Por Beatriz Sarlo |
La Presidenta colgó en www.cfkargentina.com el
reportaje completo que Dexter Filkins grabó como insumo de una
nota sobre Nisman y el pacto argentino con Irán para la revista The New
Yorker. Estoy convencida de que nadie instruyó a la Presidenta sobre
el estilo periodístico de esa publicación. Se vistió como para el té elegante
de la media tarde y se maquilló de un modo que el periodista calificó como
“heavy”.
Probablemente ignoraba que el New Yorker no cuelga los
materiales con los cuales se preparan las notas, porque, desde hace décadas,
confía en la destreza y la buena escritura de sus colaboradores. Si hubiera
hojeado el New Yorker de los últimos meses habría podido
comprobar que la revista no se ensañó con Angela Merkel cuando
la mujer más poderosa del mundo se negó a un reportaje preparatorio de una nota
que respondía a lo que, en el oficio, se llama un “perfil”. Quien lo escribió
aclaró que la canciller alemana no estuvo interesada en una entrevista. Claro,
la canciller habla todo el tiempo con periodistas, de modo que tiene derecho,
en una oportunidad que no confirma ninguna regla, a negarse. Nadie se ofendió.
Y si alguien quiere leer buen periodismo, allí está la nota de George Packer
sobre Merkel, publicada en diciembre de 2014.
O sea que la Presidenta colgó un material preparatorio que sólo ella
piensa que es decisivo, por dos razones. La primera, porque cree que todo lo
que dice es decisivo; la segunda, porque desconfía de todos los que no integren
su más íntimo círculo de servidores.
La Presidenta, que sólo le dio un reportaje a Soledad Silveyra, otro a Rial y
otro a Brienza en años de ejercicio del discurso florido, pensó que no
podía aplicar esta ley de hierro al New Yorker. De todos modos,
ella siempre se equivoca, incluso cuando acierta (acertó al dar el reportaje;
se equivocó al publicarlo entero, incluso agregándole negritas).
En medio de grandes ataques por corrupción, el 7 de julio Dilma dio un
reportaje a Folha de S. Paulo. No fue cordial ni contemporizadora, pero el
diario pudo preguntar con una agudeza impensable en Argentina y ella respondió
duro. Cada lector juzgará el tono. Lo que Dilma no hizo es difundir la versión
completa de lo que Folha publicó. Dilma, en medio de una tormenta de
acusaciones por corrupción en Petrobras que le llegan muy cerca a causa de su
gestión como ministra de Lula en ese rubro, supo que el material que graba un
periodista para una nota es parte del trabajo de ese periodista. Cristina
Kirchner, como bien lo señaló Gabriel Levinas, tiene derecho a
tener su propia grabación, si es que desconfía del entrevistador. Pero no tiene
derecho a difundirla. Ignoramos si Filkins sabía que esto iba a suceder.
Supongo que le importaba poco, porque entre los datos que reunió, la entrevista
a la Presidenta era indispensable (había que hacerla para cumplir a conciencia
el trabajo), pero no agrega nada a lo que Filkins ya sabía antes de desembarcar
en Ezeiza o averiguó después.
Pero a los argentinos nos importa. La Presidenta no es sólo intolerante,
también ignora las reglas del mundo en el que vive y, especialmente, los
buenos modales con el periodismo. No me refiero al mundo cuyas reglas ella
establece, sino a ese más vasto universo donde no gobierna Cristina.
Apostaría a que Dexter Filkins, que ha trabajado en varios frentes
internacionales de tormenta, olvidó rápidamente que la presidenta argentina
ordenó a alguien de su equipo que le arreglara el pelo al periodista del New
Yorker. A lo sumo, lo imagino recordándolo en el bar
de un hotel en Medio Oriente o Rusia: “She came into the room, a sort of aging
beauty, and, believe it or not, ordered one of her aides to tidy up my hair!”. Esta línea de
diálogo, por supuesto imaginaria, es lo que la Presidenta podría suscitar a un
guionista de las series que ella mira por Netflix.
Le guste o no, la Presidenta dio la nota de color en el artículo de
Filkins. En cuanto a lo que Filkins utilizó de su reportaje a Cristina
Kirchner, hago los siguientes números: la nota tiene más de 11 mil palabras, de
las cuales menos de 400 provienen de la entrevista que nuestra presidenta creyó
indispensable que su pueblo conociera. Filkins tenía que hacer esa
entrevista como requisito de su trabajo para la nota, pero seguramente
sabía que no era de allí de donde saldría la información que buscaba sobre la
muerte de Nisman y el pacto con Irán. El New Yorker titula
“Muerte de un fiscal”, y el copete explica: “En Buenos Aires, el caso Nisman
generó teorías conspirativas que incluyen espías, gobiernos extranjeros y
políticos cómplices”. El pasado jueves, la nota figuraba 14 entre las 30 más
leídas del número.
La próxima vez que la Presidenta crea que el New Yorker se
ocupará de ella y no de un escándalo argentino, sería aconsejable que alguien
le tradujera el citado perfil de Angela Merkel. O el de Obama, que escribió
David Remnick, editor jefe del New Yorker. No se sabe por qué Obama
no colgó en su Twitter el video de las entrevistas con Remnick. ¡Las
oportunidades que dejan pasar estos yanquis!
© Perfil
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