Por Ricardo Alfonsín |
Se cumplen 30 años de las elecciones en las que recuperamos la democracia, con
el triunfo de la fórmula del radicalismo y la masiva movilización de toda la
ciudadanía y los partidos políticos.
Podría hacer de esta nota una evocación nostalgiosa o un
racconto de anécdotas.
No lo haré: no me gusta y estoy seguro que a Raúl
Alfonsín tampoco.
Pongamos en contexto aquel 30 de octubre de 1983.
La
Argentina venía -y el candidato radical lo señalaba en cada uno de sus
discursos- de 50 años de constantes irrupciones del partido militar, que
lograba por la vía armada el poder que los sectores que representaba no
alcanzaban en las urnas.
La dificultad de los movimientos populares de la Argentina
para procesar sus diferencias en el marco de las instituciones de la República
y la democracia era el caldo de cultivo ideal para el golpismo que nos azotó
desde 1930 y constituyó el enorme retroceso colectivo de nuestra Nación.
Llegábamos entonces a 1983 con la necesidad de que la
dictadura que se terminaba (la más feroz de todas) haya sido la última. Y ese
fue el gran desafío del Gobierno de Raúl Alfonsín. Ninguno de los otros
problemas de la Argentina podrían solucionarse si antes no terminábamos con
este ya arraigado mal de la opción por el autoritarismo, que hacía que a cada
gobierno constitucional lo sucediera un gobierno militar, que tiraba abajo el
edificio de la República, el Estado de Derecho y en muchas ocasiones, los
avances en materia social.
Y ahí radica el logro sustancial del primer gobierno de la
transición democrática: llegar a ser sucedido en el gobierno por otro partido
político electo en las urnas por el pueblo. Visto desde la normalidad
democrática de nuestros días, parece poco, pero la tarea fue ciclópea.
Para poner fin a la opción por el golpismo, había que hacer
Memoria y Justicia por los crímenes de la dictadura, aún cuando el 40% del país
había votado por el partido político que defendía la autoamnistía militar, las
Fuerzas Armadas conservaban intacto su poder de fuego y la cuestión de los
derechos humanos no era una causa común de la sociedad.
Y se hizo lo que no había hecho ninguna transición en el
mundo: investigar, juzgar y condenar.
Y se puso en marcha un proceso de democratización institucional
del país y de difusión de la cultura de la democracia.
El esfuerzo rindió sus frutos: cada vez que el fantasma del
autoritarismo se ciñe sobre nuestro país, el pueblo reacciona ya casi
instintivamente en defensa de la democracia de todos.
Somos una Nación que aprendió la diferencia entre la vida y
la muerte, y con ello la diferencia entre la dictadura y la democracia. El
Gobierno de la transición dejó sentado el marco para discutir los otros asuntos
pendientes de la Argentina.
Hoy, que todos entendemos que la democracia es el único
método válido para dirimir nuestras diferencias, tenemos que hacer de este país
libre un país justo: para eso tenemos que avanzar contra la pobreza que afecta
a un tercio de nuestros compatriotas en el país que puede alimentar diez veces
a su población y que marca para siempre a millones de niños, que crecen con
menores posibilidades; tenemos, con urgencia, que promover una revolución que
garantice el acceso igualitario a la educación de calidad; y asegurarle a todos
una cobertura universal de salud para que muchos hijos de esta misma tierra
dejen de morirse por causas evitables; y promover la solución de los problemas
de vivienda que padecen millones de argentinos.
Durante el primer gobierno de la transición cumplimos con
creces nuestro objetivo de instaurar una democracia para los tiempos. Ahora, es
tarea de todos cumplir con el desafío que nos impone el presente: demostrar que
era cierto aquello que repetíamos desde la razón y el sentimiento en 1983 y que
nos aseguraba que "con la democracia se come, se cura y se educa".
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