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Por Roberto García |
Martín Insaurralde comenzó a sospechar que tal vez le
convenga iniciar un juicio por abandono de persona. En términos políticos, al
menos. Debe sentirse apartado, desprotegido. Ya desaparecen los carteles
previos a la última elección, cuando en la vía pública se mostraba acompañado
por la Presidenta. No se renuevan y, en su lugar, aparece solitario el candidato
con sonrisa de costado, sobre un fondo azul, y las leyendas recurrentes que los
publicistas cobran como si fueran mágicas.
Se enteró además de que la dócil
Juliana Di Tullio, quien antes parecía entusiasmada con su postulación, se
llamó a sosiego y se refugia en el Congreso, no sale a la calle y ni se mueve
de ese cobijo por consejo de una voz femenina cuyo origen nadie desconoce.
También advierte Insaurralde que le suspendieron una hilera
de actos que estaban inicialados. Ni su protector Daniel Scioli lo convoca para
esa interrumpida producción industrial, aunque se fotografía a su vera, lo
asiste en reuniones artesanales, sabiendo que a la larga habrán de repartirse
suertes electorales. Léase culpas. Para colmo, por insinuar autonomía y atender
demandas que desata la fiebre de la inseguridad, el aspirante se pronunció
–recordando algún desliz pasado de Cristina– por bajar la edad de imputabilidad
de los menores, declaración que le sirvió al oficialismo para enrostrarle
desviaciones ideológicas y, sobre todo, endosarle por falta de carisma la
responsabilidad del fracaso electoral. Como si ellos no lo hubieran nominado.
Sería atrevido decir que Cristina se desprende del
candidato, pero en política reinan las encuestas para entender ciertas conductas.
Y algunos sondeos afirman que Ella, gracias a nuevas medidas que contrarían su
propio relato, mejoró ligeramente la opinión como gestora; en cambio, a
Insaurralde le cuesta retener los votos de agosto: se van a Sergio Massa.
Quizás no sea apropiado hablar de abandono de persona, sí de una progresiva
distancia entre la Casa Rosada y el intendente de Lomas, al que forzaron soñar
con una herencia yacente.
Otra excusa para desamparar a Insaurralde es la designación
de Alejandro Granados como ministro de Seguridad bonaerense, un colega de
Ezeiza elegido por Scioli que piensa como la mayoría de los intendentes de la
Provincia y que produjo un ataque de urticaria en el progresismo oficialista,
sector que pasó años de militancia para destituir a Ricardo Casal y ahora debe
soportar su continuidad y la llegada de alguien que detestaban a pesar de que
proveía votos para la existencia de su prédica. A pesar del giro a la derecha
nadie renuncia, aunque se quejan: siguen cobrando bajo protesta.
Hay, sin embargo, otro campo de refugiados aún más desorientado
que el de Insaurralde. Son los desposeídos de Francisco de Narváez, perdidos en
el desierto político por avatares de la fortuna desde que Massa se presentó
como candidato. Algunos se desviven por conservar dominio en territorios que
fueron fértiles (Mar del Plata, Bahía Blanca, La Plata) y no rifar el tiempo,
el esfuerzo y la plata invertidos. Si hasta en lo personal parece afectado el
Colorado: su propia esposa, Agustina Ayllón, corre riesgo de no ser elegida en
tierra platense cuando ella fue su musa inspiradora, luego de una
reconciliación matrimonial, en los tiempos en que él decidió dedicarse a la
política. Tarea compleja lo acecha: la naturaleza electoral no lo favorece, y
muchos desertan de su ejército.
Hay fugas conspicuas (el ex árbitro Castrilli o el
sindicalista Amoroso), otras que ni rescata la estadística, y hay desconocidos
reemplazados por otros menos conocidos. Incluso no muy confiables, ya que en un
distrito clave quedó primero en la nómina un pícaro personaje que en los
últimos comicios se guardó el dinero asignado para fiscales y colaboradores.
Pero a De Narváez no le sobra tiempo ni para estas minucias costosas, ya que
primero debe resolver si blanquea un acuerdo con Scioli –integrándose a su equipo
de gobierno– que habilitó la propia Cristina.
Ninguno parece sonrojarse por esta eventualidad, luego de
haberse dicho barbaridades.
Claro que esta transacción política, de producirse, genera
nuevas derivaciones. Para De Narváez resulta una tacha más en su zigzagueante
carrera política, caracterizada por socios alternativos según la ocasión. Y,
sobre todo, de producirse antes del 27 de octubre, le allana la protesta y el
escape de su coalición a Hugo Moyano. Aunque, en verdad, la separación ya se
consumó –el sindicalista no hará ningún aporte económico en lo que resta de la
campaña, ni siquiera sostiene a los propios en las listas– y el salto al
massismo se demora por alguna reserva del propio beneficiado: no es que rechace
regalos, sólo que tal vez analice la conveniencia de recibir en público el
obsequio. Moyano puede representar energías diversas, no está claro que sea una
frutilla deseada por el electorado.
No es la única inquietud de un Massa que evita hacer
campaña, típica actitud de quien encabeza el lote. Y con comodidad. Aunque en
su rodeo, y a pesar de ir en ventaja, también se registran alborotos, a medias
salvados con promesas futuras. La elección del nuevo jefe de bloque legislativo
no resultó sencilla, provocó disturbios: Graciela Camaño parecía designada pero
le trasladaron la responsabilidad para después de diciembre, con el nuevo y más
numeroso núcleo de legisladores propios (siempre y cuando no sea Massa quien
asuma ese cargo). Aun así, el candidato sabe que tal vez Mauricio Macri sea
quien disponga de un bloque más grande que el suyo y, por lo visto en los
últimos días, el alcalde porteño quiere dar más pelea por 2015 que la propia
Cristina.
“No estoy terminado”, exhala en sus precipitadas apariciones
en TV, con mensajes controversiales, y mantuvo alguna refriega con el propio
Massa en la que no se respetaron límites territoriales o políticos (y
compromisos que quizás afectaron a Juan José Alvarez, uno de los hacedores de
la campaña bonaerense), aun con parientes asociados, amigos e intereses
comunes. Pero el principal, bloquear el “Cristina eterna”, para ellos ya es un
objetivo cumplido.
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