Cristina apuesta al
poder perpetuo y su candidato, a la rebelión. El escándalo
Por Roberto García |
Primera regla básica del peronismo: mantener el poder,
personalizarlo y nunca abandonarlo. Fue Menem una copia del General, un
ejemplo pedagógico al que Cristina
imitó con menos éxito.
No logró la reelección, sí
–eventualmente– conservará el control una vez retirada de la cumbre. Al revés
del riojano.
Segunda regla básica del peronismo: llegar al poder con los ojos
cerrados, sin preguntar, ocuparlo, agrandarlo y, luego, unificarlo. Lo
consiguió Néstor Kirchner gracias a Eduardo Duhalde; repite esa tendencia
desprejuiciada ahora Daniel Scioli: se
beneficia de Cristina, inicia –si gana la elección general– un proceso
semejante al de su ex socio santacruceño. Si se lo permiten.
Ambos criterios son contradictorios y de ineludible colisión: una
pretende la vigencia perpetua, digitar detrás del trono y maniatar a su
obligado delfín; el otro, en cambio, sueña con libertad de acción, desarrollo
físico propio, autoridad, supone que el transcurso del tiempo habrá de
favorecerlo. Carrera contra el reloj. Una ya impuso
un cancerbero, Carlos Zannini, dispuesto a observar como un halcón
que a Scioli ni se le ocurra descolgar algún cuadro de Néstor o de Cristina.
Por si no alcanzara ese vigía tenaz en el Ejecutivo, también incorporará
un ejército de custodios en el Poder Judicial y en el Legislativo, por no sumar
otras adyacencias. Una suma de poder que rodeará y aislará al futuro
mandatario para que no piense ninguna travesura típica del cargo. Ese
dato limitante no parece importarle a Scioli: ha saldado, con la designación,
una asignatura psicológica que evidentemente lo agobiaba, dijo que llegó a la
cima, adonde aspiraba, a pesar de una subestimación general.
Comienza una etapa febril e hipócrita, una disputa encubierta por cuatro
años, con signos evidentes de conflicto, aunque nadie imagina venganzas del
sciolismo. Un caso: ¿tendrá Zannini un despacho en la Casa Rosada o sólo tocará
la campanita en el Senado? Scioli
supo disponer de un lugar mínimo apenas empezó Néstor, pero le duró
poco el espacio: entre El, Ella y Zannini lo despojaron del histórico cuarto,
le cambiaron la cerradura y se lo cerraron por refacciones y pintura. Para
acceder a la Rosada desde entonces no le alcanzaba ni con pedir permiso (al
tiempo, claro, que el Gobierno utilizaba un periodista militante para
denunciarlo, también a su esposa Karina, y reclamaba su renuncia en el esbozo
del “Vamos por todo”).
Se desliza un fantasma en esta potencial reyerta típica del peronismo y
no sólo por la comparación obvia de “Cámpora al Gobierno, Perón al poder”. Más
congruentes, en todo caso, aparecen tétricos aquellos complots de los 70 en los
que el segundo desplazaba al primero en ciertas administraciones.
Paradójicamente, los roles políticos se han invertido: ahora la derecha
encabeza y la izquierda –según los diccionarios de la época– conspira.
Por si hay dudas, remitirse a la última y sincera confesión de un
miembro de Carta Abierta, dispuesto al golpe institucional.
A disgusto, contrariando deseos, Cristina cambió. En principio, como
en la mayoría de las elecciones, regresó al peronismo explícito, al aparato,
una fuente de recursos habitual. Además, lejos de odios y caprichos personales, nominó a
Scioli por encima de Florencio Randazzo (quien, al parecer,
llegó a suponer que podía ser presidente por su cuenta y, desairado, provocó un
escandalete para los códigos militares del oficialismo al rechazar el sucedáneo
de la candidatura a gobernar Buenos Aires).
Se rindió la Presidenta al “úselo y tírelo” de Scioli y a los
encuestadores profesionales, quienes le expusieron: uno mide más que el otro,
se lo reconoce en sectores que ni siquiera son afines al Gobierno; para ganar
entonces –recomendaron– es necesario ir con el gobernador menos querido.
Frente a esa flexibilidad, del otro lado Mauricio Macri mantuvo
su empecinada terquedad, una obstinación sospechosa para más de uno,
siguiendo a pie juntillas los sondeos de su propio consultor, Jaime Duran
Barba, quien le promete victoria en una segunda vuelta si persiste en la
coloratura propia. Esa pureza étnica del PRO, al menos en los rubros estelares,
implica no competir ni asociarse con Sergio Massa, negarse a presidir con
manchas peronistas un bloque opositor bajo el concepto de que “ganamos
perdiendo”. Una resignación, en apariencia.
Se negó –por lo menos hasta ayer mismo– a conciliar alternativas que le
proponían hasta sus aliados del radicalismo (no hacer interna y compartir
fórmula con Ernesto Sanz de segundo y convalidar el binomio Massa-Vidal en el
territorio bonaerense), socios duchos y temerosos de que el cristinismo saque
ventajas al saltearse las PASO presidenciales con la lista única y, mucho más,
de que no puedan fiscalizarse con solvencia los comicios en la determinante
provincia de Buenos Aires.
Lluvia sobre mojado, cuando el tándem Macri-Duran Barba ni siquiera
pareció advertir que en otras experiencias provinciales el PRO no transitó con
holgura los resultados electorales. Pero al intendente candidato no lo
conmovían ruegos ni conveniencias, era una esfinge ante los reclamos aliados.
Por más que aceptó reuniones mínimas en las que insistió en su contumacia de no
revisar la modificación de reglas electorales, mucho menos los guarismos
adversos, se refugió –según sus críticos– en una soberbia de jefe porteño que
plagió de Cristina en el orden nacional. Otra persona, más narcisista
también.
Inclusive, hasta incorporó la misma pasión por las mascotas que la dama
presidencial: va a todas
partes con su perro color champán, de pelo corto, el que juguetea a
veces en la puerta de la Fundación Pensar que a menudo visita y, en ocasiones,
hasta lo lleva a reuniones de equipo, como solía lucirse aquel excéntrico rey
Christian VII de Dinamarca, que a su can Gourmand lo designó miembro del
gabinete. A este perro privilegiado, Macri lo bautizó Balcarce, como si fuera
una premonición sobre su futuro paradero, su destino: 150, obvio, no la tierra
de Fangio y las papas.
Aun así, sin embargo, sus objetores más cercanos lo redimen: desconfían
de la religión excluyente de Duran Barba, de la postergación a los peronistas
que hicieron cola para sumarse, de la tibieza crítica que expresa sobre el
gobierno de Cristina, de la carencia volitiva para ganar la elección y hasta de
las curiosas asociaciones en que, juntas, aparecen algunas de sus empresas
favoritas con otras empresas favoritas de su vecina de Plaza de Mayo.
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