martes, 6 de octubre de 2015

La tumba de Helena de Troya

Por Arturo Pérez-Reverte
Desde la terraza alta del restaurante Elettra, en Porto Vénere, el golfo de La Spezia se ve azul y la bahía está punteada de barcos blancos fondeados al resguardo de la isla. Acabo de despachar una ración doble de espaguetis con botarga y le sirvo a mi editora Giovanna Cantón lo que queda del Tignanello con el que hemos acompañado la comida, cuando ésta me dice que desea subir al cementerio, situado sobre el pueblo, para visitar la tumba de Walter Bonatti y Rossana Podestá, que fueron grandes amigos suyos. 

Decido acompañarla, y no sólo por cortesía; conozco bien la doble historia que acaba en esa tumba al borde de un acantilado, sobre el Mediterráneo. Walter Bonatti, el más guapo e intrépido de los montañeros italianos, fue uno de mis ídolos de infancia, y en su momento seguí su ascensión en solitario al Cervino como una hazaña casi familiar. Rossana Podestá encarnó en el cine a Helena de Troya, la mujer -eso decía el cartel publicitario de la época, que recuerdo como si lo estuviera leyendo ahora- cuya belleza lanzó mil barcos al mar y suscitó diez años de guerra. Así que subo con mi editora por las empinadas escaleras que llevan al pueblo viejo y al cementerio marino.

Mientras remontamos peldaño tras peldaño -Giovanna es montañera entrenada, y a veces me cuesta seguirla- recuerdo cómo Walter y Rossana llegaron hasta aquí. Cómo empezó todo. Walter era apuesto y valiente, un auténtico héroe italiano. La Podestá era una actriz bellísima y famosa hasta el punto de ser portada de la revista norteamericana Playboy, aunque ya estaba empezando el declive en su carrera; y en 1981, durante una entrevista, al preguntarle con qué hombre iría a una isla desierta, ella respondió de modo espontáneo «Con Walter Bonatti», aunque no lo había visto personalmente en su vida. El montañero -que acababa de divorciarse- leyó la entrevista y escribió a Rossana, muy divertido, ofreciéndose a llevarla a una isla desierta o a donde ella quisiera ir. Tengo la maleta lista, dijo. A ella le hizo gracia. Quedaron citados en Roma, para conocerse, en la escalinata del Ara Coeli, frente a la plaza Venezia. Rossana se presentó a la hora convenida, pero Walter no apareció. En aquel tiempo no había teléfonos móviles, y ella aguardó mucho tiempo, nerviosa al principio, inquieta luego, furiosa al fin. Estúpido e informal mascalzone, pensó. Me ha dejado plantada. Así que decidió marcharse.

Bajaba Rossana la escalinata del Vittoriano cuando reconoció a Walter, de lejos. Había aparcado su coche en un lugar donde sólo podía hacerlo el presidente de la república y discutía con un guardia empeñado en multarlo y en llevarse de allí el coche con una grúa, mientras Walter intentaba convencerlo, con bronca muy a la italiana, de que, por su madre, no le estropeara la cita con la mujer más bella del mundo. Parecía una escena de Il vigile, pensó Rossana, y para completarla sólo faltaba Alberto Sordi haciendo el papel de guardia. Entonces ella se acercó, sonrió al agente -que se tornó en estado líquido- y le dijo a Walter: «Menudo explorador estás hecho, incapaz de encontrarme en Roma delante del Ara Coeli». Se miraron a los ojos, y diez minutos después estaban conversando tumbados en el césped del Campidoglio. Ya no se separaron nunca.

Walter y Rossana vivieron juntos treinta años. Él murió en 2011 y ella lo siguió dos años más tarde. Fueron enterrados frente al mar, en Porto Vénere -el puerto de Venus, la diosa que concedió a Paris el amor de la griega Helena-, en una sencilla tumba familiar de mármol negro con una cruz, junto a la que ahora me detengo mientras Giovanna, emocionada, calla durante un largo rato. El cementerio está a mucha altura sobre el mar de Liguria, al borde mismo del acantilado, y el viento hace batir con fuerza las olas abajo, en las rocas. Bajo las placas con sus nombres, montañeros venidos de todo el mundo ha ido depositando piedrecitas de las más altas cumbres, que trajeron para honrar la memoria del hombre que aquí yace después de haberlas pisado todas. También hay piedras para Rossana; bajo la placa con su nombre veo un montoncito más discreto, más pequeño, pero igualmente conmovedor. Yo no escalo montañas y nada traigo en los bolsillos, así que me limito a apoyar un instante mi mano en el mármol bajo el que descansan ambos. Sobre su hermosa historia. Sobre el lugar donde Helena de Troya, envuelta en el sueño eterno del amor, el valor y la belleza, descansa junto a un hombre mejor que el que la llevó a la ciudad legendaria de Homero, al otro extremo, a la orilla más lejana de este viejo Mediterráneo.

© XL Semanal

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