viernes, 19 de junio de 2015

Una democracia de rasgos oligárquicos

Por Natalio Botana

El primer umbral de nuestro régimen político es la democracia electoral. Los millones de electores que lo trasponen depositando su voto deberían tener la certeza de que dicho pasaje se ha hecho con transparencia. La Argentina tuvo que soportar períodos de fraude y deslegitimación de la República tan dañinos como duraderos. 

Por eso, cuando instauramos esta democracia hace más de treinta años, el suelo electoral sobre el que se asienta la soberanía del pueblo fue un punto de partida indiscutible, sin fraudes ni proscripciones, sin manipulaciones ni agachadas.

Lo que pasó en Santa Fe el domingo pasado es un llamado de atención, no tanto porque se haya cometido fraude sino por la circunstancia de no producir un escrutinio con solvencia. Cuesta decirlo, pero éste es otro signo de insuficiencia institucional. Por lo demás, el hecho de que la provincia de Santa Fe se haya transformado en un distrito partido en tres tendencias electorales es otro llamado atención. La democracia inyecta, en efecto, una dosis de incertidumbre que aumenta a medida que la opinión pública se diversifica.

Esto no significa que el país siga el curso de un pluralismo que, de paso, nos advierte que no siempre los oficialismos ganan y, si lo hacen, rubrican una victoria estrechísima con impugnaciones y el rechazo de más del 60% del electorado. Significa, en cambio, que nadie se puede arrogar de antemano triunfos que los consultores y encuestadores dan por descontado. Acaso valdría la pena preguntarse acerca del costo que supone en dinero y desviación de recursos públicos esta proliferación de expertos que creen tener en sus manos las claves del porvenir inmediato.

La dependencia de los candidatos hacia esa recolección de opiniones -algunas desde luego más responsables que otras- nos enseña cómo la dirigencia se deja guiar por una mirada dirigida exclusivamente a las demandas colectivas; vale decir, a la exploración constante de lo que se cree que la gente quiere. Daría la impresión de que se estuviese apagando la visión opuesta, proveniente de la oferta de liderazgos bien pertrechados con atributos personales para convencer y atraer adhesiones.

Guste o no guste, esto es lo que el oficialismo hace sin dar respiro, apoyado en rendimientos económicos de corto plazo con emisión y déficit, en la propaganda absorbente de cadenas de comunicación a la venezolana y en una capacidad no desdeñable para retener su capital electoral. Habría que atender a estas señales para no alentar en exceso las ilusiones que auguran una incontenible marea de cambio. Si ésta es la corriente, recordemos que una cosa es el cambio en estado latente -suma de temores, descontentos y frustraciones- y otra, muy diferente, el cambio manifiesto a tono con liderazgos incorporativos dispuestos a dar cauce a esos sentimientos difusos.

En esta operación reside una de las claves del sistema representativo. De aquí las consecuencias de estas acciones. Hay muchas -Santa Fe es una de ellas-, aunque quizá convenga destacar los contrastes cada vez más evidentes entre la intensidad del régimen electoral, que adiciona aceleradamente comicio tras comicio, y la opacidad que envuelve la toma de decisiones con respecto a la integración de fórmulas presidenciales y listas de candidatos.

No es muy novedoso este escenario: siempre hubo una línea de reflexión en la teoría política que subrayó la malsana combinación entre democracia y oligarquía. Por un lado, el pueblo llamado a ocupar la delantera como protagonista principal; por otro, el pequeño núcleo de fieles a una jefatura que, en espacios herméticos, decide y pone en juego con este método el destino común de la ciudadanía.

En estos días somos espectadores de estas decisiones y lo perturbador del caso es que, desde los rangos del oficialismo se siente desde hace tiempo, ahora más que nunca, un mismo y rancio olor a encierro. El contrapunto entre la política electoral y la política que se hace en secreto, protegida por la encerrona del palacio, está pues en agenda.

Atrincherado tras el relato del país venturoso de la alborada de 2003, con sus logros engordados por medio de estadísticas falseadas, asistimos en el oficialismo a una recreación de la política de los gobiernos electores y del control de la sucesión. En círculos concéntricos, los rumores dan vueltas en los medios de comunicación y en las usinas supuestamente informadas porque se ignora, hasta el instante en que la decisión desciende de las alturas al llano, a quien corresponderá el trofeo de la candidatura. Así ha sido entronizado Carlos Zannini.

Es cierto que esta autoridad decisoria tiende a ser absoluta, pero lo que importa destacar en estas horas es el control que un vicepresidente adicto puede ejercer sobre un presidente no del todo confiable (es el drama de Scioli, cuya figura se reduce minuto a minuto en cámara rápida). Si seguimos así, los candidatos a vicepresidente se convertirán en comisarios de la ortodoxia, investidos de un poder amenazante en el delicado terreno de la sucesión presidencial. Doble estructura y doble comando, como se comprobó históricamente en los regímenes de tipo soviético.

¿Qué decir de la otra orilla de la oposición? Allí el panorama es más complejo dado que en él coexisten la horizontalidad de los radicales y una inclinación hacia el verticalismo en candidatos que pueden caer en la trampa de no abrir puertas y cerrar opciones. El grupo cerrado tiene sin duda la ventaja de la decisión rápida. En sentido contrario, esta actitud no prospera tanto si de ella se desprende una sensación de repliegue y mezquindad. Es preciso despejar cuanto antes estas incógnitas.

Cuando persisten estos cruces entre democracia y oligarquía, la política puede desmoronarse presa de la desconfianza. Estos indicios fluyen en la mayor parte de América latina. Al dar vuelta la página de un período de holgura económica, las sociedades se rebelan y las dificultades se manifiestan a cara descubierta. Cruje lo que parecía adquirido en aquellos que ascendieron sobre la fragilidad de los cimientos fiscales y de la productividad de la economía. Entonces es cuando una dirigencia cómplice en la trama viscosa de la corrupción se siente atenazada frente a las exigencias ciudadanas de no retroceder a épocas pasadas.

En Brasil, Fernando Henrique Cardoso ha hablado de "crisis de legitimidad de las dirigencias". En México se reproduce el descontento con los partidos y la fuga de una porción del electorado hacia candidaturas nuevas e improvisadas. En Chile no faltan cuestionamientos y tampoco en Perú. Ni hablar de España. ¿Temporada del descontento al influjo de la mutación en los vínculos cívicos derivada de la revolución tecnológica y de las redes sociales?

Éstas son algunas pistas de lo que podría sobrevenir entre nosotros si la política no logra despegarse del afán de convertir a los ciudadanos en consumidores masivos de las decisiones que se gestan a distancia. Es posible, pero no inevitable. Lentamente, o a los saltos que impelen los insatisfechos, las democracias abren su propio camino. Y además hay otra razón, porque en torno al estilo oligárquico suele girar la tentación de la desmesura -la hubris- que, tarde o temprano, genera su propia némesis: la respuesta mediante la movilización de los insatisfechos, o a través del voto de una ciudadanía que no tolera dirigentes predestinados. Veremos.

© La Nación

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