying de Estado y tantas otras lacras
e irresponsabilidades de este cambalache que se armó con el merchandising de
Perón. Sin escuchar las últimas admoniciones que él mismo susurraba en Olivos
poco antes de morir.
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