viernes, 10 de abril de 2015

Empresarios y sindicalistas vuelven a subir la voz

Por Luis Alberto Romero
Como en un canon o una fuga, en el debate sobre la Argentina poskirchnerista las distintas voces se hacen oír sucesivamente. Primero fue la sociedad civil opositora: a través de sus organizaciones o de masivas manifestaciones cívicas, delineó una propuesta que liga el fortalecimiento institucional y estatal con el desarrollo y la equidad. Después entraron los políticos opositores, tratando de compatibilizar la competencia con los acuerdos necesarios para gobernar.

En estas semanas se empieza a escuchar con fuerza la tercera voz: las grandes corporaciones. El Grupo de los Seis anuncia una evaluación del estado del país al fin de ciclo de los Kirchner, mientras los sindicatos, luego de un paro masivo, apuntan a reconstruir una CGT unificada. ¿Afianzarán la república o volverá la Argentina corporativa?

Desde que se organizó el Estado nacional, ha habido un contrapunto entre los representantes electos para gobernarlo y los representantes de los intereses. Unos se sustentan en el voto; los otros, en su peso social y económico. Al principio la intervención empresaria se limitó a algunos lobbies, como el del Centro Azucarero Tucumano. Desde 1933, ante la crisis, el Estado propuso una fórmula novedosa: las Juntas Reguladoras de la Producción. En cada rubro, se convocó a los sectores vinculados para elaborar acuerdos sobre precios y cuotas de producción, que luego discutiría el Congreso. Primaba la decisión del órgano representativo democrático, pero sustentada en el acuerdo corporativo.

Perón impulsó a la corporación sindical y la incluyó en su vasta Comunidad Organizada. El Congreso quedó de lado. El Estado debía organizar los acuerdos entre las partes, subordinados a una directiva general y con la cohesión emanada del liderazgo y la doctrina. Luego de la caída de Perón, el cascarón estatal se desmoronó. Las instituciones republicanas no lograron la legitimidad necesaria para reemplazarlo, y las corporaciones tuvieron su momento de esplendor.

En el llamado "parlamento negro", negociaban los sindicatos, los empresarios, los militares y la Iglesia. En los años 70, sus débiles acuerdos estallaron con la movilización social y política, y el proyecto de Perón en 1973 de recomponer el acuerdo corporativo -con el respaldo simbólico de la representación parlamentaria- se derrumbó antes de su muerte, encendiendo los fuegos del conflicto social y político. La dictadura los apagó con el terrorismo de Estado y manejó los conflictos con criterio militar. El gobierno democrático de 1983, con fuerte legitimación ciudadana, sin embargo, debió enfrentar a las dos grandes corporaciones -expresadas en los "capitanes de industria" y la CGT de Ubaldini- junto con los reclamos de otros numerosos grupos de interés, que demandaban por lo que la democracia les había prometido.

Desde los años 70, la relación entre el Estado y las grandes corporaciones venía cambiando. Ministerios y agencias estatales fueron colonizadas por los grupos de interés, que dirimían sus conflictos dentro mismo del gobierno. En lugar de grandes acuerdos sectoriales, como las leyes de Asociaciones Profesionales o de Promoción Industrial, aparecieron los beneficios singulares, casi prebendarios, como los recibidos por Aluar a las empresas de electrodomésticos en Tierra del Fuego.

Con la democracia, muchos políticos se convirtieron en gestores de empresarios; el sistema se desplegó con amplitud en tiempos de Menem y pasó a un nivel superior en los años kirchneristas, cuando se convirtió en cleptocracia. El uso del Estado en beneficio del grupo gobernante ha desquiciado las cosas de tal modo que es imposible seguir adelante con este esquema. En un contexto general de aspiración al cambio político e institucional, llega la hora en que las corporaciones deben definirse.

Las organizaciones empresarias vienen de años poco felices, en los que sacrificaron sus intereses ante los diktat del gobierno. ¿Por qué los acataron? Porque cada uno atendió a su juego. Un grupo de empresarios entró en el círculo perverso de la prebenda y el retorno con el que se construyó el régimen cleptocrático. Otros se atemorizaron ante las sanciones de un poder gubernamental que ignoró la ley. Alguien habló de "la era del reculaje". En el fondo, carecieron de organización y de conciencia de clase; igual que los trabajadores de fines del siglo XIX, cuyas protestas eran acalladas por la prepotencia patronal o la represión gubernamental. Los empresarios parecen necesitar militantes, como los fundadores del movimiento obrero, para que les expliquen que su fuerza está en la unidad y en el proyecto común.

Hoy estas organizaciones parecen animadas por un nuevo impulso. Entre ellos, el interés colectivo se está construyendo entrelazado con la cosa pública. Postulan que las instituciones de la República son buenas para todos y también para los negocios, lo mismo que un Estado que cumpla con sus responsabilidades y una sociedad que sobre la base de la equidad recupere su perdida cohesión. Se insinúa otro debate entre los paradigmas del empresario prebendario o el innovador. El primero es tentador: asegura lucros fáciles y hasta tranquiliza la conciencia cuando se disfraza de populismo. El segundo los desafía a poner su empeño en la expansión de las capacidades productivas de la sociedad, como ya lo vienen haciendo los empresarios agrarios o toda una camada de jóvenes hombres de negocios.

La historia reciente del sindicalismo es igualmente triste. En los años 90, debilitados por las privatizaciones y la apertura económica, se dividieron entre quienes aceptaron las modificaciones a cambio de beneficios personales, y quienes las resistieron. En los años kirchneristas, con organizaciones sindicales fortalecidas por la reactivación, la división separó a los que acataban la autoridad presidencial y los que defendían algo de su vieja independencia. En todos los casos, los grandes sindicalistas se enriquecieron, se hicieron empresarios o convirtieron a sus sindicatos en empresas. Pero su peso como corporación, que otrora supo tallar fuerte, disminuyó notablemente.

Los sindicatos saben cómo defender el salario y el empleo, pero no están preparados para pensar más allá de lo suyo, ni para asumir compromisos con otros sectores ni para participar en las movilizaciones civiles. Actualmente discuten sobre la reunificación de las diferentes centrales y, probablemente, preparan el retorno de la "línea Ubaldini" de los paros generales. Sin embargo, pueden detectarse algunas voces que reflexionan sobre los problemas generales y sobre las responsabilidades que cada sector deberá asumir en un futuro proceso de reconstrucción. Quizá se abra el espacio para un debate más amplio en el Comité Confederal, cuando deban discutir la cuestión de la unidad.

En cualquier caso, las grandes corporaciones vuelven a la escena. Al próximo gobierno se le planteará el problema de cómo manejarse con estos intereses sectoriales organizados durante el proceso de reacomodamiento y ajuste de la economía. Nuestro pasado abunda en ejemplos de manejos catastróficos, en tiempos en que el Estado tenía más consistencia que hoy. La fuga de Bach puede tener un final poco armónico, en el que las voces no se reencuentren.

Para evitar la colisión catastrófica será indispensable fortalecer el polo político con un acuerdo sólido, y hacerlo rápidamente, dejando atrás las heridas o magullones de la competencia electoral. Sobre esa base, el gobierno debería concertar con empresarios y sindicalistas un programa que comience con el control de la inflación y apunte a unir el crecimiento con la equidad. Unos deberán concentrarse en crear más riqueza, con riesgo e innovación, y los otros en cuidar su distribución. Eso requiere la intervención de un Estado reconstituido, con autoridad y experticia, que combine ambas cosas, y maneje la coyuntura y la transición. Esto es sólo wishful thinking, con un poco de razón geométrica y un poco de ilusiones. Lo difícil queda para que lo hagan los políticos.

© La Nación

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