Macri salió al cruce
de los negocios del Gobierno con los derechos humanos.
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Por James Neilson |
Cuando Mauricio Macri dijo que, una vez instalado como
espera en la Casa Rosada, pondría fin a “los curros” de los derechos humanos,
aludía a los negocios de integrantes de la rama empresarial de Madres de Plaza
de Mayo que, a cambio de cantar loas al gobierno kirchnerista y sumar sus voces
al coro de aplaudidores que asistirían a los actos propagandísticos que
montaría, recibieron vaya a saber cuántos millones de dólares que pronto se
esfumarían.
El jefe de Gobierno porteño pudo haber ido mucho más lejos. Con
astucia envidiable, el pragmático matrimonio santacruceño se las arregló para
apropiarse de una causa que le aseguraría un barniz ético que de otro modo
nunca hubiera conseguido.
Al erigirse en paladines un tanto tardíos de los derechos
humanos, Néstor Kirchner y su esposa lograron congraciarse con una parte
sustancial de la progresía local, en especial con la vinculada, aunque sólo
fuera emotivamente, con los grupos terroristas que, luego de perder la guerra
sucia, triunfarían en el terreno político. Andando el tiempo, se oxidaría el
blindaje moral que les prestaron a los kirchneristas sus nuevos aliados, pero
así y todo sigue siéndoles útil.
A los Kirchner les resultó asombrosamente fácil reemplazar
el relato que escribieron mientras estaban en Santa Cruz por otro decididamente
mejor. En el Sur acumularon poder y dinero aprovechando con habilidad las
oportunidades para lucrar que les ofrecieron primero los militares y, después,
los menemistas “neoliberales”. Aunque virtualmente todos sabían muy bien que,
antes de trasladarse a la Capital Federal en mayo de 2003, Néstor y Cristina
nunca habían manifestado el menor interés por los derechos ajenos, ya que a su
juicio se trataba de un tema minoritario que no les brindaría ninguna ventaja
política o material, la gente de las agrupaciones formadas por los parientes de
los desaparecidos y sus simpatizantes no se dejaron preocupar por tal omisión.
Sin vacilar un solo minuto, los abrazaron.
Se entiende: billetera mata no sólo galán sino también a
“idealistas” politizados. Con muchísimo dinero aportado por los contribuyentes,
los Kirchner se compraron una nueva identidad, la de defensores heroicos de las
víctimas de la brutalidad castrense. Se trataba de una proeza que le permitiría
a Cristina andar por el mundo sermoneando a los mandatarios de otros países
que, en su opinión, no estaban a su altura, además, claro está, de ensañarse
con “la derecha” nativa.
Al hablar de “los curros” posibilitados por la voluntad de
los kirchneristas de hacer creer que les importan los derechos humanos, Macri
sorprendió a los muchos que, por sus propios motivos, han preferido no
arriesgarse criticando la forma en que Cristina ha sacado provecho de un asunto
tan sensible. Aun cuando lo atribuyeran a una maniobra política cínica, guardarían
silencio por miedo a ser acusados de solidaridad para con la represión ilegal.
Pero después de coincidir con el juicio del presidenciable porteño Graciela
Fernández Meijide y Julio César Strassera, dos personas intachables que, a
diferencia de los Kirchner, sí se habían opuesto al terrorismo estatal cuando
hacerlo era peligroso, Sergio Massa intervino afirmando que ha llegado la hora
de “cerrar la etapa de los derechos humanos”, ya que a su entender no sirve
para nada seguir mirando para atrás. Como fue de prever, Florencio Randazzo,
Agustín Rossi y otros kirchneristas renombrados por su apego a principios
humanitarios elevados reaccionaron con furia, acusándolo de querer dejar al
pueblo argentino a la merced de lobos genocidas sueltos.
Délfico como siempre, Daniel Scioli fue más cauto: aseveró
que “el compromiso con la verdad y la justicia no se clausura, en esto debemos
estar unidos los peronistas”. Sin embargo, sucede que, tanto para Cristina como
para los demás compañeros de la gran familia peronista, el fervor por “la
verdad y la justicia” no significa querer que rindan cuenta los terroristas o
sus enemigos de la Triple-A que fue creada, con la aprobación evidente del
general Juan Domingo Perón, por “el brujo” José López Rega para eliminar a los
imberbes del ala revoltosa del movimiento, por lo que hicieron antes del golpe
militar de marzo de 1976 cuando la Argentina estaba, al menos formalmente, en
democracia.
Para casi todos los autoproclamados militantes de los
derechos humanos, las únicas violaciones realmente condenables fueron las
perpetradas por integrantes del régimen militar y sus auxiliares policiales o
civiles. Como Massa ha señalado, el gobierno kirchnerista y sus socios insisten
en aferrarse a un período determinado que terminó hace más de treinta años.
Que Cristina y los suyos se esfuercen por impedir que el
país salga por fin de la década de los setenta del siglo pasado puede
comprenderse. Si bien les ha sido necesario cambiar muchas cosas, entre ellas
su propio pasado, creen que les conviene continuar reeditando las batallas
ideológicas de su juventud cada vez más lejana. Parecen convencidos de que en
aquel entonces todo era mucho más sencillo, que se trataba de una guerra entre
el bien y el mal en la que ellos mismos desempeñaban un papel histórico y que,
a pesar de algunos reveses coyunturales, finalmente ganaron.
Como la Presidenta nos informa en sus arengas ya cotidianas,
el Gobierno que encabeza sigue luchando con coraje sobrehumano contra golpistas
agazapados, poderes corporativos concentrados que sirvieron a la dictadura y
que sueñan con volver, medios de difusión colaboracionistas, neoliberales y
otros demonios igualmente malignos. Da a entender que la única alternativa al
kirchnerismo es una tiranía militar, lo que es absurdo puesto que las fuerzas
armadas, hambreadas y humilladas por un gobierno que no las respeta, no están
en condiciones de tomar el poder y, de cualquier modo, son plenamente
conscientes de que intentar salvar a la Patria de sí misma una vez más no
podría sino culminar en un nuevo desastre.
Así y todo, Cristina habla y, lo que es peor, gobierna como
si aún se viera frente a una oposición representada por un régimen que se fue
hace mucho tiempo. Su negativa a adaptarse a los tiempos que corren ha tenido
consecuencias catastróficas para el país que, por injusto que le parezca a la
señora, ya se encuentra en la segunda década del siglo XXI.
Sería reconfortante suponer que el entusiasmo por los
derechos humanos de la Presidenta, los muchachos ya no tan jóvenes de La Cámpora
y los dechados de virtud democrática que ocupan cargos en su gobierno se basa
en un compromiso sincero con la justicia, pero no hay demasiadas razones para
creerlo. El que tantos “militantes” de la causa sean familiares de
desaparecidos politizados hace temer que lo que los motiva tenga menos que ver
con la esperanza de que la Argentina deje atrás un pasado violento que con el
deseo de continuar librando una vendetta personal contra los uniformados, una
vendetta que, como sucede en Sicilia, será heredada por sus descendientes.
El contraste con lo que sucedió en la mayor parte de Europa
después de la Segunda Guerra Mundial es notable. Luego de una etapa breve en
que las víctimas de la barbarie nazi procuraban vengarse contra todos los
alemanes y otros involucrados, casi todos optaron por intentar reconciliarse,
limitándose a perseguir a los jefes más responsables, como en efecto haría el
gobierno del presidente Raúl Alfonsín. La actitud de los “militantes”
kirchneristas ha sido mucho más dura; quieren que no haya excepciones, a menos
que sea cuestión de acusados de abusos graves como el jefe del ejército César
Milani que juran sentirse parte del proyecto “nacional y popular” y por lo
tanto merecen ser perdonados. Al permitirle a Milani hacer gala de sus opiniones
en tal sentido, Cristina abrió la puerta a la eventual repolitización de
instituciones armadas que, en una democracia sana, deberían permanecer
totalmente despolitizadas.
En otros países, como Sudáfrica y España, los gobiernos
democráticos que sucedieron a dictaduras crueles decidieron que sería mejor
desistir de tratar de aplicar retroactivamente la ley. Antes de la llegada al
poder de los Kirchner, la Argentina pareció haber adoptado una versión parcial
de la estrategia así supuesta, ya que el gobierno de Alfonsín impulsó el
procesamiento de los militares y cabecillas terroristas acusados de cometer
graves crímenes de lesa humanidad, pero por motivos más políticos que éticos,
la tregua que siguió fue abrogada por los santacruceños.
Pudieron hacerlo no sólo porque las fuerzas armadas,
desdentadas y desmoralizadas, no planteaban una amenaza real, sino también
porque a ciertos sectores les resultaba más atractivo reanudar los conflictos
de tiempos ya idos que sentirse constreñidos a enfrentar los desafíos
planteados por el enésimo fracaso socioeconómico y político de una serie ya
insólitamente prolongada. Es escapista suponer que, para la Argentina actual,
ha de ser prioritario castigar a militares por lo que jefes ya muertos les
ordenaron hacer casi cuarenta años atrás, pero los kirchneristas se han
destacado más por su voluntad de aprovechar políticamente los gravísimos
problemas estructurales del país que por intentar solucionarlos o, por lo
menos, atenuarlos, razón por la que optaron por seguir rebobinando la historia
para luchar contra un enemigo que hacía décadas había abandonado el campo de
batalla.
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