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Por James Neilson (*) |
Parecería que Sergio Massa, el gran triunfador de la jornada
electoral más reciente, es tan reacio como cualquier kirchnerista a perder el
tiempo pensando en el mediano plazo, ya que según él “hablar de 2015 es
burlarse de la gente”, pero como con toda seguridad entiende muy bien, el
impacto muy fuerte que tuvieron los resultados de las primarias postizas de un par
de semanas atrás no se debió al interés público en la futura conformación de
las cámaras legislativas. Por ser la Argentina un país hiperpresidencialista,
las primarias solo sirvieron para confirmar que Cristina tendría que abandonar
el poder en diciembre de 2015 a más tardar y que por lo tanto será necesario
que otro tome su lugar.
Ha llegado, pues, la hora de ponerse a construir una
alternativa viable, una tarea que no será nada sencilla. Por ahora, Massa es el
favorito para ser el núcleo en torno al cual se aglutine el oficialismo de
mañana, pero rivales como Daniel Scioli, Mauricio Macri y el reaparecido Julio
Cobos querrán aprovechar las oportunidades brindadas por el ocaso de Cristina.
Como siempre sucede en circunstancias como estas, se esforzarán por hacer
tropezar al personaje que, por motivos un tanto misteriosos, encabeza el
pelotón de presidenciables. También es posible que pronto irrumpan algunos
dirigentes “carismáticos” nuevos que, lo mismo que el tigrense, logren en un
lapso muy breve metamorfosearse de actores de reparto en estrellas nacionales.
La resistencia de Massa, Scioli y muchos otros a “hablar de
2015” es comprensible. Saben que a veces la política se niega a respetar el
ritmo fijado por el calendario electoral. En otras latitudes, un mandatario
vuelto impopular seguiría cumpliendo sus deberes hasta la fecha prevista por la
Constitución sin que a nadie se le ocurriera cuestionar su derecho a hacerlo;
aquí se trataría de una hazaña con muy pocos precedentes.
¿El temor a que, una vez más, todo se salga de madre se
justifica? La respuesta sería negativa si Cristina se destacara por su voluntad
de acatar las reglas propias del sistema democrático, pero sucede que se ha
habituado a violarlas. Como aclaró desde Tecnópolis: a su entender, la política
democrática es cosa de suplentes, no de los “dueños de la pelota”, las
“corporaciones” y la embajada norteamericana que, nos advierte, son títeres
manipulados por aquel auténtico genio del mal, el contador Héctor Magnetto.
Para Cristina y sus militantes, sería “golpista”, cuando no
“destituyente”, que los legisladores intentaran forzar al gobierno nacional y
popular a respetar las normas que en teoría rigen en el país, lo que plantea a
las distintas facciones opositoras un dilema sumamente ingrato. Casi todos
juran esperar que Cristina complete lo que le queda de su período como
Presidenta de la forma más tranquila concebible, pero, siempre y cuando estén
en condiciones de “contenerla”, no podrán permitirle continuar haciendo cuanto
se le antoje sin prestar atención alguna a los reparos ajenos.
Por razones constitucionales, la situación creada por las
primarias es radicalmente distinta de la que siguió a las elecciones
legislativas de 2009, en que la lista de Néstor Kirchner y su banda de
testimoniales fue derrotada en la provincia de Buenos Aires por la encabezada
por Francisco de Narváez. Mientras que, por haber tenido la mala suerte de
nacer en Colombia de padres no argentinos, a De Narváez le hubiera sido muy
difícil erigirse en un presidenciable genuino, Massa no tiene que preocuparse
por tales obstáculos jurídicos. Por lo demás, Cristina no podrá sucederse a sí
misma y no cuenta con un cónyuge, pariente, amigo de toda la vida o militante
abnegadamente leal capaz de conservar el poder que se las ha arreglado para
construir. Para más señas, ha muerto el sueño de que el grueso del país hiciera
suyo el relato revolucionario épico confeccionado por los kirchneristas más
imaginativos; tal y como están las cosas, no habrá forma de resucitarlo.
No solo para los kirchneristas sino también para los
opositores, sean estos frontales o a medias, les está resultando difícil
adaptarse al cambio que se ha producido. Aquellos reaccionaron con una mezcla
de incredulidad e histeria al enterarse de que, fuera de la Antártida, ya no
podían ufanarse del apoyo del 54% de sus compatriotas. Por su parte, estos
están tratando de aferrarse a la idea de que tendría que transcurrir muchísimo
tiempo antes de que los elegidos para encabezar un nuevo gobierno se vieran
constreñidos a decirnos qué harían para frenar la inflación que se ha
desbocado, mitigar el ya terriblemente costoso déficit energético, combatir el
delito, tanto el “común” como la variante decididamente más lucrativa
practicada por funcionarios corruptos y sus cómplices del sector privado,
impedir que el país sea colonizado por los carteles de narcotraficantes,
defender los ingresos de la clase media y de los millones que dependen de un
modo u otro del Estado, más una muy larga etcétera.
El que el gobierno kirchnerista haya sido tan fabulosamente
corrupto ha brindado a los presuntamente deseosos de tomarle el relevo un
pretexto inmejorable para minimizar la gravedad de problemas que podrían
calificarse de estructurales; al verse frente todos los días a un nuevo
escándalo que no pueden sino denunciar, les ha sido imposible concentrarse como
es debido en temas que acaso sean menos emocionantes que los supuestos por las
interminables barbaridades oficiales pero que así y todo no carecen de
importancia.
No es ningún secreto que el “estilo K” que se caracteriza
por la prepotencia y el desprecio por las opiniones ajenas ayudó a Néstor
Kirchner y su esposa a “construir poder”. Asimismo, durante años la naturaleza
transgresora del gobierno kirchnerista, combinada con la convicción difundida
de que era extraordinariamente corrupto, contribuyó a fortalecerlo porque,
además de tentar a los opositores a adoptar una postura quejosamente crítica
que a juicio de muchos reflejaba su debilidad y su falta de ideas, servía para
intimidar a amplios sectores al advertirles que un eventual cambio podría
significar nuevas convulsiones políticas. Habrá sido en buena medida por tal
motivo que hace menos de dos años una mayoría tan abultada votó por el
continuismo, mientras que la conciencia de que dicha opción ya no se da hace
más explicable el vuelco abrupto que se registró en las llamadas primarias. Mal
que les pese a Cristina y sus incondicionales, la mayoría está preparándose
anímicamente para enfrentar una transición que sabe inevitable.
En las democracias consolidadas, la oposición suele estar en
condiciones de asumir enseguida la responsabilidad de gobernar. En la
Argentina, es normal, por decirlo de algún modo, que el presidente de turno
proclame, sin exagerar demasiado, que el pueblo tendrá que elegir entre él y el
caos. Las afirmaciones en tal sentido convencen porque es habitual que la
oposición esté absurdamente fragmentada y las coaliciones que los dirigentes
tratan de improvisar sean rejuntes patéticos que no podrían administrar bien un
kiosco pueblerino. Si hubiera una posibilidad de que Cristina lograra
“eternizarse”, sería al menos factible que se recuperara en base no a sus
propios méritos sino a los defectos patentes de la oferta opositora, pero al
difundirse la conciencia de que su “ciclo” no podrá prolongarse, la mitad de quienes
la habían apoyado con sus votos en octubre de 2011 se le volvió en contra;
muchos otros podrían hacerlo al celebrarse las elecciones legislativas de
verdad.
A diferencia de los partidos de países habituados a cierta
estabilidad institucional, no se encuentra en la Argentina ninguna agrupación,
salvo la que acompaña a Cristina, que hoy en día esté en condiciones de formar
un gobierno viable. Como ha sucedido en tantas ocasiones en el pasado, a quien
le toque sucederla le será forzoso crear no solo su propio “movimiento” sino
también una especie de Estado paralelo que, con el aval del electorado,
sustituiría el existente. Es que en el país nunca se ha dado el trabajo de
dotarse de instituciones públicas, como un servicio civil profesional, que, por
no formar parte del grupo político coyunturalmente dominante, aseguran que la
transición de un gobierno a otro de signo distinto pueda ocurrir
automáticamente, sin trastornos de ningún tipo.
Por lo tanto, a aquellos políticos que tienen la Casa Rosada
en la mira, les convendría empezar ya a construir la alternativa que les
parezca más apropiada. En vista de lo difícil que siempre es formar una
agrupación, por pequeña que fuera –una tarea que, entre otras cosas, los obliga
a compatibilizar las ambiciones diversas de personajes que preferirían liderar
un partido minúsculo a resignarse a ocupar un sitio secundario en uno mayor–,
no podrán darse el lujo de esperar hasta vísperas de las elecciones
presidenciales próximas para entonces poner manos a la obra. Mal que les pese a
Massa y otros, 2015 no es tan distante como quisieran convencernos.Tampoco
sería “golpista” alistarse lo antes posible para el cambio de gobierno que está
en el horizonte. Por el contrario, el tiempo urge y la mejor manera de
ahorrarle al país una transición caótica consistiría en que la oposición dejara
de actuar como un coro griego que se limita a lamentar las extravagancias
ruinosas del gobierno actual, ya que de sus entrañas surgirá el grupo que se
encargará del destino del país.
(*) Periodista y analista político, ex director de “The
Buenos Aires Herald”.
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