sábado, 18 de octubre de 2014

"Ojalá fuera posible quitarse el hambre frotándose el vientre"

La frase de Diógenes en una especie de performance filosófica que sustituía a todos los sesudos manuales de práctica filosófica.

Por Gabriel Arnaiz

Una de las frases más repetidas de Michel Onfray en su Contrahistoria de la filosofía es que la reputación de un filósofo “se reduce siempre a la suma de malentendidos que se acumulan sobre su nombre”. En el caso de los cínicos nos encontramos no solo ante un caso de incomprensión, sino más bien ante un complot para minimizar su significación filosófica y borrarlos de la nómina de los filósofos respetables. 

Y no podemos olvidar que este “contubernio cristo-platónico” casi ha conseguido sus propósitos: deslegitimar las corrientes filosóficas opuestas al platonismo y a la tradición idealista dominante, y, si fuese posible, borrarlos del mapa.

¿Filósofos o payasos?

Los custodios de la tradición filosófica (esos monjes semicultos que en la Edad Media copiaron los manuscritos de la Antigüedad grecorromana) filtraron únicamente aquellos textos filosóficos compatibles con el cristianismo e hicieron desaparecer todas las obras de los filósofos que fueran incompatibles con su ideología platónico-idealista (pues recordemos que, como dijo Nietzsche, el cristianismo no es más que platonismo para las masas). Esa es la razón de que no conservemos ninguna de los numerosos escritos que escribieron Demócrito (que según Laercio “quiso quemar todos los escritos de Demócrito que pudiera reunir”), Epicuro (autor de más de 300 rollos), los sofistas Protágoras y Gorgias, o el triángulo subversivo compuesto por Antístenes, Aristipo y Diógenes (que entre los tres parece que escribieron más de cien obras).

Calumnias y malentendidos

Como parte de esta persistente labor de manipulación histórica se ha retorcido incluso el sentido original de los términos (cínico, sofista, hedonista, materialista, etc.). Cuando hoy alguien dice de otro que es un ‘cínico’, no le está comparando con un héroe filosófico como Diógenes. No elogia ninguna de las virtudes que le caracterizaban (como su entereza, su indiferencia frente a las cosas superfluas o su desprecio de las convenciones), sino que se está refiriendo a una persona profundamente desvergonzada, impúdica, insolente, procaz, obscena, mentirosa y nihilista, alguien que se burla de todos los ideales porque no cree en ninguno, es decir, alguien que no respeta a nada ni a nadie; en suma, un ser despreciable. Y aunque es verdad que en más de una ocasión los cínicos podían mostrar en público este tipo de comportamiento, es injusto que su nombre haya pasado a designar toda esta sarta de vicios, pues precisamente fue su ejemplar estilo de vida (austero, coherente y disciplinado) el que a los ojos de los antiguos los convirtió en modelos de virtud y sabiduría.

Por si todo esto fuera poco, algunos psiquiatras poco informados han decidido bautizar el deseo compulsivo de algunos ancianos por acumular todo tipo de trastos inútiles en sus casas y la incapacidad de desprenderse de esos objetos como “síndrome de Diógenes”; lo que, por otra parte, no puede estar más alejado del modo de vida cínico. El auténtico Diógenes fue un maestro en el arte de desapego y si en algo insistió fue en que debíamos desprendernos de todas las cosas inútiles que dominan nuestras vidas, no solo de los objetos, sino también de las ideas o las costumbres perniciosas. Su lema es: “Cuanto menos, mejor”.

Performances filosóficas

Toda la filosofía de estos autores silenciados (sofistas, materialistas, hedonistas o cínicos), y especialmente la de Antístenes, Aristipo y Diógenes, no es más que una poderosa maquinaria de guerra contra el platonismo (¿qué otra cosa es sino la conocida anécdota del pollo desplumado según la que, habiendo dado Platón la definición de que «el hombre es un bípedo implume», introdujo en la escuela un pollo desplumado y dijo: «Aquí está el hombre de Platón». Entonces, añadió a la definición «y de uñas planas»). Como muy bien supo ver Peter Sloterdijk en su magnífica Crítica de la razón cínica, el cinismo (y no el aristotelismo) es la antítesis filosófica realista a las teorías de Platón. “Diógenes y los suyos oponen una reflexión esencialmente plebeya” contra esa manera tan aristocrática de concebir el saber y de transmitirlo, un tipo de diálogo (la diatriba) que no excluya a nadie y que todo el mundo pueda entender. Constituyen la “primera réplica al ateniense idealismo señorial, réplica que va más allá de refutaciones teóricas”. Diógenes no habla contra el idealismo platónico, vive contra él.

El cínico prefiere actuar a pronunciar largos discursos (“el movimiento se demuestra andando”), prefiere provocar a sugerir, la insolencia a la demostración. “Diógenes refuta el lenguaje de los filósofos con el del payaso”, dirá Sloterdijk. Y tiene toda la razón. Diógenes utiliza la pantomima para transmitir ideas filosóficas. Argumenta con todo su cuerpo, no solo con su lengua. Podríamos decir que es el creador de la performance filosófica, puesto que, en lugar de convencer a sus interlocutores con argumentos, utiliza una serie de actos extravagantes para producir en su oyente un fuerte impacto emocional que cortocircuite su manera de pensar habitual y le ayude a cambiar de vida. Es decir, lo que los cínicos buscan con estas acciones es propiciar eso que los psicólogos llaman hoy “una experiencia emocional correctiva”. Para Sloterdijk, Diógenes es, sin duda, “el filósofo más filantrópico de nuestra tradición: popular, sensible, esotérico y plebeyo; hasta cierto punto el gran payaso de la Antigüedad”.

¡Vivan las anécdotas!

De ahí que sus anécdotas sean tan importantes y que sea necesario un buen trabajo de interpretación para descubrir las gemas que se camuflan tras estas payasadas, con las que los filósofos serios y respetables –como Platón y Hegel– nunca han sabido muy bien qué hacer. El cínico argumenta con su propio cuerpo, responde al idealismo de Platón con la materialidad más grosera, por eso defeca, mea y se masturba en la plaza pública. Pero no lo hace porque sí, por llevar la contraria o por el placer de provocar. No; lo hace para transmitir una idea, para extirpar una creencia falsa.

“¿Por qué se puede hablar en el ágora –se pregunta Diógenes–, pero uno no puede hacer allí sus necesidades, si tanto unas como otras son igual de naturales? ¿Por qué está bien que algunos comportamientos se hagan en público y otros no?”. Y con sus acciones, Diógenes (o Aristipo, que se atrevió a ponerse un vestido de mujer) quiere poner de manifiesto la arbitrariedad de nuestras costumbres, que reflexionemos sobre por qué una determinada sociedad considera unas conductas como “convencionales” y otras como “naturales”; y en lugar de pronunciar un largo discurso prefiere provocar un fuerte impacto emocional en sus oyentes a través de sus extrañas pantomimas.

Es necesario, pues, que saque a la luz el mensaje filosófico que ellas atesoran y restaure la dignidad filosófica no solo de los cínicos griegos (Antístenes, Diógenes, Crates, Hiparquia, Menandro…), sino también de todas las otras corrientes filosóficas minoritarias que durante tanto tiempo han sido vilipendiadas por los biempensantes en filosofía, todos esos discípulos de Platón y Hegel que dictaminan lo que es filosofía y lo que no. Y es que estos señores empingorotados que tanto desprecian la ironía, el humor y la burla no saben que, como nos recuerda Onfray en Las sabidurías de la Antigüedad, “la anécdota es la vía regia que conduce al epicentro de un pensamiento”.

Por ejemplo, la anécdota de Diógenes masturbándose en el ágora es uno de los mejores ejemplos para mostrar uno de los principios fundamentales del cinismo: la autarquía. No olvidemos que “uno de los principales pilares en los que se asienta este ideal del sabio helenístico es la noción de autarquía, al considerarse que el individuo, por sí mismo, es capaz de alcanzar la felicidad sean cuales sean las circunstancias externas que le rodean”, explica José Antonio Cuesta en Ecocinismos, uno de los mejores libros en español sobre esta incomprendida escuela.

“La masturbación –escribe el autor– es un símbolo inequívoco de autarquía, ya que cumple la satisfacción de una necesidad sin tener que recurrir a ningún «agente» externo. El paroxismo del ideal de autarquía queda plasmado en la réplica que Diógenes da a quienes le reprochan su masturbación pública; “si frotándose el vientre se calmara el hambre como se calma el deseo sexual, se solucionarían muchos de los peores males que afectan al ser humano”. Y continúa: “La desvergüenza se manifiesta en el hecho de que la masturbación se produce en el ágora, el lugar público por excelencia, además de centro de reunión del gremio filosófico”. De lo que se puede deducir, pues, “que al masturbarse en el lugar en el que se filosofa, Diógenes está filosofando con la masturbación, defendiendo la autosuficiencia y la inocencia de un acto natural frente a los tabúes y eufemismos de la civilización”.

Pero de todas las anécdotas de Diógenes, la que más trascendencia ha tenido en la historia del pensamiento es la del día en que Diógenes estaba tomando el sol y se presentó el emperador Alejandro Magno. Este le dijo: “Pídeme lo que quieras”. El filósofo le respondió: “Que no me hagas sombra”. Sloterdijk nos recuerda que “esta es la anécdota más conocida referida a un filósofo de la Antigüedad clásica, y no sin razón. Demuestra de un solo golpe lo que la Antigüedad entiende bajo el concepto de sabiduría filosófica: no tanto un saber teórico cuanto, más bien, un espíritu insobornable”.

El héroe filosófico

Y es que para los antiguos griegos y romanos los cínicos eran un modelo de virtud, y Diógenes, uno de los mejores representantes de la tradición socrática. Quizás nadie lo ha expuesto de manera tan clara como Foucault, cuando dice en Discurso y verdad en la antigua Grecia que “Diógenes era una figura real, histórica, pero su vida se volvió tan legendaria que se convirtió en una especie de mito cuando anécdotas, escándalos, etc., fueron añadidos a su vida real. Acerca de su vida no sabemos demasiado, pero está claro que llegó a ser una especie de héroe filosófico. Platón, Aristóteles, Zenón de Citia, por ejemplo, eran autores filosóficos y autoridades en filosofía, pero no eran considerados héroes. Diógenes era fundamentalmente una figura heroica”. Así lo consideró, por ejemplo, Juliano el Apóstata, emperador romano del siglo IV d. C, para quien Diógenes representaba la perfección del ideal de vida filosófica: alguien que era capaz de llevar en todo momento un modo de vida ejemplar –más incluso que Sócrates– que pudiera servir de inspiración a otros seres humanos. Diógenes sería algo así como el Hércules de la filosofía, el atleta máximo de la virtud y el espejo en el que los filósofos posteriores –y especialmente los estoicos– se mirarían para ser mejores.

A pesar de lo que en un principio pudiera parecer, los cínicos ejemplifican mejor que nadie el modo de vida esforzado del filósofo, que debe estar ejercitándose constantemente para superar todo tipo de pruebas físicas y anímicas. Recordemos uno de sus dichos más famosos: “Nada se consigue en la vida sin entrenamiento y este es capaz de mejorarlo todo”. Como insiste García Gual en La secta del perro, “la vía de la verdadera excelencia consiste en no dejarse dominar por nada, por ningún contratiempo: ni por el hambre, ni por la sed y el frío, ni por el dolor físico, la pobreza, la humillación o el destierro, sino ver en todo ello una mera ocasión de probar la propia fuerza moral y de voluntad, ocasión para el endurecimiento, de «ascesis» en sentido corporal y anímico”.

La seriedad camuflada

Y es que, en el fondo, “tras la causticidad de Diógenes y su intención de provocar, percibimos una actitud filosófica seria, tal como puede haber sido la de Sócrates. Si se dedicó a hacer caer una tras otra las máscaras de la vida civilizada y a oponer a la hipocresía en boga las costumbres del «perro», ello se debe a que Diógenes creía que podía proponer a los hombres un camino que los condujera a la felicidad”, escribe Marie-Odile Goulet-Cazé, la autora de L'ascèse cynique, a quien Michel Onfray cita en Cinismos: Retrato de los filósofos llamados “perros”, dos de los filósofos que más se han empeñado en reivindicar la dignidad filosófica del movimiento cínico.

Pero la mejor descripción de lo que Diógenes significó para los antiguos es de Máximo de Tiro, filósofo platónico del siglo II d. C.: “Se despojó de todos los condicionantes del entorno, se liberó de las ataduras y recorría libre la tierra, al modo de un ave con uso de razón, sin temor al tirano, sin dejarse constreñir por la ley, ni ocuparse de la política, ni estar agobiado por la crianza de niños, ni encarcelado por el matrimonio, sino que se burlaba de todos esos hombres y de sus ocupaciones como nosotros de los niños pequeños, cuando les vemos tan seriamente ocupados en el juego de las tabas y recibiendo golpes, ganándolas y perdiéndolas. Llevaba el régimen de vida de un rey, pero libre y sin temor […]. Fue más excelso que Licurgo, Solón, Atajerjes y Alejandro y más libre que el propio Sócrates”.

Y hoy, ¿quiénes serían los herederos de los cínicos? ¿Ciorán? ¿Quiénes son los que hoy se atreven a criticar los tópicos más queridos en los que se asienta nuestra sociedad? ¿Agustín García Calvo? Lo único claro es que, como dijo D'Alembert hace más de dos siglos, “cada época, y la nuestra en particular, necesita su Diógenes. Sin embargo, la dificultad consiste en encontrar a hombres que tengan el coraje de ser Diógenes y asumir las consecuencias”.

© Filosofía Hoy 

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