jueves, 2 de julio de 2015

El pacto verbal / 1

Por Octavio Paz
La idea de la sociedad como un sistema de comunicaciones tiene cerca ya de medio siglo. Su función ha sido doble: por una parte, reveló una evidencia que había estado, como ocurre a menudo, inexplicablemente oculta hasta entonces; por la otra, ha sido una metáfora aplicada con fortuna al estudio de otros fenómenos. Lo primero no necesita demostración, pues es claro que sociedad y comunicación son términos intercambiables: no hay una sociedad sin comunicación ni comunicación sin sociedad. 

El fundamento de la sociedad no es el pacto social, sino, como el mismo Rousseau lo adivinó, el pacto verbal. La sociedad humana comienza cuando los hombres empiezan a hablar entre ellos, cualquiera que haya sido la índole y la complejidad de esa conversación: gestos y exclamaciones o, según hipótesis más verosímiles, lenguajes que esencialmente no difieren de los nuestros. Nuestras instituciones políticas y religiosas, tanto como nuestras ciudades de piedra y de hierro, reposan sobre lo más frágil y evanescente: sonidos que son sentidos. Una metáfora: el pacto verbal es el fundamento de nuestras sociedades. No obstante ser algo evidente, la definición de la sociedad como un sistema de comunicaciones ha sido criticada muchas veces. Se ha dicho, con razón, que es una fórmula reductiva: la sociedad no sólo es comunicación, sino otras muchas cosas, aunque en todas ellas -política y religión, economía y arte, guerra y comercio- esté presente la comunicación. Para mí, la definición tiene otro defecto: es tautológica y pertenece al género de afirmaciones circulares que, diciendo todo, no dicen nada. Decir que la sociedad es comunicación porque la comunicación es sociedad, no es decir mucho. Además, la tautología encierra un solipsismo. ¿Qué dicen todas las sociedades? Todo ese sin fin de discursos dichos desde el principio de la historia en millares de lenguajes y hechos de millares de afirmaciones, negaciones e interrogaciones que se bifurcan y multiplican en significados distintos y enemigos los unos de los otros, pueden reducirse a esta simple frase: yo soy. Es una frase que admite y contiene variantes innumerables -desde: nosotros somos el pueblo (o la clase) elegida, hasta: seremos destruidos por nuestros crímenes-, pero en todas ellas aparece el verbo ser y la primera persona del singular o del plural. En esa frase, desde el origen, la sociedad dice su voluntad de ser de esta o de aquella manera. Así se dice a sí misma.

Comercio de símbolos

La comunicación como metáfora o analogía para explicar, otros fenómenos ha sido usada en muchas ciencias, desde la biología molecular hasta la antropología. En la antigüedad y en el Renacimiento, la astronomía fue el modelo de la sociedad humana, y todavía Fourier -siguiendo en esto a Platón, como antes Bruno y Campanella- encontraba en las leyes de gravitación que rigen el movimiento de los cuerpos celestes al arquetipo de su ley de la atracción apasionada, que mueve a los hombres y a sus intereses y pasiones. Fourier se creía, con ingenuidad orgullosa, el Newton de la nueva sociedad. Ahora hemos invertido la perspectiva: ya no es la naturaleza el arquetipo de la sociedad, sino que hemos convertido a la transmisión de mensajes en el modelo de las transformaciones químicas de las células y los genes. En la antropología, la metáfora ha tenido también mucha fortuna, y Levi-Strauss ha podido explicar el intercambio de bienes -la exogamía y el trueque- como fenómenos análogos al intercambio de signos, es decir, al lenguaje.

La metáfora lingüística le ha permitido a Levi-Strauss formular una hipótesis que, a su parecer, desentraila el enigma de la prohibición del incesto. Se trata, dice, de una simple regla de tránsito, semejante a las que rigen nuestra elección de este o aquel fonema para formar una palabra o de esta o aquella palabra para construir una frase. Aunque en un caso la elección es inconsciente y en el otro más o menos premeditada, en ambos casos el acto se reduce a escoger entre un signo positivo y otro negativo: éste sí y aquél no. La operación lingüística se puede traducir a términos sociales: porque no me puedo casar con mi hija o mi hermana me caso con la hija o la hermana del guerrero de la tribu vecina y le envío como presente matrimonial a mi hija o mi hermana. Es un mecanismo regido por la misma economía y racionalidad que presiden la elaboración y la transmisión de los mensajes lingüísticos. En el trueque intervienen también las mismas leyes. Como en la exogamia, al intercambiar bienes los primitivos intercambian símbolos. El valor utilidad está asociado siempre a otro valor no material, sino mágico, religioso o de rango y prestigio. Es un valor que: se refiere a otra realidad o que está en lugar de ella. Así, las cosas que se intercambian son asimismo signos de esto o de aquello. El intercambio de mujeres o de productos es comercio de símbolos y de metáforas.

La idea de Clastres

La explicación de Levi-Strauss nunca me satisfizo del todo. ¿Por qué los primitivos deben intercambiar mujeres? O dicho de otro modo: si la exogamia explica la función del tabú del incesto, ¿qué explica a la exogamia? Siempre me ha parecido que la prohibición del incesto, ese primer no del hombre a la naturaleza, fundamento de todas nuestras; obras, instituciones y creaciones, debe responder a algo más profundo que a la necesidad de regular el comercio de mercancías, palabras y mujeres. Hace unos años, un joven antropólogo, Pierre Clastres, en un ensayo brillante y convincente, mostró que la hipótesis del gran maestro francés omitía algo esencial: el intercambio de mujeres y de bienes se inserta dentro del sistema de alianzas ofensivas y defensivas de las sociedades primitivas. Clastres no nos ofrece una nueva interpretación del tabú del incesto, pero sí nos aclara la función del intercambio de bienes y mujeres. La exogamia y el trueque son inteligibles sólo si se sitúan dentro del contexto social de los primitivos: son las formas en que se manifiestan las alianzas; a su vez, las alianzas son inteligibles sólo en un mundo en donde la realidad más general y permanente es la guerra. Los primitivos celebran alianzas -casi siempre efímeras- porque viven en guerra perpetua unos contra otros. La comunicación -intercambio de mujeres y bienes- es la consecuencia de la forma más extrema y violenta de la incomunicación: la guerra. La idea de Clastres, traducida en lenguaje más formal, podría enunciarse así: el sistema de comunicación que forma la red de alianzas que celebran entre ellos los grupos primitivos no es sino la consecuencia de una realidad más vasta y que determina a las alianzas y al sistema de comunicación: la guerra, la no-comunicación.

Se dirá que Clastres nos hace avanzar un poco, pero no demasiado: decir que la comunicación es la respuesta o la consecuencia de la incomunicación es casi una verdad de Perogrullo. Sin embargo, la idea es muy fértil apenas la enfrentamos a lo que antes llamé el solipsismo de la comunicación. Si el fundamento de las alianzas, del comercio y de la exogamia es la guerra, la comunicación está amenazada siempre por su contrario: en el exterior, por el ruido de la guerra, y en el interior, por el silencio amenazante de las conspiraciones y cábalas que pretenden acallar el diálogo social e imponer una sola voz. Las sociedades se niegan a sí mismas por la discordia interior y niegan a las otras por la agresión y la guerra. Lo mismo en el interior que en el exterior, la guerra es el estado original de la sociedad humana, y de allí que, para protegerse contra la violencia de dentro y de fuera, los individuos cedan parcial o totalmente su libertad a un jefe, que se convierte en su soberano. Así, Clastres vuelve a Hobbes. En el instante en que nace el Estado, el lenguaje cambia de naturaleza: deja de ser el pacto verbal del principio y se convierte en la expresión del poder. Los que combaten en una guerra pretenden, por una parte, imponer silencio al adversario; por la otra, luchan porque su palabra domine a las otras. La guerra nace de la incomunicación y busca subsistir la comunicación plural por una comunicación única: la palabra del vencedor. Como todos sabemos, esos triunfos no duran mucho: la palabra imperial termina por quebrarse en fragmentos antagónicos. La comunicación vuelve a su origen: la pluralidad.

Medios de comunicación y lenguaje

La hipótesis de Clastres atenúa el solipsismo: la comunicación es plural porque es polémica. Dije atenúa porque el solipsismo no desaparece del todo: se multiplica y, así, se anula sin cesar y sin cesar renace. La sociedad se dice a sí misma, y cada vez que se dice se contradice y se desdice. Cada sociedad es un decir plural. El verbo ser es un verbo vacío, y sólo es realmente, como lo dice Aristóteles, cuando se realiza a través de un tributo: soy fuerte, soy mortal, soy creyente, mañana no seré, nunca he sido: ser es sólo un sonido, etcétera. La idea de la sociedad como un sistema de comunicaciones debería modificarse introduciendo las nociones de diversidad y contradicción: cada sociedad es un conjunto de sistemas que conversan y polemizan entre ellos. Ni la pluralidad ni la enemistad atentan contra la unidad: los sistemas se resuelven en un sistema de sistemas, es decir, en una lengua. Podemos decir en castellano o en japonés muchas cosas distintas o antagónicas unas de otras y decirlas de diferentes maneras, pero siempre el idioma será el mismo: el japonés o el castellano. Cada lengua es, simultáneamente, afirmación y negación de sí misma. En cada una hay muchas maneras para decir la misma cosa y la misma manera para decir muchas cosas distintas.

Los medios no son lenguajes

Si pasamos del lenguaje a los medios de comunicación, es decir, a los sistemas de fijación, transmisión y recepción de los mensajes, la relación cambia de naturaleza. Los medios, como su nombre lo indica, no son lenguajes. Con mucho brillo y no demasiada razón, McLuhan intentó alguna vez demostrar que la relación entre los mensajes y los medios era de índole semejante a la que se entabla en el interior del lenguaje entre el sonido y el sentido: a cada medio corresponde un tipo de discurso, como cada morfema y palabra emiten un sentido o grupo de sentidos. Pero los significados de cada palabra, aunque sean el resultado de una convención, corresponden invariablemente al mismo significante; en cambio, los medios de comunicación son canales por donde fluye toda clase de signos y, en el caso de la televisión, también toda suerte de imágenes. Los medios de comunicación son, hasta cierto punto, neutrales; ninguna convención predetermina que unos signos sean transmitidos y otros no. Así, hablar del lenguaje de la televisión o del cine es una metáfora: la televisión transmite el lenguaje, pero en sí misma no es un lenguaje. Cierto, puede decirse -de nuevo, como figura o metáfora- que hay una gramática, una morfología y una sintaxis de la televisión: no una semántica. La televisión no emite sentidos, emite signos portadores de sentidos.

La relación entre los medios de comunicación y los lenguajes es laxa en extremo: el alfabeto románico puede servir para escribir todas o casi todas las lenguas humanas. En cambio, hay una correspondencia muy clara entre cada sociedad y sus medios de comunicación. La discusión política en la plaza pública corresponde a la democracia ateniense; la homilía desde el púlpito, a la liturgia católica; la mesa redonda televisada, a la sociedad contemporánea. En cada uno de estos tipos de comunicación la relación entre los que llevan la voz cantante y el público es radicalmente distinta. En el primer caso, los oyentes tienen la posibilidad de asentir y disentir del orador; en el segundo, colaboran pasivamente, con sus genuflexiones, sus rezos y su devoto silencio; en el tercero, los oyentes -aunque sean millones- no aparecen físicamente: son un auditorio invisible. Así, pues, aunque los medios de comunicación no son sistemas de significación como los lenguajes, sí podemos decir que su sentido -usando esta palabra en una acepción levemente distinta está inscrito en la estructura misma de la sociedad a que pertenece. Su forma reproduce el carácter de la sociedad, su saber y su técnica, los antagonismos que la dividen y las creencias que comparten sus grupos e individuos.

Los medios no son el lenguaje: los medios son la sociedad. (Además, cada medio es, por sí mismo, una sociedad: tema que hoy no puedo explorar.)

©  El País (España) – Abril de 1983

Selección: Agensur.info

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