El juez federal que,
de acuerdo común, es un oficialista serial. Su compromiso con los K.
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Por James Neilson (*) |
Si bien la democracia se basa en la división de poderes y
por lo tanto los únicos que se le oponen por principio son los comunistas,
fascistas y otros totalitarios, escasean los políticos que no procuran
asegurarse la ayuda, por si acaso, de brigadas de guardaespaldas judiciales
dispuestos a desbaratar las maniobras de adversarios inescrupulosos.
Mientras un gobierno disfrute del apoyo mayoritario,
conseguirla le es bastante fácil.
Por ser los jueces tan humanos como el que
más, suelen acomodarse al consenso político de turno, lo que en la Argentina
los ha obligado a transformarse sucesivamente de amigos del Proceso militar en
partidarios de Raúl Alfonsín, de menemistas en aliancistas y, después de un
intervalo confuso con Eduardo Duhalde en la Casa Rosada, en kirchneristas.
Así las cosas, sería injusto criticar por su evolución
camaleónica a personajes como el juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni, el
que a comienzos de su carrera juró fidelidad eterna a los estatutos de la
dictadura castrense pero que últimamente se ha destacado por su fervor
garantista nac&pop, o el juez federal Norberto Oyarbide que, de acuerdo
común, es un oficialista serial.
En un mundo ideal, los magistrados estarían por encima de
las cambiantes modas políticas; en el que les ha tocado, la mayoría se las
arregla para adaptarse a las circunstancias imperantes, acompañando al grueso
de la población en la búsqueda colectiva de una salida del gran laberinto
nacional.
No obstante su presunta voluntad de servir a quienes estén
en el poder sin preocuparse en absoluto por su ubicación en el mapa ideológico,
Oyarbide es un rebelde. Lo es no por compromiso con un credo determinado sino por
su conducta heterodoxa. Repudia la solemnidad que, en otras latitudes por lo
menos, suele caracterizar a los jueces. Cree que los magistrados tienen tanto
derecho a disfrutar de las buenas cosas de la vida –anillos costosísimos, ropa,
vacaciones en el Caribe–, como cualquier otro mortal. Ha protagonizado una
larga y diversa serie de escándalos.
Oyarbide acaba de informar a los demás juristas que prefirió
estar “en una fiesta con gente agradable” a participar personalmente de algo
tan desagradable como un allanamiento de una cueva financiera, sobre todo de
uno que él mismo había ordenado pero que después suspendió luego de recibir una
llamada telefónica de alguien a su entender tan confiable como Carlos Liuzzi,
el subjefe de Legal y Técnica de la Presidencia de la Nación, el feudo de
Carlos Zannini, un hombre casi tan poderoso como Máximo Kirchner.
Según su señoría, le advirtió que los policías que habían
irrumpido en la financiera Propyme reclamaban a punta de pistola, y a nombre
suyo, una coima de 300.000 dólares blue, pretensión que, jura, le motivó tanta
indignación que enseguida abortó el operativo. Huelga decir que lo negaron los
uniformados; uno llegó al extremo de afirmar que el asustado dueño del lugar
allanado le había dicho que Zannini y el camionero Hugo Moyano eran sus
“socios”.
Al difundirse algunos detalles acerca de este episodio
cinematográfico, muchos juristas y políticos estallaron de furia. Les molestaba
menos la insinuación de que un congénere lideraba una banda de extorsionistas
armados que su desprecio evidente por la sacrosanta división de poderes. ¿Cómo
es posible, preguntaron, que un juez federal, nada menos, se haya dejado
influir por un funcionario de Poder Ejecutivo? Claro, en un país en que es
rutinario que la Justicia se amolde a la realidad política, dista de ser
inaudito que un magistrado procure quedar bien con el Gobierno.
Puede que pocos lo hagan de manera tan descarada como
Oyarbide, que en esta oportunidad ni siquiera intentó cubrir sus rastros, pero
aún abundan los que, de encontrarse en una situación similar, actuarían del
mismo modo. Mal que nos pese, no estamos por asistir a la despolitización de la
Justicia. Si bien todo hace pensar que mucho está cambiando en el mundillo de
los jueces, se debe menos a la voluntad de un puñado de idealistas de eliminar
a los habituados a fallar a favor de los poderosos que al desmoronamiento de la
fe kirchnerista.
Como suele suceder cuando se difunde la sensación de que una
facción antes hegemónica tiene los días contados, son cada vez más los
magistrados que se aseveran decididos a subordinar todo a su propio compromiso
con la Justicia.
Antes de irse, Cristina, Zannini y los demás quieren colocar
a simpatizantes en lugares clave de todas las instituciones relacionadas con la
ley, preparándose así para hacer frente a lo que les aguarde cuando estén en el
llano. Aunque es poco probable que prospere la empresa colonizadora –ellos
dirían democratizadora–, que está en marcha, no tienen más alternativa que la
de seguir impulsándola.
Temen que, en cuanto hayan perdido la capacidad para colmar
de beneficios a los leales y castigar como es debido a sus enemigos, se
encontrarán inermes frente a una horda de abogados, jueces, fiscales y otros
resueltos a despojarlos del botín acumulado en lo que para ellos sí fue una
década bien ganada y, para rematar, poner entre rejas a los kirchneristas más
emblemáticos.
He aquí un motivo por el que hasta ahora han sido reacios a
entregar la cabeza de Oyarbide a quienes están reclamándola. El que a juicio de
muchos el juez sea indefendible, es una razón adicional para defenderlo; al
resistirse a dejarlo caer solo porque viola las reglas de su oficio, aseguran a
los que a primera vista son menos vulnerables que no tendrán por qué
preocuparse.
Al fin y al cabo, si los kirchneristas aceptan asumir los
costos políticos abultados que les supone brindar protección al juez de mil
escándalos, no vacilarían en ayudar a los de trayectoria mucho menos
espectacular.
Otro motivo para ayudarlo a superar un mal momento será el
temor a que se pusiera a hablar. Se conjetura que, al confesar haber obedecido
lo que podría tomarse por una orden del monje negro de Cristina, Oyarbide
enviaba a los interesados en sus vicisitudes un mensaje mafioso apenas cifrado,
recordándoles que ya había nombrado al funcionario que lo hizo abortar el
allanamiento de una financiera bajo sospecha y que, de creerlo conveniente,
podría decir mucho más.
Aunque a esta altura pocos verían en Oyarbide un testigo
confiable, con toda seguridad ha archivado documentos que servirían para
respaldar las eventuales denuncias. ¿Y entonces? Los vinculados con un gobierno
que, en opinión de muchos, derrotó hace años al menemista en la competencia
para erigirse en el más corrupto de la historia nacional, no querrán tener la
oportunidad para averiguar la respuesta a dicho interrogante.
Aunque virtualmente todos coinciden en que el gobierno
kirchnerista es congénitamente corrupto, a pocos les gusta pensar demasiado en
el asunto. Antes bien, lo trata como si solo fuera cuestión de una hipótesis
opositora arriesgada, no de una realidad concreta. Sin embargo, de estar en lo
cierto los que, como los autores del informe anual de Transparencia
Internacional, creen que en el transcurso de la década ganada la Argentina se
hizo aún más corrupta de lo que ya era, los próximos gobernantes tendrán que
optar entre procurar aplicar la ley, lo que entrañaría la detención y
procesamiento de muchos funcionarios, además de la presidenta Cristina, por un
lado y, por el otro, amnistiarlos o, andando el tiempo, indultarlos, a fin de
ahorrarle al país males mayores.
La notoriedad extraordinaria que se ha granjeado Oyarbide
tiene mucho que ver con su papel en el sobreseimiento a fines de 2009 del
matrimonio Kirchner en la causa desatada por las denuncias por enriquecimiento
ilícito; el patrimonio declarado de la pareja se había agigantado en los años
anteriores sin que los expertos en tales asuntos lograran explicarlo de manera
convincente.
Para justificar su fallo, Oyarbide podría decir que, de haberlos
encontrado culpables, el país se hubiera precipitado en una crisis política
fenomenal, de suerte que, por “razones de Estado”, se trataba de la decisión
menos mala concebible.
Sea como fuere, el que a través de Oyarbide la Justicia
cohonestara el crecimiento a tasas chinas, para no decir angoleñas, de la
fortuna de los dos hoteleros patagónicos más exitosos, hizo que todos los
funcionarios se creerían con derecho a emular, si bien en escala menor, como
corresponde, a su jefes que carecerían de la autoridad moral necesaria para
ordenarles desistir.
En el clima así creado no habría forma alguna de frenar a
los narcos y otros prohombres del crimen organizado que no tardarían en
aprovechar las oportunidades para matar a sus rivales, vender sus productos y
lavar bien limpio los miles de millones de dólares o euros que pronto ganarían.
Las consecuencias están a la vista. Merced en buena medida
al fallo del juez más célebre del país, en adelante se sentirían impunes
extorsionistas, chantajistas y otros malhechores. Con la ayuda de “militantes”
a menudo subvencionados, procederían a marginar a quienes se aferraban a
códigos éticos menos denigrantes ya que la convivencia es imposible. Cuando la
corrupción es endémica, los más perversos siempre se imponen a los mejores
hasta que la sociedad así afligida degenere en una auténtica kakistocracia, una
palabra que quiere decir “el gobierno de los peores”. l
(*) El autor es
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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