viernes, 12 de septiembre de 2014

El filo del cuchillo

Se nos están perdiendo las buenas costumbres que habíamos 
criado en los últimos tres siglos. 

Por Esteban Peicovich (*)
Pasmado por el muestrario de degüellos que trajo agosto (y amenaza septiembre) sigo “implicado” en la refinada medieval escena que sangra del tan batido posmodernismo. O de este nonato siglo 21 que pintaba para esperanza y se especializa en duelo. Sin poder resolverla, la bizarra reflexión me dejó inútil y con las neuronas oxidadas.

¿Sólo a mí?

Esas imágenes dieron la vuelta al mundo y suspendieron el juicio a miles de millones de personas. ¿Y qué más? Un día, dos, tres más de ecos, y después el obligado eclipse de resguardo. Frágiles que somos, el sistema (el que sea) nos ha formateado la cabeza y ahora nos bochea impune. Truchas consignas de Capitanich, o mantras necios como “Maradóo, Maradóo” dañan a placer el cerebro social que acaba hecho una lija. Una salvajada como la decapitación de dos periodistas (testimonio que llevamos puesto en el celular y por tanto al contacto de nuestra piel) no encuentra nicho ni en la memoria general ni en la particular (salvo excepciones) y apenas sí se ahonda en los foros de la profesión.

En mi caso, no pude no seguir tratándolo conmigo. Y a eso voy. Me cuesta abrirme del mensaje que pulsa detrás de lo que se ve. Blindado que está uno para el sofoco de cada día/noche criminal de estos desiertos también bárbaros. Digo otra vez: la irrupción de tan feroz video me enfrentó otra vez ante lo humano cianita que tan buen negocio debe ser si, a siglo de la guerra del '14, tantea diseñar una antesala parecida.

Desde el primer vistazo la chilaba naranja y la máscara negra me nublaron el espejo interior. Fuera, eran dúo. Y dentro mío, trío. Pude sentir como un dedo gomoso me empujaba hacia ellos y nos retenía a los tres. Y entonces tuve claro (perdón, pero así fue) que un remoto verdugo soplando desde mi fósil hipotálamo ya no atendía al comando de mi moral habitual. Mi podrido cerebro 2014 licuaba conciencia y liberaba anestesia en partes iguales e insistía en querer imaginar, no huir. En encarnar el tormentoso móvil del victimario y luego, o en simultáneo, la entrega gélida del desdichado. Ser ahora la víctima cuesta más. ¿Es según a quién primero elegimos lo que en parte nos retrata? No lo sé. Un miedo confunde al otro miedo.¿Por qué sentirme succionado por la imagen, y empujado al papel si estaba a 15 mil kilómetros de las fotos? ¿Puedo seguir siendo persona cabal desligándome, yendo a otra página, higiénicamente informadito de las raras cosas que pasan en el mundo?

No es fácil. Es inútil todo el Descartes que interpongamos para evitar ser cómplices. Cedemos ante el impacto, nos envuelve lo ominoso del acto, nos ponemos la máscara negra, y sentimos que nos cruza la mano el escalofrío del cuchillo. Ya somos el avatar del justiciero. En su trabajo tiembla menos que un picapedrero o un mecánico. El tutorial del dogma fijó que, tras apresar firme el pelo, su izquierda armada deberá ir hacia la garganta y rasgar, abrir y seccionar. Y tras rápidos tajos mecánicos alzar la sangrante cabeza dejando la estatua del decapitado, rodillas en arena, a la espera del último ritual: una descarga de metralleta al cielo de Alá que, como firma de autor (y de autores) clausura la ceremonia.

Un temblor de lo mejor de mi yo que quedaba por ahí mostró un alguito de compasión por la víctima. No pasó de allí. En mi copado interior, la adrenalina estimulaba a toda mi persona a ser cómplice del acto sin que se me moviera un pelo. La basura del siglo 21 había hecho su trabajo. Yo había dejado de ser yo. Mi cerebro se negaba a involucrarse. Me di vergüenza ajena.

Esta escena infrahumana contamina el medio ambiente social del mundo. Para desactivar su daño focal hay que admirarla (verla de lejos) y no implicar al corazón en la partida. Para traducirla, habrá que arrimar todo el miedo que guarde nuestra persona. Puede que no haya escapatoria pues el pavor y lo siniestro convierten al “lector” en adicto de ojos más abiertos. ¿No estamos en la cuenta un poco todos cuando el homínido desquiciado Tal le hace “eso” al homínido periodista Cuál?

Sí, se nos están perdiendo algunas de las buenas costumbres que habíamos criado en los últimos tres siglos. Ahora los dramas avanzan a paso militar también en lo civil. Vivir/morir comparten una frontera de sinuosa sinonimia. Nadie ante el coágulo de sangre en la vereda del crimen recuerda ya el laico rezo de William Blake: “La muerte de cada ser me disminuye porque yo formo parte de la humanidad. Por eso no preguntes por qué están doblando las campanas. Están doblando por ti”. O la queja a Marco Bruto “¡Pero Che!” salida de la boca agónica de un César replicado por un Borges entre creativo y jodón. Son las palabras gritadas y ácidas y fofas las que hoy mantienen al idioma hecho una esponja inmoral. Por momentos, el “Maradó, Maradó”, que repica convertido en puteada social.

El ripioso siglo 20 que prometía la esperanza de un camino nuevo no consigue zafar de su ciénaga de sangre. Globalizó según dispuso la moneda y no según lo pedía el hambre. Le asustó que fuéramos más y diferentes, y borró en consecuencia. Cargó contra la claridad social, la ciencia y la literatura. No logró vencer al cáncer pero supo crear los drones no tripulados que asesinan dando la vuelta al mundo penetran por ventanas y dejan el barrio con diez familias numerosas menos.

Visto el bárbaro combo que arremete entre sí por el dominio del mundo, la escena que estos días golpeó los ojos de muchos (y de pocos) mantiene su efecto por nuestra paura. La nacida de ese contencioso que bautizamos Caín y Abel y que, según informó estos días la ciencia de las edades, sucedió hace 40 mil años. Fue el Momento Matriz de la Máscara Negra y la Chilaba Roja. Cuando superados los cromagnones que subieron de Asia y de África los flamantes neandertales se hicieron de la hacienda homínida, del fuego y del cuchillo. Fueron ellos/nosotros, y no los dinosaurios o la glaciación, los que armaron el magno despilporre que aún persigue nuestras vidas, seamos de la religión, etnia, nación, tribu o aldea de donde sea. Circo confuso del relato que nos imponen como hoy lo hacen para embucharnos un sucedáneo de proyecto garbarino a todo un siglo y sin interés. Mercado que diseña nuestra mesa, nuestra cama y nuestra lágrima.

Y el creciente balido de los corderos del mundo. Como usted. O como yo. O como acaso alguno. (Perdón por la tristeza).

(*) Especial para Perfil.com.

En Twitter: @epeicovich

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