Por Manuel Vicent |
Diario de un vuelo a Grecia en primavera. Diez segundos
después del despegue, por la ventanilla del avión puedo comprobar que el ser
humano se convierte en una hormiga antes de desaparecer de inmediato de la faz
de la tierra. En esos valles y campas que se divisan desde una altura
considerable, habrán sucedido grandes batallas con hechos heroicos dignos de
ser recordados, pero han sido suficientes cinco minutos de vuelo para que la
naturaleza haya devorado por completo a la historia para convertirla en simple
cosmología.
No existen rastros de ciudades ni de caminos. Desde esta
altura la humanidad puede ser considerada como cualquier otra plaga invisible
que está destruyendo el planeta.
O tal vez la humanidad en este momento se reduzca al señor
del asiento de al lado, que sin conocerme de nada, me cuenta con todo pormenor
su operación de trasplante de hígado.
Abajo ha empezado la primavera y la fiesta del equinoccio lo
celebran con el mismo bullicio los virus, las bacterias, el polen de las
flores, los insectos, los reptiles y todos los simios, pero pienso que el avión
me lleva al origen de nuestra antigua cultura.
A través de la ventanilla veo el mar donde naufragaron todos
los dioses y los perfiles de la Italia del latín y las creencias. Cuando
después de dos horas el vuelo pierde altura aparecen las costas de Grecia y mi
vecino se recrea en los detalles de la vida que le ha proporcionado el hígado
extraído de un joven muerto en accidente de moto. Pido a Platón que venga en mi
ayuda y de pronto aparece la Acrópolis de Atenas en el horizonte.
A medida que el avión desciende todo vuelve a su estado
natural, las hormigas se convierten de nuevo en personas cada una con el ansia
de inmortalidad a cuestas y yo me planteo qué es más importante: la técnica de
un trasplante de hígado o la belleza del Partenón.
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