martes, 7 de enero de 2014

El encanto del fin


Por Relato del Presente

Corría el año 1999 cuando, en una tarde de pelotudeo, me encontraba en la Casa Rosada. Un vigilante amigo -que duró de vigilante lo mismo que me duró de amigo- estaba de guardia y me invitó a conocer la Rosada que nadie conocía. 

Entre amargos de a sorbos charlamos de cosas que no recuerdo, aunque seguramente me encontraba intrigado por el preocupante paisaje carente de vida humana de una tarde dominical en Balcarce 50.

Con menos cosas para hacer que Cabandié en Odol Pregunta, acepté la oferta de ver esos lugares que estaban fuera de los circuitos turísticos. El paseo duró poco. A minutos de haber empezado a caminar, una puerta se abre y mi humanidad de metro noventa se llevó puesta a un tipo petiso y menudo. Así fue que mi primer encuentro con Carlos Menem casi termina en magnicidio.

Luego de las disculpas del caso, el entonces presidente saluda a mi amigo por su nombre de pila. Este detalle podría no llamar la atención, si no fuera por el dato de que mi amigo se encontraba cumpliendo recién su tercera guardia del mes y que ni su hijo sabía su nombre de pila. Se me vinieron a la mente la infinidad de anécdotas y mitos urbanos sobre la memoria/carisma de Menem, sobre tipos que vio una vez en algún pueblo en 1987 y que al cruzárselo 10 años después, les pregunta sobre la salud de sus madres, de quien también sabe los nombres.

Con el tiempo asimilé que Menem, contrariamente a lo que todos afirmaron y afirman, no es un tipo carismático, sino una persona profundamente memoriosa y metódica para sus relaciones sociales. Mi silencio por su presencia no obedecía al magnetismo de un ser con un don sobrenatural para la hipnotización de las masas, si no al hecho de estar frente al tipo más poderoso del país, el primer presidente que iba en vías de terminar su mandato desde que Alvear le entregó la banda a Yrigoyen, el tipo más puteado del momento.

No era carisma, era el método, la planificación para dejar huella en el otro a través del aprovechamiento del defecto más antiguo que posee el hombre desde que dejó de caminar con los puños contra el piso: la necesidad de ser escuchado. Su forma de saludar consistía en esperar a que alguien introdujera al interlocutor, entonces daba la mano, miraba a los ojos y repetía el nombre. El interlocutor quedaba encantado por la cordialidad, mientras el Turco aplicaba la más básica de las técnicas de memoria visual.

Del magnetismo de Néstor no hace falta hablar mucho, dado que se hizo remera recién después de muerto. El encanto popular pasaba por la facilidad que tenía la gente de tocarlo cuando se metía en los tumultos. Cris, en cambio, es un caso bien distinto.

Muchas veces me he preguntado si Cristina es o no es una mujer carismática. Néstor construyó su imagen desde la visual ratona: mocasines que caminaban solos, sacos cruzados de diez años de antigüedad y varios talles más grande que usaba inexplicablemente abiertos, y una cabellera que no veía un peine desde la primavera de 1965. Su mensaje no apuntaba al “no me caliento por las apariencias”, sino a que se puede ser tremendamente rico y aparentar ser un croto. Todo un signo del país que vendría, con números de bonanza y una visual de miseria subsahariana.

Cristina, en cambio, aprendió a construir su imagen desde la adolescencia, cuando movió cielo y tierra para poder entrar en el Jockey Club platense. Su necesidad de ser aceptada por un mundo que le permitiera dejar atrás una infancia molesta, la llevó a desarrollar un espíritu cautivante, en el que la sonrisa encantadora y el ataque verbal injustificado convivían sin mayores problemas.

Al igual que todos nosotros, hizo lo que tuvo a su alcance con la esperanza de ser aceptada por el otro, pero en el caso de ella, pareciera que nunca supo cuál era ese otro. Así es que a lo largo de su vida se comportó de un modo un tanto errático en cuanto a las relaciones y hasta pudo bajar de un helicóptero con ropa de diseñador parisino para decir que sabe lo que es una inundación porque cuando era chica vivió una, mientras los platenses la miraban y se acariciaban las branquias.

Al momento de construir una imagen, todos ocultamos algo. En la primera cita, nadie dice que ronca, que se pone pantalones solo para salir de casa y que, si no tuviera que ver gente, probablemente se bañaría cuando los dedos se queden pegados en el cuero cabelludo. Obviamente, nadie cuenta tampoco con cuantas parejas estuvo antes, ni que fue el gordito boludo del curso, ni que se pasaba horas viendo la imagen violeta del canal Venus a la espera de la aparición de una teta o similar. Queremos vender la casa, es obvio que vamos a tapar con cuadritos los agujeros de las paredes. Sin embargo, ante esta realidad conviene prestar atención, mucha atención, a la hora de decidir en qué se va a mentir, qué se va a ocultar. Principalmente porque habrá que mantenerlo oculto para siempre.

Este último ítem a la Presi le falló. Como cuando dijo que a ella todo le cuesta el doble por ser mujer: en su vida peleó una interna ni tuvo que negociar un lugar en la lista de legisladores armada por su marido gobernador.

Quizás el caso más paradigmático ocurrió cuando se le dio por explicar su jugoso patrimonio -el declarado- aduciendo que siempre fue una exitosa abogada, aunque no exista un solo expediente en el que se haya presentado como patrocinante de nadie. La construcción de la historia le chocó con el ego y se equivocó. Podría haber dicho que su marido fue un abogado exitoso antes de ser político, pero no quería quedar relegada a una mera heredera.

Cuando las cosas empezaron a fallar denserio, la construcción de la imagen de Cristina a nadie le importó. Desde entonces, la Presi puede mostrar un recibo de sueldo de 2.600 pesos de un Gendarme para enojarse con las provincias que piden la intervención de uniformados mal pagos -como si el sueldo lo cobraran vendiendo La Solidaria en los peajes- que nadie se pregunta nada. Puede golpear una cacerola mientras festeja en Plaza de Mayo los 30 años de esa democracia que no puede evitar los saqueos ni las muertes, y ninguno de sus seguidores se avergüenza.

Carisma. Carisma puro. Esa extraña fuerza sobrenatural que genera encandilamiento por la mina que te vuelve loco y a la que le perdonas cualquier cosa. Queda embarazada del portero, te dice que la culpa es de la farmacia que no tenía preservativos, escrachás a la farmacia y te afiliás al kirchnerismo.

Un montón de personas con traumas de abandono no resueltos ven en Cristina la figura de la madre protectora. Cuando dice cosas inentendibles, se repiten aunque no se tenga la más puta idea de lo que se está diciendo. Cuando dice burradas, a reirse que es una jodona bárbara. Y todavía quedan varios en la justificación perpetua, casualmente todos los que se sumaron cuando al gobierno le empezaron a crecer los enanos. Si eso no es carisma, no sé qué lo es.

La masa de gente que se pueda juntar para un acto al aire libre, no cuenta. Muchos de ellos irían igual si en vez de Cristina estuviera Karina Jelinek. No es que van porque está la presidente, sino porque hay alguien famoso al alcance de la mano. Sin embargo, algo que Menem nunca pudo conseguir -y, convengamos, ni se calentó- es una buena cantidad de militantes ultradefensores en aparente organicismo, aunque no pertenezcan a ninguna agrupación. Cristina sí pudo.

Lo podemos percibir cada vez que una pendeja aburrida nos refriega el valor de la militancia, confundiendo la actividad partidaria no rentada con poner “Soy K” en la bio de Twitter, o una foto del nestornauta en su muro de Facebook. También los podemos encontrar en cada hombre al borde de la prostatitis que se hace el pendejo revolucionario y cuenta como combatió a la dictadura colándose en los partidos del Mundial ´78.

Los primeros, siguen en la misma porque prefieren pelotudear, a madurar. Creen que están arreglando el mundo con la militancia de conseguir un proyector para pasar la película de Néstor en la Villa 31 y afirman que estamos mejor que nadie. Si quisieran abandonar la casa de sus padres, o dejar de alquilar, y vieran que no califican para ninguna línea de crédito hipotecario, se afiliarían al partido de Biondini. O pedirían la expropiación de los bancos, da igual.

Los segundos, porque se cansaron de perder y porque es más fácil adherir al discurso de que este gobierno hace lo que puede con el desastre de los anteriores, que reconocer que miraron para otro lado el resto de su vida. También existe la posibilidad de que se encuentren por primera vez con gente poderosa que aparenta que escucha las gansadas que tienen para decir, esas que antes predicaba en una unidad básica perdida en Villa Ojete o en la biblioteca popular. Porque el discurso antipoder cobra más valor cuando el poderoso te lo felicita.

La ausencia de la Presi demuestra que sin ella, el kirchnerismo es un muestrario de ofertas de segunda mano en el outlet de fin de temporada de La Salada. Y la prueba la podemos apreciar en los argumentos maravillosos de algunos funcionarios. A todos les falta algo para completar el combo de una exposición de Cristina, pero lo intentan.

El secretario de Comercio, Augusto Costa, avisó que el acuerdo de precios viene con aumentos de 30% para garantizar el abastecimiento. Nunca vio canal 7 ni de zapping, si no tendría bien en claro que ni se menciona. Si alguien se queja, la culpa es del supermercadista y a otra cosa.

Julio De Vido hizo gala de los 10 años que lleva en el gobierno que nunca tiene la culpa de nada. Acusó por los cortes de luz a Macri -que no administra ni la venta de lamparitas- a Edesur y Edenor -que son controladas por el Gobierno- a Magnetto -que debe haber comprado un cohete espacial eléctrico- al calor del verano y a la cantidad de edificios que se construyeron, cuando ningún barrio avanzó tanto como el único que no tuvo cortes, o sea Puerto Madero. El ministro no dijo nada que no pudiera decir Cristina, pero quedó como un pelotudo.

Ricardo Echegaray llamó a una conferencia de prensa para explicar que no sabe bien si su gente le pegó a alguien, pero que algo escuchó. También afirmó que Magnetto lo persigue y que tiene derecho a tomarse unos días de vacaciones. Podría haber explicado que tiene el salario más alto del país y que gasta 900 dólares el cubierto porque puede pagarlos, pero prefirió victimizarse. Resultado: lo terminó toreando Bazán, algo así como que la Tota Santillán lo acuse a Usain Bolt de comerse los mocos por no animarse a un 100 metros.

Cristina, mientras tanto, esquiva todas las balas. Tres meses rascándose el higo, con el país en llamas, y sus funcionarios se comen las puteadas de la oposición y de los propios partidarios, quienes los acusan de “hacerle mal a la imagen de Cristina”. Como si De Vido hubiera pasado los últimos 10 años amenazando a la Presi para conservar el cargo con el que manejó los trenes, las compañías eléctricas y los combustibles, entre otros grandes éxitos de El Modelo.

La muchachada, por lo pronto, se encuentra en la negación del duelo. Saben que se acaba, pero disimulan lo más que pueden. Del mismo modo que ni se enteraron de la existencia de Ricardo Jaime, no les calienta lo que pueda pasar con Lázaro Báez. Cualquier cosa que suceda de ahora en más, será porque a Cristina no le dejaron profundizar El Modelo.

La culpa, obviamente, no será de los que nunca cuestionaron nada, sino de los que no se animaron a tener un país mejor, donde la dignidad se mide en planes sociales, la democracia es someter al que perdió y en el que todo, absolutamente todo, se soluciona con más militancia.

Lunes. Lo que no se puede con carisma, se puede con plata. Pero la plata se acabó.

© Perfil

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