viernes, 16 de octubre de 2015

Con estas leyes no hace falta hacer fraude

Por Natalio Botana
Se sabe que el cepo es un instrumento para aplicar tormentos, cazar animales o inmovilizar automóviles en infracción. Entre nosotros, la metáfora del cepo no llega al extremo de denotar torturas; más bien, sirve para denunciar conjuras internacionales o aplicar aprietes. 

Así, en la mayoría de sus acepciones, el cepo es un instrumento de ajuste.

Cuando entró a circular el cepo en el lenguaje político fue para calificar peyorativamente el régimen de control de cambios que ahora, por donde se lo mire, da muestras de agotamiento. Pero junto a esta rigurosa imposición de la escasez, los cepos institucionales, como aquí los llamamos, transmiten la misma carga de incertidumbre.

En este proceso electoral -faltan sólo nueve días para elegir presidente-, estos cepos institucionales han mostrado sus aristas más perniciosas. Cepos institucionales en las provincias y cepos institucionales en el orden nacional: a cada rato advertimos que el conjunto de corruptelas, sobornos y manipulaciones se debe al incumplimiento de la ley y al hecho aún más grave de que el ánimo de corromper anida en la misma estructura de las leyes. Lo dijo Montesquieu: abundan los efectos dañinos cuando las leyes son corruptoras, ya que ahí la corrupción está instalada en lo que debería ser "el propio remedio" de ese mal.

Basta con echar un vistazo al espectáculo de no pocas elecciones provinciales para percatarse de que, durante años, se ha tejido una espesa trama de corruptelas. Esto se ha hecho con el auxilio de una mala legislación que impulsa el clientelismo a través de una enervante proliferación de listas colectoras y la irrupción de multitud de candidatos que, al cabo, están para servir a los que mandan y reproducir regímenes reeleccionistas. Por eso, salvo excepciones, los oficialismos ganan.

El vicepresidente de la Cámara Nacional Electoral, Alberto Dalla Via, ha dicho que estos "sistemas feudalistas", radicados en Formosa, Santa Cruz, La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero y Tucumán, "no están capacitados para hacer elecciones". Podríamos añadir que los ardides implícitos en estos regímenes, que aprovechan privilegios otorgados por el gobierno nacional, han resucitado fantasmas que creíamos sepultados en el pasado.

La ley de lemas en Santa Cruz -un método vetusto desechado en la república hermana del Uruguay y después en Santa Fe- es un ejemplo de la astucia para controlar a la oposición sin necesidad de recurrir a la quema de urnas o a la violencia electoral. A veces las malas leyes son más eficaces que las prácticas de fraude.
El resultado de estas malas prácticas, que afortunadamente no se han difundido por todo el país, es la declinación cívica. Nada se ha hecho para salir de este pantano, estableciendo tribunales independientes, renovando el método de emisión del sufragio, y tampoco -reclamo que venimos repitiendo desde hace más de diez años- unificando las elecciones nacionales con las elecciones provinciales, como se hace en otros regímenes federales.

La combinación de la intensidad electoral en regímenes federales que votan cada dos años con la dispersión de los comicios provinciales hace estallar la carga de energía ínsita en estos procesos. Se vota permanentemente, el dinero negro cunde, los procedimientos se hacen cada vez más opacos. Con estas palancas a la mano, lo que debería ser el medio por excelencia para legitimar el régimen representativo se convierte en un fin en sí mismo. Como diría Max Weber, se "vive de la política" participando en unos comicios constantes; no se "vive para la política" en un esfuerzo dirigido a consolidar el buen gobierno republicano.

Desde luego, en estos itinerarios la mala fe se confunde con el interés propio de los gobernantes. Sin embargo, hay otros cepos, mucho más benignos porque en ellos no hay mala fe, que, con el correr de los años, nadie discute. Uno de ellos es el método que fijó la reforma constitucional de 1994 para votar en elección directa y a doble vuelta al presidente y vicepresidente de la Nación: un ballottage modificado que hace que se consagre presidente quien obtiene el 45% de los votos o, en su defecto, el 40%, si media una distancia de diez puntos porcentuales con el candidato que lo sigue.

Mis críticas no son de ahora. El sistema electoral que establece la Constitución (por lo tanto sólo puede modificarse por reforma constitucional y no por ley) favorece a los candidatos con más votos sin alcanzar la mayoría y, dado el cepo del 40% con los diez puntos de diferencia, perjudica a los candidatos ubicados en tercero y cuarto lugar (por registrar los más importantes en la carrera electoral).

Este mecanismo desnaturaliza el sistema de ballottage clásico (gana en primera vuelta la fórmula que obtiene más del 50% de los sufragios), un sistema muy difundido en América latina y en los países europeos que practican el régimen presidencial. El ballottage clásico incentiva la expresión del pluralismo político en la primera vuelta para, de ser necesario, concentrar la opción entre los dos primeros en la segunda vuelta.

En el sistema que hemos adoptado, las opciones son en cambio más complicadas porque o bien la competencia se encamina hacia una polarización entre el primero y el segundo o, de lo contrario, un candidato encabezando la carrera, con alrededor del 40% de los votos de cara a una oposición fragmentada, puede quedarse con el premio de la victoria. Por lo tanto, o hay una polarización inducida porque se calcula el voto útil o, de lo contrario, un candidato minoritario, con sólo el 40% de los votos, estaría en condiciones de ocupar la Casa Rosada.

Convengamos, empero, en que éstas son especulaciones hipotéticas. Todo sistema electoral tiene sus pros y sus contras. Por otra parte, nuestra experiencia electoral en esta materia ha simplificado las cosas. Salvo un caso, siempre los candidatos ganaron las elecciones presidenciales con mayorías holgadas superiores al 45% (Menem en 1995, De la Rúa en 1999, Cristina Fernández en 2007 y 2011). La excepción fue en 2003, cuando sí hubo escenario de ballottage con una pronunciada dispersión del voto y Menem, calculando su derrota, desistió de presentarse en segunda vuelta, cediendo el triunfo a Néstor Kirchner.

¿Tendremos, acaso, dentro de nueve días un escenario de este ballottage a la criolla que inventamos en 1994? Los votos dirán, pero cualquiera que fuese el resultado, hay un tema candente al que debe darse respuesta. Si bien una reforma constitucional no sería viable en momentos de desconfianza y sospechas recíprocas, es preciso llevar a cabo una nueva ley Sáenz Peña de reforma política a la altura de las exigencias del siglo XXI. A cien años de la culminación de aquella reforma, sería aconsejable convocar al más amplio y generoso consenso para doblegar esos cepos institucionales y, sobre todo, impedir que la degradación de la democracia siga avanzando.

Si algo ha enseñado este proceso electoral es la urgencia de esta reforma. Aun cuando se la practique con escaso brillo, la democracia tiene una virtud secreta: tarde o temprano su práctica revela lo que está oculto y pone en evidencia a las oligarquías que se enmascaran tras ampulosas consignas o se enquistan en gobiernos que se creen perpetuos. Esta materia oscura se ha mostrado y no es agradable de ver. Falta saber si de este desafío podrá nacer una ética reformista. Las dudas son tan grandes como las esperanzas, que jamás hay que perder.

© La Nación

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