jueves, 17 de octubre de 2013

Una lucha despiadada por el poder

Por Natalio Botana
El atentado que bandas armadas perpetraron en el domicilio rosarino de Antonio Bonfatti, gobernador de Santa Fe, es otra muestra del suelo pantanoso en que se desenvuelve nuestra política. Si observamos la realidad circundante tras las vicisitudes de la salud de la Presidenta, afortunadamente bien resueltas, o el sube y baja de las encuestas electorales, la imagen que retenemos es la de una aceleración continua de palabras, mensajes y consignas que contrasta con la dureza implacable de los acontecimientos ligados a la inseguridad. Muchos son los pretendientes para los cargos en disputa el próximo domingo 27; pocos, los hipotéticos triunfadores; ancho, el campo de la incertidumbre con vistas a la elección presidencial de 2015.

En el grupo de quienes se interesan por la política, se exaltan los ánimos y los mercados. Son los movimientos rápidos de los que viven de la política, de los que persiguen y fabrican noticias y de los que especulan en el mercado bursátil descontando lo que vendrá. Sobre esta superficie de la acción, las cosas corren de prisa en busca del mejor posicionamiento en las urnas, de la novedad impactante o de la información precisa para apuntalar o demoler candidatos.

Con la mirada puesta en este momento de sonidos y furias teatrales, teñido por los colores de un debate ideológico tonante y dicotómico, podríamos llegar a la conclusión de que lo que se juega en la Argentina es una encarnizada lucha por el poder. Importa, antes que nada, quedarse con el trofeo electoral para después obtener, de ser posible, el premio mayor de la victoria en las elecciones presidenciales.

Se trata pues de capturar el título de la legitimidad del poder en cuanto a su origen electoral. El combate, o en términos más benignos, la competencia, vale para acumular el mayor número de votos. Así, en esta operación pacífica, se condensa en una democracia el "porqué" del poder. Obviamente, esta legitimidad de origen adquiere más dramatismo en el caso de una elección presidencial, la gran meta que, en nuestro país, atrae toda clase de ambiciones. Por este motivo, estos comicios intermedios son semejantes a un apronte o al inicio de una carrera por etapas.

Las normas constitucionales y las leyes electorales ayudan al respecto. El electorado es convocado cada dos años, según una secuencia de elecciones primarias obligatorias, elecciones definitivas y una doble vuelta electoral si, en la carrera presidencial, ningún candidato obtiene más del 45% o más de un 40% con diez puntos de diferencia con el candidato que le sigue. No es descartable suponer, en este sentido, que dentro de dos años podríamos participar, entre agosto y noviembre, en tres elecciones.

A este ritmo, impuesto por nuestras propias leyes, la intensidad de la praxis electoral está a la vuelta de cada esquina. Faltan aún dos años y la atención se aplica, obsesivamente, al año 2015 cuando un presidente electo tendrá por delante apenas quince o dieciséis meses sin las urgencias electorales derivadas de una nueva elección intermedia -la de 2017- con sus correspondientes PASO. Hemos montado, pues, una democracia de alta frecuencia electoral para dar respuesta al "porqué" del poder.

¿Es acaso suficiente? En rigor, cuando recorremos los datos que diariamente nos afligen, deberíamos reconocer que la pregunta acerca del "para qué" del poder es tan importante como los interrogantes en torno al "porqué" del poder. El en cruce de estas dos dimensiones estallan los reclamos de la ciudadanía: no sólo exigimos elecciones, lo cual representa una magnífica adquisición luego de la sombría época del autoritarismo, sino también demandamos resultados de gobierno, leyes de duración prolongada e instituciones capaces de ofrecer el marco para que al ejercicio electoral no lo dilapide una conjunción de incompetencias, corrupciones y resortes estatales oxidados.

Hay, por consiguiente, un tiempo corto, propio de los procesos electorales, y un tiempo largo en cuyo transcurso el sistema representativo genera y garantiza al pueblo bienes públicos imprescindibles. En esta orientación se resume el "para qué" de la democracia republicana.

Lo que aconteció en Rosario, en la casa del gobernador, revela una vez más la recurrente incapacidad para obrar de consuno -el gobierno nacional y las autoridades provinciales- y enfrentar al narcotráfico. Este tipo de organizaciones criminales dispararon contra un gobierno que no negocia por abajo con las mafias, que obtiene el respaldo del electorado santafecino y que, sin embargo, no alcanza a recrear condiciones mínimas de seguridad ante la carencia de políticas comunes a la Nación y a las provincias.

Recién ahora, cuando este flagelo está creciendo hasta alcanzar límites de extrema peligrosidad, el gobierno nacional atiende y se solidariza con la provincia. Poco y nada dice, empero, de las centenas de víctimas que durante la década pasada cosechó el narcotráfico en Santa Fe. Esta indiferencia exige reformular con urgencia el estilo hegemónico de un gobierno que no atendió por igual a las pocas provincias en manos de partidos y coaliciones opositoras.

La política de seguridad debería promover la unión entre las partes con los atributos correspondientes a un Estado neutral que no menosprecia al opositor que le toca en suerte gobernar una provincia. Los bienes públicos jamás deben fragmentarse en aras del cálculo electoral o de un afán hegemónico incongruente con el pluralismo de partidos. Por haber cometido esos errores, junto con un erróneo concepto de la defensa nacional, hoy nuestras fronteras son coladores del tráfico criminal y nuestras provincias receptáculos de la droga.

Más grave aún es que, en las megalópolis, el narcotráfico plantea una perversa reivindicación de soberanía mediante el control violento de parcelas de territorios urbanos en franca expansión demográfica. ¿Es posible, ante semejante desafío, seguir haciendo caso omiso de un federalismo de concertación entre Nación y provincias, y eludir la obligación de formular una política de seguridad sustentable, capaz de perdurar más allá de nuestros episodios electorales?

Un ejemplo. En la provincia de Buenos Aires se esgrimen ideas atractivas para poner a la policía bajo el control de los municipios. Sin embargo, si ese reordenamiento no se inscribe en el marco de un acuerdo entre la Nación, las provincias y los municipios sobre asuntos cruciales como el narcotráfico, el proyecto correría el riesgo de transformarse en una reforma a medio hacer. El Estado federal reposa sobre el arte de combinar la descentralización con la coordinación.

Sin estos consensos, sin esta aptitud compartida para fijar objetivos y medios conducentes a los fines que demanda el bien público, nuestra democracia corre el riesgo de empantanarse en una competencia agonal por el poder que termina olvidando el "para qué" de las elecciones y la razón última de la soberanía del pueblo. Estas razones son tan antiguas como las que, en 1853, inspiraron a Gorostiaga y Juan María Gutiérrez. Son las razones del Preámbulo de nuestra Constitución (entre ellas "afianzar la justicia" y "consolidar la paz interior") que coreábamos en actos multitudinarios treinta años atrás. Traducir esa propuesta en hechos eficaces es tarea pendiente y la gran deuda de nuestra democracia.

© La Nación

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