jueves, 14 de agosto de 2014

Trípode preocupante: inflación, atraso cambiario y tasa de interés

Por J. Valeriano Colque (*)
La dura realidad nos enfrenta con números que indican cuánto retrocedió la Argentina el último año.

La pobreza afectaba al 27,5 % de la población a fines de 2013, según el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina. Más de 11,3 millones de argentinos no tenían una existencia digna; de ellos, casi 2 millones vivían en la miseria. Un dato intolerable para un país con potencialidades para alimentar a 200 millones de personas. 

Esa situación no mejoró en los primeros seis meses de 2014. Los indicadores de consumo, producción industrial, construcción y actividad comercial se derrumbaron.

La cantidad de unidades compradas en los supermercados, autoservicios y almacenes cayó en el semestre 1,2 % a nivel país, según un relevamiento preliminar por ticket expedido que efectuó la consultora CCR. Es el primer retroceso tras la crisis 2001-02.

Junio fue el peor mes a nivel nacional. En los supermercados locales, las ventas retrocedieron 8 %. Sin dudas que la inflación es la gran causante en la caída del consumo, máxime en un año en que el desempleo aumentó y la suba salarial en las paritarias–30 % en promedio–quedará por debajo de una inflación estimada entre 30 y 40 %.

El campo, con una cosecha récord de soja (55 millones de toneladas), advierte ahora que lo recolectado vale menos. En Chicago, retrocedió 120 dólares desde marzo último. Se estima que se perderán más 1.500 millones de dólares en divisas por la soja que está aún sin comercializar.

La industria tiene sus propios problemas. Los Industriales Metalúrgicos advierten que falta infraestructura para llegar a los puertos y exportar, y que con insumos nacionales caros (el acero vale 30 % más que en países vecinos) “no se puede ser competitivo”. Los precios argentinos están fuera de competencia de cualquier licitación internacional. El control de las importaciones distorsiona los precios en el mercado local.

La pregunta del millón es si la economía habrá tocado fondo o aún se puede esperar algo peor. El país está involucrado en un trípode de difícil resolución: inflación, atraso cambiario y tasa de interés. Es clave que se tenga en el corto plazo un flujo adicional de dólares (además del de la balanza comercial) que mejore el desequilibrio que existe entre las variables señaladas. En ese sentido, el acuerdo con China puede ser un alivio para las reservas del Banco Central y una buena noticia para los productos primarios, pero mala para la industria.

La minimización del problema no da buenos augurios

Si el “poder de fuego” que prometía Axel Kicillof para reactivar la economía está compuesto por los reanunciados planes Proemplear y Progresar, la batalla contra la recesión no tiene buen pronóstico para este segundo semestre. La minimización de la situación económica tampoco da buenos augurios: para el ministro Carlos Tomada, simplemente la economía no está generando empleos con el mismo dinamismo, cuando la realidad es bien otra: buena parte de la creación de empleo hace rato que viene del sector público, que ya puso contra las cuerdas la capacidad de tributación de los privados. El sector privado no parece muy motivado tampoco para generar inversiones y empleo. El presidente de la UIA soltó una verdad dura: “Imaginar que pueda haber inversión hoy es casi un disparate, porque el horizonte es incierto y la inversión necesita previsibilidad”. ¿Clarito, no?

Con las exportaciones sufriendo un creciente atraso cambiario (todos esperan un “retoque” al valor oficial de la moneda antes de fin de año) y la inversión paralizada, al kirchnerismo sólo le queda “más de lo mismo”: fogonear el consumo a fuerza de gasto público y emisión. La vieja fórmula que pagó con creces en las elecciones de 2011, pero que viene en baja desde entonces. El gasto está descontrolado y el Gobierno va a intentar–aumentando la emisión monetaria–compensar los tres trimestres de, por ahora, moderada recesión que tenemos. La propia Cepal corrigió hace poco sus estimaciones de crecimiento para la región: en promedio se expandirá 2,3 %, algo menos del 2,5 % del año pasado. Pero ese promedio, como muchas estadísticas, esconde grandes disparidades: mientras Bolivia, Colombia y Ecuador expandirán su producto arriba de cinco puntos, sólo Argentina y Venezuela se contraerán.

Una eventual solución al meollo de los fondos buitre con sentencia a favor en Estados Unidos (vía compra de bancos o empresas privadas) podría descomprimir quizá algo la presión sobre el dólar, pero difícilmente alcance para motorizar algún crecimiento. Una recesión de 1 o 2 % no es el fin del mundo para ningún país, pero una caída del producto con inflación del 40 %, sin inversión ni créditos internacionales ya va conformando un cóctel más complicado. El poder de fuego contra esa muralla debería ser algo más que unos fuegos artificiales.

Culpas compartidas. Las suspensiones y los planes de retiro voluntarios en las fábricas de automóviles instaladas en la Argentina han vuelto a colocar en primer plano la discusión sobre la situación del sector y el comportamiento empresario ante la recesión que se extiende desde el último trimestre de 2013.

La producción nacional se redujo a 308.423 vehículos en el primer semestre de este año, 22 % menos respecto del volumen que se registró entre enero y junio de 2013. En los primeros seis meses de 2014, las terminales exportaron 171.375 unidades, lo que reflejó una caída de 23,3 % en comparación con 2013.

La baja en las ventas externas se vincula con la menor demanda desde Brasil, cuya economía tendrá este año un raquítico crecimiento que los analistas prevén menor al 1,5 %. La caída en la producción de automóviles y su impacto en el empleo no es sólo por una menor demanda exterior. También el mercado interno se retrajo, pues en junio las unidades entregadas por las automotrices a sus redes comerciales cayó 40 % en relación con un año atrás. Una suma de factores, como el impacto de la devaluación, el impuesto a los vehículos de alta gama que terminó afectando también a los modelos medianos, la suba de la tasa de interés y la inestabilidad laboral, junto a la incertidumbre económica, se combinó para que se produjera esta fuerte retracción interna.

La actuación del Gobierno nacional no fue ajena a ese fenómeno; tampoco es inocua la de los gobiernos provinciales. Además de revertir la situación macroeconómica, dominada por la inflación, la crisis exigirá un esfuerzo de todos los gobiernos por reducir la presión impositiva. Pero también es lógico exigir una actitud más responsable de parte de las automotrices.

La enorme volatilidad de la competitividad cambiaria

El planteo frecuente del Gobierno Nacional es que durante los últimos 10 años la política económica ha generado un fuerte proceso de industrialización. A fin de cuentas, el producto bruto industrial creció alrededor del 80 % desde 2003 (cuando menciona un 100 % de crecimiento es porque toma 2002 como punto de referencia). Pero es discutible en qué medida hubo industrialización cuando aquel crecimiento fue similar al del resto de la economía, a tal punto que la participación de la industria en la producción total se mantuvo prácticamente constante: 19,4 % en 2003 y 19,7 % en 2013. Puede resultar paradójico un resultado tan magro luego de varios años de fuertes restricciones a las importaciones, cuando la sustitución de importaciones ha sido pensada, tradicionalmente, como un camino hacia la industrialización.

Pero ocurre que estas restricciones a las importaciones han estado motivadas menos por una lógica de protección industrial que por una lógica meramente “mercantilista”, destinada a apuntalar el saldo de dólares comerciales que alimenta las reservas del Banco Central. Esto explica por qué durante 2013 cayeron las importaciones de insumos para la producción y aumentaron las importaciones de bienes de consumo, cuando lo esperable, bajo una política proteccionista, sería lo opuesto.

Pero las dificultades para aumentar el nivel de industrialización no son exclusivas de la última década, sino un rasgo característico de las últimas cuatro. A partir de un nivel del 6,8 % en 1885, el coeficiente de industrialización aumentó sistemáticamente, hasta alcanzar el 27,2 % en 1974.

Muchas cosas ocurrieron en ese periodo de casi un siglo. La olvidada industrialización del periodo de desarrollo agroexportador, por eslabonamientos hacia adelante, como las industrias de alimentos y bebidas, y hacia atrás, como la producción y reparación de material rodante de los ferrocarriles; la industrialización sustitutiva de importaciones durante las dos guerras mundiales y la Gran Depresión, por efecto del colapso del comercio internacional; la industrialización por políticas activas, de la industria liviana durante el primer peronismo y de la industria pesada durante el desarrollismo de Frondizi y Frigerio.

Este proceso de industrialización finalizó a mediados de los 70. Suele culparse a la apertura comercial de Martínez de Hoz, y al “neoliberalismo” supuestamente predominante desde entonces. Pero aquella apertura comercial terminó hace mucho tiempo, y es dudoso hasta qué punto el “neoliberalismo” ha sido una constante en los últimos 40 años. La enorme volatilidad de la competitividad cambiaria, que define precios relativos a favor o en contra de la industria, ha sido, en cambio, una constante en todo este tiempo.  Luego de una gran estabilidad hasta el final de la Primera Guerra Mundial, un crecimiento sostenido durante el siguiente cuarto de siglo, valores altos durante el primer peronismo y bajos durante los años siguientes, hasta finales de los 60, desde comienzos de los 70 la competitividad cambiaria ha mostrado una enorme volatilidad.

El tipo de cambio real equivalía en 1975 a lo que hoy sería un dólar oficial a casi $ 30, en 1980 a menos de $ 5, en 1983 a casi $ 21, en 1989 a casi $ 26, en 1995 a menos de $ 6, en 2002 a casi $ 18, y hoy poco más de $ 8.

¿Alguien puede creer que es posible el desarrollo industrial, cuando las inversiones en sectores sustitutivos de importaciones o de producción de bienes exportables pensadas para un tipo de cambio de más de $ 20 pierden sentido, tan sólo tres o cuatro años después, antes del recupero de la inversión, con un tipo de cambio por debajo de $ 5 ?. Suele plantearse que la competitividad real de la industria no está dada por el tipo de cambio, sino por factores reales, como la calidad de la mano de obra, la disponibilidad de infraestructura energética y de transporte, la estructura impositiva, y cosas por el estilo. Esto es cierto en un marco de cierta estabilidad cambiaria. Pero es sólo retórica políticamente correcta (para no quedar como “devaluacionista”) en un marco de extrema volatilidad cambiaria. ¿Cuánto tienen que mejorar la calidad de la mano de obra y de la infraestructura, o la estructura impositiva, para compensar un atraso cambiario como los generados por la Tablita Cambiaria y la Convertibilidad, o como el generado en los últimos 3 años?

Para el desarrollo industrial son necesarias políticas industriales inteligentes, alejadas de las posturas extremas de “no política industrial” o de proteccionismo ineficiente, aprovechando enfoques modernos de política industrial. Pero ninguna política industrial resiste en medio de altísima inestabilidad económica, como la de los últimos 40 años. Por eso la política macroeconómica importa.

Incluso para intentar un nuevo proceso de desarrollo industrial como el que perdimos cuatro décadas atrás.

Desmadre fiscal que necesita ajuste

Le damos la vuelta al sapo una y otra vez, a ver si encontramos cómo no hincarle el diente. Pero no hay caso. En el fondo, políticos, economistas, empresarios, saben que hay un desmadre fiscal que necesitará ajuste.

El kirchnerismo gobernante ha sido tan hegemónico como costoso. Una máquina de quemar dinero.

El gobierno de Cristina Fernández se fue gastando todo en este orden: rebote recaudatorio tras el estallido de la convertibilidad, subas de impuestos, ventajas financieras de la quita a una deuda defaulteada que al final nunca se normalizó, dólares del Banco Central para organismos internacionales acreedores, ahorro previsional, más dólares del Banco Central para todo tipo de acreedores externos, emisión lisa y llana, endeudamiento en pesos con los depositantes de los bancos a través de las Lebac del  Banco Central.

Un zarpazo tras otro. Todo se volcó al gasto público. Que hoy está, si no se cuenta la asistencia del Banco Central, con un déficit de 3 puntos del producto interno bruto (PIB). Se cambió el método de elaboración de las cuentas nacionales–que casi nadie registró–y el PIB es bastante menor de lo que se pensaba. Con lo que el déficit  medido así sería mayor.

El presidente de la Unión Industrial Argentina, Héctor Méndez, reiteró que con la actual presión impositiva es imposible producir algo. A Cristina Fernández no le quedó otra que reconocerlo: devaluó en diciembre. Prometieron que esta vez sí bajarían el gasto. De forma cómoda: reducirían subsidios a servicios públicos (que en términos materiales no significa un ajuste del Estado, sino tomar más dinero de los hogares, igual que un impuestazo).

Mal como siempre. Pero no lo hicieron, tal vez confiando en que pagando al toque las deudas con el Club de París, el Ciadi y Repsol, el Estado recuperaría su capacidad de endeudarse. La resolución de la Justicia estadounidense volatilizó–al menos hasta ahora–ese plan dequemar otro recurso (el supuesto bajo endeudamiento en dólares) en una máquina que sigue funcionando igual de mal que siempre.

Lejos de reducir el gasto en subsidios, en lo que va del año están creciendo al 60 % anual, arriba de la inflación. Una perla de este fracaso: cuando Axel Kicillof dijo que bajaría los subsidios, la distribuidora de luz del Gran Buenos Aires Edenor ya no pagaba la energía que repartía. Desde este mes, el Estado nacional empezó a pagar también parte de los sueldos de esa empresa.

Para colmo, lo único que está indexado en el país son las jubilaciones, que el kirchnerismo volvió a atar a la inflación. Implica que el 29 % del gasto público nacional es muy difícil de bajar con ajuste inflacionario, como los populistas suelen preferir que se hagan los trabajos sucios, para no poner la cara.

Pero el resto del gasto público (y no sólo nacional) tampoco parece fácil de bajar. Fíjense lo que pasó en enero: tras la devaluación, los primeros en recuperar salarios fueron los empleados públicos. Y lo hicieron en mayor medida que el empleo privado. Está claro: cuanto más afecte el kirchnerismo a sus clientes–de toda clase social–y a sus militantes rentados, menos épico será el relato. Las renuncias ya empezaron. Así, el peso de todo el ajuste está cayendo sobre un sector privado que ya estaba estrangulado, con amenaza de desempleo, tras el desboque fiscal de una década.

Nadie habla del “temita”. Ni siquiera los que más se acercan. Lo que hay que explicar es cómo se va a bajar el gasto. Cómo el Estado va mordisquear el sapo. Es su turno. Los privados ya tienen la panza que revienta.

(*) Economista

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