miércoles, 10 de junio de 2015

Cambio, no continuidad

Por Luis Alberto Romero
"Continuar con la transformación." "Cambiar la política y la cultura." Tales son los mensajes, escuetos y hasta pobres, de los principales candidatos. Para quienes ya tienen decidido su voto, los sobreentendidos les alcanzan. Para los indecisos, las diferencias no son tan claras. La política no es su prioridad y su atención es fluctuante. 

Son sensibles a las olas del consumo, las cuotas y los subsidios. Les preocupan la inflación, la inseguridad, los impuestos, pero su opinión sobre las causas y los remedios es volátil. Perciben las dificultades futuras, pero no creen que alguien pueda resolverlas y sólo se preguntan quién podrá protegerlos mejor. Son los que decidirán la elección. Los que tienen que elegir entre continuidad o cambio. Los que deberían entender mejor qué es lo que podría continuar o no: la forma de gobernar de los Kirchner.

A la pareja presidencial se le debe conceder el beneficio de inventario. En 2003 recibieron un país con un sistema político e institucional desarticulado por la crisis de 2002. El Estado, que arrastraba décadas de erosión, era una herramienta poco eficaz. Una gruesa brecha separaba la parte más ordenada de la sociedad del abismal mundo de la pobreza. Por otro lado, comenzaba entonces el esplendoroso ciclo de la soja, que revitalizó a una parte de la sociedad y sobre todo al fisco.

En ese contexto hay que entender el modo de gobernar desarrollado por los Kirchner durante doce años. Muchas cosas han cambiado, como el relevo del conductor, pero se mantuvo un conjunto de prácticas estables y coherentes. Se agrupan en cuatro núcleos principales, a los que remiten las cuestiones más específicas: la ruptura de la institucionalidad republicana, la absorción del Estado por el gobierno, la organización de un régimen cleptocrático y la construcción de un discurso divisivo.

El primer núcleo es institucional. El presidente ha subordinado y minimizado a los otros poderes. Dominó el Congreso con una mayoría justa, pero disciplinada. Controló a los jueces con prebendas, amenazas y adoctrinamiento, y usó la mayoría parlamentaria para acomodar las reglas de la Justicia. Los organismos de control fueron neutralizados por quienes los manejaron. Esta subversión republicana se había iniciado en 1989, pero los Kirchner la profundizaron y la llevaron a una etapa superior, concentrando con obstinación e ingenio el poder en el presidente. En los últimos años, Cristina Kirchner explicitó las ideas subyacentes: quien tiene la mayoría tiene todo el poder y lo ejerce sin limitaciones. Estas ideas llevaban a la dictadura; fueron frenadas, pero no abandonadas. Esta es una de las cosas sobre las que habrá que optar en octubre.

El segundo núcleo se refiere al control del Estado por el gobierno, es decir el presidente y su círculo. Como en el cuento de Horacio Quiroga, el insecto engordó con la sangre de la niña y hoy tenemos un Estado raquítico y exangüe y un gobierno inmenso, poderoso y arbitrario. Los Kirchner exprimieron el Estado para construir su propio poder y, en primer lugar, para producir o fabricar los sufragios necesarios para ganar las elecciones. El terreno más adecuado fue y sigue siendo el mundo de la pobreza, donde los ciudadanos son escasos y las necesidades son muchas. Allí cada intendente construyó las redes que penetraron en la sociedad profunda; por ellas circularon los fondos del Estado, bajo la forma de subsidios discrecionales, trasmutados en votos. Con las diferencias lógicas, lo mismo ocurrió con muchos empresarios, con Madres de Plaza de Mayo y con tantos otros. Así se formó el Partido del Gobierno, con el que es difícil competir desde el llano.

Este manejo del Estado acentuó el deterioro de sus agencias administrativas, de su burocracia y de la idea misma de Estado. Un ejemplo temprano fue el Indec, donde se destruyó una agencia excelente. La reciente invasión de los militantes de La Cámpora muestra al extremo la suerte corrida en todas partes por el funcionariado especializado. Sus consecuencias son las generalizadas deficiencias en la gestión, que se hicieron evidentes en el accidente ferroviario de Once y también en infinitos casos menos llamativos. Este Estado, incapaz e impotente, fue gobernado con golpes de autoridad, de propósitos cambiantes y contradictorios, propios de un gobierno que no tuvo objetivos de largo plazo. En octubre habrá que elegir entre continuar con un gobierno de este tipo o reconstruir un Estado en forma, previsible y eficiente.

El tercer núcleo es la corrupción, una patología hasta cierto punto corriente en cualquier gobierno. Entre nosotros comenzó a aumentar peligrosamente de escala en los años noventa, en tiempos de la "carpa chica" y el "robo para la corona". Los Kirchner la han llevado a un nivel superior y la convirtieron en un rasgo específico de su manera de gobernar, que merece un nombre singular: "cleptocracia".

Con los Kirchner triunfó la política. Los gobernantes dejaron de ser simples receptores de coimas ofrecidas y se convirtieron en los promotores de los negocios que las generan, en sociedad con sus "empresarios amigos". La compleja maquinaria fue promovida desde el gobierno, de manera sistemática, al punto que buena parte de sus acciones parecen motivadas por los beneficios a percibir. Basta recordar los subsidios administrados por Ricardo Jaime o Sergio Schoklender. El daño fue doble: mala gestión de las tareas estatales y apropiación privada de una masa considerable de bienes públicos. Es difícil calcular su magnitud, pero seguramente allí fue a parar una parte importante de lo generado por la soja. En octubre también habrá que decidir si se continúa o no con la cleptocracia.

El cuarto núcleo es el discurso o relato. Fue fundamental para construir el campo político, dividido tajantemente entre el "proyecto popular" y el de "los enemigos del pueblo", un espacio amplio en el que muchos fueron incluidos, ocasional o permanentemente. Dividiendo y polarizando la opinión, el Gobierno consolidó su campo propio y fragmentó el del adversario. También supo construir una realidad alternativa, imaginaria, útil para el consumo de los convencidos y para la captación de incautos, donde los problemas no existen o son culpa de los otros.

El relato narra la epopeya de un gobierno fundador, llegado para regenerar a la Argentina. Usa tópicos del revisionismo histórico, pero no pretende arraigar en una tradición anterior, ni siquiera en la de Perón. Más peso tienen los motivos facciosos de los años setenta, combinados con una visión de los derechos humanos en clave revanchista.

Cada uno de estos elementos evoca sentidos y sentimientos arraigados. El conjunto suele ser contradictorio, pero esa inconsistencia permitió a los Kirchner cambiar permanentemente la agenda en debate y mantener la iniciativa. El tema del día fue repetido de manera monocorde por infinidad de voceros, con recursos mediáticos costeados por el Estado. Su carácter provocador y descalificador entusiasmó a los creyentes, enfureció a los agnósticos y fue indiferente para otros. Ellos son quienes tendrán que decidir si quieren o no seguir, por ejemplo, con las cadenas oficiales y los monumentos a Néstor Kirchner.

Hagamos el balance. Los Kirchner recibieron, junto con el gobierno, el regalo de la soja. Pudieron hacer muchas cosas y no las hicieron. Dejan un país con tantos o más pobres que antes, un Estado destrozado, instituciones arrasadas y una opinión dividida y enfrentada.

Quienes abogan por la continuidad, aun con cambios, no necesitan entrar en detalles: sólo tienen que remitirse a los doce años de gestión y a sus realizaciones. Quienes se proponen cambiar esto deberán explicar a sus posibles votantes cómo se relaciona cada problema -la inflación, la inseguridad, los impuestos o cualquier otro- con la matriz sustantiva del gobierno de los Kirchner. Pero, sobre todo, deberán convencerlos de que son capaces de obtener mejores resultados. La voluntad de cambio es importante, pero necesita tener un sentido, ir a alguna parte. Aunque sea algo tan simple como volver a tener un país normal.

© La Nación

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