Por Arturo Pérez-Reverte |
Supongo que a muchos se les habrá olvidado ya, si es que se
enteraron. Por eso voy a hacer de aguafiestas, y recordarlo. Entre otras cosas,
y más a menudo que muchas, el ser humano es cruel y es cobarde. Pero, por
razones de conveniencia, tiene memoria flaca y sólo se acuerda de su propia
crueldad y su cobardía cuando le interesa. Quizá debido a eso, la palabra
remordimiento es de las menos complacientes que el hombre conoce, cuando la
conoce. De las menos compatibles con su egoísmo y su bajeza moral. Por eso es
la que menos consulta en el diccionario. La que menos utiliza. La que menos
pronuncia.
Hace dos años, Carla Díaz Magnien, una adolescente
desesperada, acosada de manera infame por dos compañeras de clase, se suicidó
tirándose por un acantilado en Gijón. Y hace ahora unas semanas, un juez
condenó a las dos acosadoras a la estúpida pena -no por estupidez del juez, que
ahí no me meto, sino de las leyes vigentes en este disparatado país- de cuatro
meses de trabajos socioeducativos. Ésas son todas las plumas que ambas pájaras
dejan en este episodio. Detrás, una chica muerta, una familia destrozada, una
madre enloquecida por el dolor y la injusticia, y unos vecinos, colegio y
sociedad que, como de costumbre, tras las condolencias de oficio, dejan atrás
el asunto y siguen tranquilos su vida.
Pero hagan el favor. Vuelvan ustedes atrás y piensen. Imaginen.
Una chiquilla de catorce años, antipática para algunas compañeras, a la que
insultaban a diario utilizando su estrabismo -«Carla, topacio, un ojo para acá
y otro para el espacio»-, a la que alguna vez obligaron a refugiarse en los
baños para escapar de agresiones, a la que llamaban bollera, a la que
amenazaban con esa falta de piedad que ciertos hijos e hijas de la grandísima
puta, a la espera de madurar en esplendorosos adultos, desarrollan ya desde
bien jovencitos. Desde niños. Que se lo pregunten, si no, a los miles de
homosexuales que todavía, pese al buen rollo que todos tenemos ahora, o decimos
tener, aún sufren desprecio y acoso en el colegio. O a los gorditos, a los
torpes, a los tímidos, a los cuatro ojos que no tienen los medios o la entereza
de hacerse respetar a hostia limpia. Y a eso, claro, a la crueldad de las que
oficiaron de verdugos, añadamos la actitud miserable del resto: la cobardía, el
lavarse las manos. La indiferencia de los compañeros de clase, testigos del
acoso pero dejando -anuncio de los muy miserables ciudadanos que serán en el
futuro- que las cosas siguieran su curso. El silencio de los borregos, o las
borregas, que nunca consideran la tragedia asunto suyo, a menos que les toque a
ellos. Y el colegio, claro. Esos dignos profesores, resultado directo de la
sociedad disparatada en la que vivimos, cuya escarmentada vocación consiste en
pasar inadvertidos, no meterse en problemas con los padres y cobrar a fin de
mes. Los que vieron lo que ocurría y miraron a otro lado, argumentando lo de
siempre: «Son cosas de crías». Líos de niñas. Y mientras, Carla, pidiendo a su
hermana mayor que la acompañara a la puerta del colegio. La pobre. Para
protegerla.
Faltaba, claro, el Gólgota de las redes sociales. El
territorio donde toda vileza, toda ruindad, tiene su asiento impune. Allí, la
crucifixión de Carla fue completa. Insultos, calumnias, coro de divertidos
tuiteros que, como tiburones, acudieron al olor de la sangre. Más bromas, más
mofas. Más ojos bizcos, más bollera. Y los que sabían, y los que no saben, que
son la mayor parte, pero se lo pasan de cine con la masacre, riendo a costa del
asunto. La habitual risa de las ratas. Hasta que, incapaz de soportarlo, con el
mundo encima, tal como puede caerte cuando tienes catorce años, Carla no pudo
más, caminó hasta el borde de un acantilado y se arrojó por él.
Ignoro cómo fue la reacción posterior en su colegio.
Imagino, como siempre, a las compis de clase abrazadas entre lágrimas como en
las series de televisión, cosa que les encanta, haciéndose fotos con los
móviles mientras pondrían mensajitos en plan Carla no te olvidamos, y
muñequitos de peluche, y velas encendidas y flores, y todas esas gilipolleces
con las que despedimos, barato, a los infelices a quienes suelen despachar
nuestra cobardía, envidia, incompetencia, crueldad, desidia o estupidez. Pero,
en fin. Ya que hay sentencia de por medio, espero que, con ella en la mano, la
madre de Carla le saque ahora, por vía judicial, los tuétanos a ese colegio
miserable que fue cómplice pasivo de la canallada cometida con su hija. Porque
al final, ni escozores ni arrepentimientos ni gaitas en vinagre. En este mundo
de mierda, lo único que de verdad duele, de verdad castiga, de verdad remuerde,
es que te saquen la pasta.
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