Por James Neilson (*) |
Toda elite –militar, social, política, económica,
sacerdotal, intelectual, da lo mismo– necesita pertrecharse de razones
supuestamente irrefutables, pero a menudo absurdas, que sirven para justificar
su supremacía.
Los aristócratas tradicionales, es decir, “los mejores”,
atribuían su preeminencia a las hazañas truculentas de sus antepasados; durante
siglos, el relato funcionó muy bien.
Algunos kirchneristas sueñan con emularlos. Quieren que la
sociedad entienda que los descendientes de guerrilleros cuentan con el
equivalente de un título de nobleza.
Pero, como acaba de enterarse el diputado
porteño Juan Cabandié, fuera de ciertos círculos gubernamentales, escasean los
dispuestos a rendirles el homenaje que creen merecer.
Desgraciadamente para aquellos militantes kirchneristas que
se las han ingeniado para sacar provecho de su condición de víctima hereditaria
de la dictadura más reciente, la gente, esta versión aburguesada del “pueblo”
de épocas más heroicas, quiere un nuevo relato que no los incluya. Por este
motivo provocó tanto revuelo aquel pequeño drama, a primera vista
insignificante, que cambió para siempre la vida del joven Cabandié: muchísimas
personas ya se sentían tan hartas de la prepotencia de quienes se imaginan
miembros vitalicios de una nueva clase gobernante y que no vacilan en maltratar
a sus presuntos inferiores que el episodio pronto desplazó la enfermedad de
Cristina en las tapas de los diarios independientes y en los noticieros
televisivos.
Al actuar el diputado, en mayo pasado, como un auténtico
“hijo del poder”, dando a entender que, por ser un militante de la facción
política gobernante, tenía derecho a mofarse de las reglas que otras se ven
constreñidos a acatar, se transformó enseguida en blanco de la indignación
pública. También quedó involucrado en el escándalo el candidato oficialista
Martín Insaurralde, acusado él de ordenar, como intendente de Lomas de Zamora,
el despido por leso kirchnerismo de la agente de tránsito “desubicadita” y
“boluda”, si bien “querida”, que había molestado a Cabandié. Según los laderos
de Insaurralde, no tuvo nada que ver con el asunto. Para subrayar su propia
inocencia, MI se solidarizó con la agente, Belén Mosquera, asegurándonos que es
un caballero y que, a diferencia del sujeto de La Cámpora, sería incapaz de
maltratar a una mujer.
Huelga decir que Cabandié no es el primer personaje que ha
procurado ahorrarse un mal momento advirtiendo a un uniformado que en verdad es
un hombre muy poderoso, con padrinos más poderosos aún, y que por lo tanto le
convendría dejarlo en paz. Y con toda seguridad no será el último; sacar chapa
y, para que todo sea más claro, aludir a amigos influyentes es una vieja
costumbre porteña, casi una señal de identidad. Cabandié pudo haberse salido
con la suya si no lo hubiera intentado de forma tan peculiar, pero se las
arregló para que, al difundirse el video de su intercambio con Belén, que nunca
le faltó el respeto debido, casi todos se sintieron agraviados.
En opinión de Cabandié y, es de suponer, de muchos otros
militantes de La Cámpora, el haber sido hijo de desaparecidos y por lo tanto un
luchador precoz contra la dictadura castrense, además de dedicarse últimamente
a combatir “a los hijos de puta que quieren arruinar este país”, lo ponen por
encima de la ley, distanciándolos de los demás mortales. De este modo, el
diputado resumió la variante camporista del célebre “relato” kirchnerista, que
se basa en la noción de que los opositores radicales, izquierdistas,
conservadores y peronistas disidentes son, lo sepan o no, a lo mejor idiotas
útiles al servicio de una conspiración militar, de ideología neoliberal, urdida
por Clarín que, desde las sombras, está trabajando afanosamente para recuperar
el poder.
De más está decir que, para frustrar a enemigos tan
diabólicos, los kirchneristas no tienen más alternativa que la de mentir,
inventar estadísticas fraudulentas, tratar de amordazar al periodismo
mercenario, pisotear la Constitución y, desde luego, conseguir más dinero. En
cuanto a La Cámpora, se trataría de una vanguardia revolucionaria iluminada
que, tarde o temprano, se encargaría del liderazgo del “proyecto” y, por
supuesto, del amorfo movimiento peronista.
Exasperó a muchos el que el diputado haya procurado hacer de
una disputa acerca de una multa de tránsito un nuevo capítulo de la lucha en
pro de los derechos humanos, como si la joven que, al fin y al cabo, se
limitaba a cumplir su deber, fuera una represora vinculada con el régimen
militar. El gobierno kirchnerista nunca ha titubeado en aprovechar su alianza
pragmática con organizaciones que reclaman “justicia” para las víctimas, de
cuarenta años atrás, de la violación sistemática de los derechos humanos por
parte de la dictadura. Fiel al libreto oficialista, Cabandié raramente deja
pasar una oportunidad para llamar la atención a su propia condición de
“víctima” y, por lo tanto, dueño de un grado de autoridad moral negado a los
ciudadanos comunes.
El uso político de la victimización para desarmar a los
adversarios y conseguir privilegios personales o sectoriales no es un invento
argentino. Se trata de una modalidad de origen extranjero importada desde los
Estados Unidos, país en que abundan “minorías” movilizadas –de negros,
hispanos, homosexuales y hasta de mujeres–, que sobren la base de injusticias
históricas reclaman, por lo común con éxito, un tratamiento preferencial.
Sea como fuere, otras víctimas, directas o indirectas, de la
dictadura le recordaron a Cabandié que, para erigirse en un referente ético, no
es suficiente haber sufrido a manos de los militares. Después de todo, el mundo
está lleno de “víctimas” que son tan sanguinarias y tan despreciables como
quienes habían torturado o matado a sus padres. Por lo demás, ya antes de
producirse el enfrentamiento de este camporista emblemático con la agente de
tránsito en el feudo de Insaurralde, los arribistas de la organización cuyo
jefe nominal es Máximo Kirchner motivaban el rencor de miles de veteranos
peronistas; gracias a Cabandié, los que a pesar de todo permanecen “leales” a
la presidenta Cristina ya cuentan con más razones para abandonarla a su suerte.
En algunos países, los exabruptos de Cabandié hubieran
resultado más que suficientes como para obligarlo a cambiar de oficio. Es lo
que sucedió a un diputado conservador inglés que, el año pasado, se inmoló al
calificar de “malditos plebeyos” a policías que se habían negado a abrir una
puerta para que pudiera sacar su bicicleta de la residencia del primer
ministro, de tal modo desatando una tormenta mediática, similar a la provocada
por Cabandié, que le costaría muy caro. Si bien tanta severidad parece
excesiva, en sociedades democráticas la gente suele ser reacia a permitir que
los políticos traten con desprecio a los servidores de la ley: las
repercusiones de lo que los poco imaginativos periodistas británicos llaman el
“plebgate” siguen acumulándose.
¿Incidirá este episodio tan aleccionador en los resultados
de las elecciones legislativas del 27? Muchos creen que sí, que el electorado
porteño y, en menor medida, bonaerense no perdonará a Cabandié por una
manifestación fatua de arrogancia que en otras circunstancias solo hubiera
merecido algunos comentarios maliciosos.
Como siempre sucede cuando está por terminar un “ciclo”
político, muchas personas están buscando pretextos para alejarse del
kirchnerismo, razón por la que sus dirigentes no pueden darse del lujo de
asumir actitudes antipáticas. Veinte años atrás, la “soberbia” que los
peronistas, sin equivocarse, achacaban a los radicales contribuyó a hundirlos:
la palabra les resultaba letal. Del mismo modo, Cabandié, en un momento de
descuido, perjudicó mucho no solo a La Cámpora sino también a toda la
militancia kirchnerista haciendo gala de su propia soberbia.
Ya antes de advertirles las PASO que la Argentina estaba por
experimentar una de sus mutaciones periódicas, muchos empresarios y políticos
profesionales entendían que la hora kirchnerista se acercaba a su fin. Así y
todo, algunos, como los pensadores de Carta Abierta, aún se resisten a darse
por vencidos. ¿Por qué hacerlo, se dicen, si somos los únicos que realmente
comprenden lo que está ocurriendo en el país y en el resto del planeta? Puede
que la reacción generalizada ante la prepotencia de Cabandié los ayude a
aggiornarse.
Parecería que el diputado enojado no se dio cuenta de que lo
estaban filmando y que algunas palabras pronunciadas en el curso de un
altercado con una agente de tránsito desconocida que, antes de la proliferación
de cámaras, redes sociales y otros medios que han hecho de la privacidad un
concepto propio de épocas ya idas, pronto se hubiera olvidado, podrían
despojarlo de la carrera brillante que a buen seguro creía sería suya. ¿Lo
entendían los responsables de difundir el video? Es de suponer que sí, pero si
bien puede considerarse lamentable que los deseosos de asestar un golpe a un
candidato político hayan logrado encontrar lo que buscaban en los archivos
electrónicos de la policía, gendarmería o la intendencia lomense, los preocupados
por su imagen pública tendrán que acostumbrarse a la ubicuidad de adminículos
que sirven para grabar virtualmente todas sus actividades.
(*) El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The
Buenos Aires Herald”.
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