Por Jorge Fernández Díaz |
"Mirá lo que hiciste, sos una vendida a Clarín",
repetía como un mantra Juan Cabandié. No quería escuchar argumentos ni entrar
en diálogo con la mujer que amablemente se le había acercado para conversar un
rato. Norma Morandini estaba por embarcar hacia Córdoba cuando vio al
"muchacho" de La Cámpora junto a un grupo de pasajeros en tránsito.
Y
no pudo en ese momento crucial sino pensar en la aflicción que le había
provocado la noticia de que la militancia kirchnerista seguía haciendo murgas y
asados en el predio donde alguna vez funcionó la Escuela Mecánica de la Armada
(ESMA).
Cabandié acababa de aplaudir públicamente esas fiestas, que para Norma
y muchos otros luchadores por los derechos humanos constituyen una banalización
profanadora. "No bailen sobre la tumba de nuestros muertos", había
declarado Morandini. Sus dos hermanos, Cristina y Néstor (inquietantes nombres
que baraja el destino) fueron secuestrados y permanecen desaparecidos, y ella
misma tuvo que exiliarse, pero jamás demostró por ello revanchismo ni practicó
el marketing de la época. Siempre tuvo, como periodista y legisladora, una
actitud serena y doliente, y propugnó una justicia reparadora y una política
humanista despojada de partidismo y mendacidad. Pero el día anterior a ese
cruce en el Aeroparque había impulsado sobre tablas un proyecto de declaración
para repudiar los hechos y los senadores del Frente para la Victoria, con gran
picardía, se habían ocupado de mandar el asunto a comisión, es decir, a vía
muerta.
El aeropuerto estaba atestado y Norma tuvo la precaución de
apartar a Cabandié del resto para buscar su confidencia y no forzarlo a una
sobreactuación frente a testigos. "Cuando los veo a Victoria Donda y a vos
no puedo dejar de pensar que nacieron en el mismo lugar en el que estuvieron
secuestrados mis hermanos -arrancó Morandini-. He pensado mucho en estos días,
y me doy cuenta de que para ustedes ahí no está la muerte sino la vida.
Precisamente porque ahí nacieron." Era un discurso espontáneo y
conciliador, pero Cabandié la bloqueó con su disco rayado: "Vendida a
Clarín". Una y otra vez. Hasta que Norma, fiel creyente de la belleza de
la bondad, también se salió de las casillas. No hubo discusión concreta, sólo
violencia verbal. "Me siento mal cuando me sacan lo peor -me confesó ella
hace unos días-. Yo trato de no hacer lo que critico, y ahora estoy cerrada
sobre mí misma y ya no tengo más ganas de intentar un acercamiento. Creo que
los kirchneristas han sido un catalizador, pusieron en evidencia lo que anida
en nuestra sociedad."
Alude la senadora al reconocido mecanismo del odio que se ha
instalado en la base social; a la "guerra civil de los espíritus",
como bautizó Altamirano. Un fenómeno que en España se denomina
"cainismo": Caín asesinando eternamente a Abel. Pero la reflexión de
Morandini va más allá y se refiere también a la tragedia que implica el
dogmatismo y la negación sistemática a reconocer autoridad alguna en el otro.
Vaya paradoja: la era de la inflexibilidad resulta, por consecuencia, la era de
la no política. Porque ¿es realmente posible generar debates fundamentales cuando
el fanatismo multiplica aislamiento y encono, y cierra cualquier vaso
comunicante? ¿Son viables políticas permanentes de Estado que precisan de
acuerdos fecundos entre las partes del todo? ¿Somos un todo, somos un país?
El estilo despótico y abusivo que el kirchnerismo exacerbó
anida, como dice Norma, en el inconsciente colectivo desde mucho antes. Los
kirchneristas sólo aceleraron el círculo vicioso; vinieron a entregarles
potentes dosis de droga a los adictos. No son tan importantes: sólo afilaron el
puñal de Caín.
En otras naciones que nos rodean, la grieta no se ha
profundizado. Los ex presidentes constitucionales son capaces de acordar
iniciativas, mostrarse juntos en público, ponerles el cuerpo a discusiones de
la memoria y del futuro. Hayan gobernado bien o mal siguen teniendo una
investidura y continúan representando a la democracia. En la Argentina, los ex
presidentes se saludan en Comodoro Py.
Hace unos meses, el suegro de Sergio Massa convenció a
Eduardo Duhalde de que depusiera su bronca histórica y se reencontrara con su
archienemigo Carlos Menem. La reunión fue discreta, puesto que se han
convertido en dos parias. "Llevé a Eduardo hasta la casa de Belgrano R
donde vive Carlos -me cuenta Fernando Galmarini-. No se veían ni hablaban desde
hacía como quince años. Fue un encuentro afable. Competían para ver quién había
encontrado el país más incendiado. Carlos venía de la hiperinflación y Eduardo
de la debacle de 2001".
Algo monstruoso se incuba en una sociedad que casi siempre
habilita figuras poco propensas a la transparencia y que, por lo tanto, luego
terminan desfilando oscuramente por Tribunales. Pero también que permite la
cíclica producción de "accidentes macroeconómicos" (vivimos siempre
por encima de nuestras posibilidades) de los cuales surgen "hombres
providenciales" que quieren eternizarse y que después acaban satanizados.
Que cuando no gobiernan no dejan gobernar, y que cuando administran chocan el
barco. Pero nadie los votó jamás, no hicieron nada positivo y todos somos
inocentes de sus vicios y fallas.
Cuando el menemismo agonizaba, dos mujeres que se admiraban
mutuamente y que se pensaban a sí mismas como parte fundante de "la nueva
política" se encontraban a cenar en el restaurante del Vasco Francés. A
Cristina Kirchner la acompañaba Julio Bárbaro y a Elisa Carrió su leal escudero
de entonces, Héctor Timerman. Eran cenas con largas sobremesas, en las que no
habían compartimentos estancos ni posiciones irreductibles, donde fluía
libremente el diálogo sobre la vida y las instituciones, y se enriquecía con
los distintos puntos de vista. Algo grave sucedió en nuestro país para que esos
dos cuadros notables que se profesaban cariño pasaran a combatirse y a
detestarse con rabiosa pasión.
La llegada de los Kirchner al Gobierno, una vez conjurados
los temores por la gobernabilidad de los tres primeros años (cuando se sentían
más cerca de las ideas desarrollistas que del chavismo) actuó como una
progresiva pero intensa reactivación de nuestra enfermedad crónica. Sobre
llovido, mojado. Y esta liturgia neocamporista de último momento, este terreno
donde autómatas agresivos se niegan a debatir y rezan falsos anatemas
("Vendido a Clarín", "gorila", "golpista",
"cipayo") logran bloquear cualquier razonamiento y sacar, como dice
Morandini, lo peor de cada uno de nosotros. Logra convertirnos en lo que
criticamos.
La idea de partir deliberadamente en dos a una sociedad,
cavar una zanja imaginaria y capciosa entre el pueblo y la antipatria, según
los consejos de Laclau, no hace buena combinación con las reglas legislativas
ni con la praxis republicana. Con el 54% de los votos y un Congreso dispuesto a
sacar a lo guapo, por verticalismo y obediencia debida, y con meros debates
decorativos los proyectos más extremos de la Presidencia, el
"feudoprogresismo" funciona. ¿Pero cómo se hace populismo con el 26%?
¿Cómo se retrocede a la lógica negociación parlamentaria cuando se han roto
todos los puentes y se ha sacralizado una metodología del desdén? Un
kirchnerismo probablemente menguado deberá atravesar después de octubre la
tormenta económica que le viene de frente, y necesitará de la responsabilidad y
de cierta comprensión por parte de aquellos a quienes pateó en el piso durante
una década. Irónico castigo para el arrogante: pedirle una mano al despreciado.
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