domingo, 10 de mayo de 2015

La increíble historia de las dos Cristinas

Por Jorge Fernández Díaz
Debatir y comer no es muy recomendable para una buena digestión, pero aquel mediodía primaveral no había posiciones tensas e irreductibles en la quinta de Olivos. 

Y la dieta frugal, siempre idéntica a sí misma, no se le atragantó a nadie: pollo con arroz para Néstor, bife con puré para Alberto y una ensalada verde para Cristina. 

Los Kirchner habían invitado a solas a su jefe de Gabinete para sorprenderlo con el proyecto de reducir el número de los miembros de la Corte Suprema de Justicia, y la discusión pasaba entonces por entender si siete era mejor que cinco. Alberto Fernández preguntó si la versión más reducida no agobiaría a los jueces supremos por el tremendo caudal de trabajo, y Cristina Fernández argumentó con ahínco institucionalista las ventajas prácticas y además la importancia simbólica de regresar al número original previsto por la reforma constitucional de 1860. Parecía Thomas Jefferson. Todavía a finales de 2006 Néstor Kirchner intentaba dejar atrás el sesgo feudal de su gestión santacruceña, esencialmente por ser piantavotos, y Cristina hacía gala de un republicanismo legislativo y cosmopolita. "Bueno -acordó Alberto-, ¿cómo presentamos este tema? ¿Con una conferencia de prensa?" La primera dama negó con la cabeza, y respondió: "No, no. Yo lo voy a dar a conocer en el recinto, pero me gustaría explicárselo antes a algunos pocos periodistas".

Veinticuatro horas después fueron citados de urgencia al Senado de la Nación Joaquín Morales Solá, Eduardo van der Kooy y Mario Wainfeld, los tres principales columnistas de los diarios nacionales. A pedido de Cristina, también fue convocado Marcelo Longobardi, que ya lideraba la mañana de la radio. Los cuatro colegas aguardaron en la sala de espera preguntándose qué primicia colosal les deparaba el día. Finalmente, Cristina los recibió con enorme cordialidad y los convidó con café. A Joaquín le pidió perdón por un sablazo público que injustamente le había asestado su marido desde el atril: "Vos sabés cómo es Néstor; a veces va al micrófono sin escuchar a nadie", le soltó la senadora. Luego abrió el juego: "Los invité a ustedes porque los respeto, aunque no siempre esté de acuerdo con lo que dicen". Hizo un pequeño silencio mientras abría su botellita de agua mineral, y agregó: "Pero se puede disentir y se puede convivir al mismo tiempo". Durante ochenta minutos, explicó las razones históricas y políticas de la reducción de los miembros del máximo tribunal. "Elegimos la fórmula que rigió la Corte Suprema durante casi cien años. No hay por qué despreciar las buenas cosas del pasado", fundamentó. Parecía más una intelectual que una política, y juraba que su objetivo consistía en oxigenar y fortalecer las instituciones. Las crónicas de la época no dudan ni la contradicen. No tenían por qué.

Ocho años más tarde, esa misma dirigente encabeza una escalada salvaje para ampliar los miembros de la Corte después de haber intentado en vano sitiarla con conjueces militantes. La feroz campaña incluye la necesidad de demostrar que Fayt está senil y debe ser derribado de su cargo, y también el hostigamiento día y noche a Ricardo Lorenzetti: el Gobierno le pidió a Hebe de Bonafini que los escrachara a ambos con un carpetazo público. Hebe no se privó de comparar a Fayt con una "momia" y a Lorenzetti con un "mono", luego de reclamarle al presidente la renuncia y adjudicarle presuntos delitos en el ejercicio de su función. La estrategia de mínima consiste en paralizar a la Corte durante este año de elecciones cruciales y causas calientes para el oficialismo. Y, de máxima, lograr su copamiento y, eventualmente, colar alguna vez entre sus filas al monje negro de Balcarce 50: Carlos Zannini. Aquel republicanismo de 2006 es tachado hoy de simple conservadurismo por los cristinistas, que en algún momento de todos estos años bajaron de Sierra Maestra. Los periodistas, que antes eran considerados interlocutores incómodos pero amables, se transformaron en enemigos a difamar y a vencer, y la idea de disentir y convivir a un mismo tiempo fue arrojada al cesto de la historia: no se debe transar con los "voceros de las corporaciones"; a ellos sólo hay que derrotarlos sin piedad. ¿Qué opinaría aquella senadora racional y educada de este horrible zafarrancho? Cristina no resiste ya no una comparación con otros estadistas de la región, sino consigo misma. ¿Se traicionaba antes o se traiciona ahora? ¿Qué pensaría aquella legisladora democrática de una jefa del Estado que cuelga el retrato de su propio marido en el Salón de los Patriotas de la Casa de Gobierno?

Sobre esta mutación asombrosa existen varias conjeturas posibles. Cristina Kirchner operaba en su pago chico como la socia perfecta de un señor feudal, que en realidad era su jefe. Pero practicaba en Buenos Aires una política abierta, pluralista y antagónica, y se codeaba con republicanistas notorios como Elisa Carrió. Aunque participaba de las medidas ejecutivas de su esposo en Santa Cruz, nunca cargaba con el peso de la decisión final. Como cualquiera sabe, no es lo mismo ser el número uno que el número dos en la pirámide de una organización; tampoco es equiparable un gestor diario de la cosa pública y una parlamentarista: se trata de dos oficios muy diferentes. Los Kirchner llegaron a la Casa Rosada como pollos mojados, comprendiendo que tras las crisis de 2001 esta sociedad exigía una agenda de normalización republicana, y a ella se abocaron en los primeros años. Después ocurrió el primer episodio de la metamorfosis: Cristina tomó el timón y debió conducir por primera vez el barco. Cierto complejo la llevó a pensar entonces que cualquier crítica a sus resoluciones como funcionaria constituía una afrenta personal, y que cualquier protesta podía ser un intento destituyente. La mínima resistencia a convalidar sus políticas de Estado fue para ella un desafío inaceptable, y, por lo tanto, merecía cada vez un castigo ejemplar y otro y otro más, en una progresión de fortalezas y malentendidos que la fue rápidamente radicalizando. Amanuenses intelectuales fueron creando coartadas teóricas para este cambio pedestre, y llegaron a su paroxismo con la muerte de Néstor, cuando tal vez liberada de la prudencia pragmática y escasamente ideológica de su compañero, quiso Cristina ser la que había sido en un pasado mítico e improbable. Como sea, a esta sucesión de desdichas debemos su giro copernicano, desde aquel almuerzo en Olivos hasta este fin de ciclo cochambroso. Thomas Jefferson se transformó en Hugo Chávez, o por lo menos en el chavismo light que la Argentina le permite. Con todas las críticas que se le podían hacer al kirchnerismo de entonces, aquel país luce hoy mejor si se lo compara con esta República remendada que nos dejan. A la oxigenación de las instituciones, la plena división de poderes, la tolerancia al cuestionador y el pudor republicano, tal vez, habría que añadir los superávits gemelos, la bajísima inflación, la negociación de la deuda, y el fortalecimiento y la competitividad de la moneda. La Presidenta entregará su banda con un pavoroso déficit fiscal, altísima inflación, default técnico, cepo al dólar, atraso cambiario y recesión. No hay gobernante, sostenía Jefferson, que teniendo fuerza suficiente no esté siempre dispuesto a convertirse en absoluto. Y advertía: "Una sola cosa nos explica bien la historia y es en qué consisten los malos gobiernos".

© La Nación

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